PRÓLOGO DE LA PRIMERA EDICIÓN
Es tarea
ingrata e incómoda, para un discípulo, la presentación de una obra escrita por
su propio Maestro. Por ello, no me propongo analizar aquí El misterio de las
catedrales, ni subrayar su belleza formal y su profunda enseñanza. A este
respecto, confieso, muy humildemente, mi incapacidad y prefiero dejar a los
lectores el cuidado de apreciarlo en lo que vale, y a los Hermanos de Heliópolis
el gozo de recoger esta síntesis, tan magistralmente expuesta por uno de los
suyos. El tiempo y la verdad harán todo
lo demás.
Hace ya mucho tiempo que el autor de
este libro no está entre nosotros. Se extinguió el hombre. Sólo persiste su
recuerdo. Y yo experimento una especie de dolor al evocar la imagen del Maestro
laborioso y sabio al que tanto debo, mientras deploro, ¡ay!, que desapareciera
tan pronto. Sus numerosos amigos, hermanos desconocidos que esperaban de él la
solución del misterio Verbum dimissum, le llorarán conmigo.
¿Podía él llegado a la cima del
Conocimiento, negarse a obedecer las órdenes del Destino? Nadie es profeta en su tierra. Este viejo adagio nos da, tal vez, la razón
oculta del trastorno que produce la chispa de la revelación en la vida
solitaria y estudiosa del filósofo. Bajo los efectos de esta llama divina, el
hombre viejo se consume por entero. Nombre, familia, patria, todas las
ilusiones, todos los errores, todas las vanidades, se deshacen en polvo. Y,
como el Fénix de los poetas, una personalidad nueva renace de las cenizas. Así
lo dice, al menos, la Tradición filosófica.
Mi Maestro lo sabía. Desapareció al
sonar la hora fatídica, cuando se produjo la Señal ¿Y quién se atrevería a
sustraerse a la Ley? Yo mismo, a pesar del desgarro de una separación dolorosa,
pero inevitable, actuaría de la misma manera, si me ocurriese hoy el feliz
suceso que obligó al Adepto a renunciar a los homenajes del mundo.
Fulcanelli ya no existe. Sin
embargo, y éste es nuestro consuelo, su pensamiento permanece, ardiente y vivo,
encerrado para siempre en estas páginas como en un santuario.
Gracias a él la catedral gótica nos
revela su secreto. Y así nos enteramos, con sorpresa y emoción de cómo fue
tallada por nuestros antepasados la primera piedra de sus cimientos,
resplandeciente gema, más preciosa que el mismo oro, sobre la cual edificó
Jesús su Iglesia. Toda la verdad, toda la Filosofía, toda la Religión
descansaban sobre esta Piedra única y sagrada. Muchos, henchidos de presunción,
se creen capaces de modelarla, - y, sin embargo, ¡cuán raros son los elegidos
cuya sencillez, cuya sabiduría, cuya habilidad, les permite lograrlo!
Pero esto importa poco. Nos basta
con saber que las maravillas de nuestra Edad Media contienen la misma verdad
positiva, el mismo fondo científico, que las pirámides de Egipto, los templos
de Grecia, las catacumbas romanas, las basílicas bizantinas.
Tal es el alcance general del libro
de Fulcanelli.
Los hermetistas -o al menos los que
son dignos de este nombre- descubrirán otra cosa en él. Dicen que del contraste
de las ideas nace la luz, ellos descubrirán que aquí, merced a la confrontación
del Libro con el Edicio, despréndase el Espíntu y muere la Letra. Fulcanelli
hizo, para ellos, el primer esfuerzo, a los hermetistas corresponde hacer el
último. El camino que falta por recorrer es breve. Pero hace falta conocerlo
bien y no caminar sin saber adónde uno va.
¿Queréis que os diga algo más?
Sé, no por haberlo descubierto yo
mismo, sino porque el autor me lo afirmó, hace más de diez años, que la llave
del arcano mayor ha sido dada, sin la menor ficción, por una de las figuras que
ilustran, la presente obra. Y esta llave consiste sencillamente en un color,
manifestado al artesano desde el primer trabajo. Ningún filósofo, que yo sepa,
descubrió la importancia de este punto esencial. Al revelarlo yo, cumplo la
última voluntad de Fulcanelli y sigo el dictado de mi conciencia.
Y ahora, séame permitido, en nombre de los Hermanos de
Heliópolis y en el mío propio, dar calurosamente las gracias al artista a quien
mi maestro confió la ilustración de su obra. Efectivamente, gracias al talento
sincero y minucioso del pintor Julien Champagne, ha podido El misterio de las
catedrales envolver su esoterismo austero en un soberbio manto de láminas
originales.
E. CANSELIET
F. C. H.
Octubre 1925
PRÓLOGO DE LA SEGUNDA EDICIÓN
Cuando escribió El misterio de las
catedrales, en 1922, Fulcanelli no había recibido El don de Dios, pero estaba
tan cerca de la Iluminación suprema que juzgó necesario esperar y conservar el
anonimato, el cual por lo demás, había observado constantemente, acaso más por
inclinación de su carácter que por obedecer rigurosamente la regla del secreto.
Porque hay que decir que este hombre de otro tiempo, por su apariencia extraña,
sus maneras anticuadas y sus ocupaciones insólitas, llamaba, sin pretenderlo,
la atención de los desocupados, los curiosos y los tontos, mucho menos, empero,
de la que había de suscitar, un poco más tarde, la desaparición total de su
personalidad común.
Así desde la compilación de la
primera parte de sus escritos el Maestro manifestó su voluntad absoluta y sin
apelación de que su identidad real permaneciese en la sombra, de que
desapareciese su marbete social definitivamente trocado por el seudónimo
impuesto por la Tradición y conocido desde hacía largo tiempo. Este nombre
célebre ha quedado tan firmemente grabado en la memoria, hasta las generaciones
futuras más lejanas, que es ciertamente imposible que sea sustituido jamás por
cualquier patronímico, por muy verdadero, brillante o famoso que fuese.
Sin embargo, no debemos pensar que
el padre de una obra de tan alta calidad la abandonase, inmediatamente después
de haberla engendrado, sin razones adecuadas, por no decir imperiosas, y
profundamente meditadas. Éstas, en un plano muy distinto, condujeron a un
renunciamiento que no deja de causar admiración, cuando incluso los autores más
puros, entre los mejores, se muestran siempre sensibles al oropel de la obra
impresa. Cierto que, en el reino de las letras de nuestro tiempo, el caso de
Fulcanelli no se parece a ningún otro, porque emana de una disciplina ética
infinitamente superior, según la cual el nuevo Adepto ajusta su destino al de
sus raros predecesores, aparecidos sucesivamente, como él en su época
determinada, jalonando, como faros de salvación y de misericordia, el camino
infinito. Filiación sin tacha,
prodigiosamente perpetuada, a fin de que se reafine sin cesar, en su doble
manifestación espiritual y científicta la Verdad eterna universal e indivisible.
A semejanza de la mayoría de los Adeptos antiguos, Fulcanelli al arrojar a las
ortigas de la zanja el gastado despojo del hombre viejo, no dejó en el camino
más que la huella onomástica de su fantasma, cuya altiva enseña proclama la
aristocracia suprema.
Quienes posean algún conocimiento sobre los
libros de alquimia del pasado sabrán que la enseñanza oral de maestro a
discípulo prevalece sobre cualquier otra, lo cual tiene fuerza de aforismo.
Fulcanelli recibió su iniciación de esta manera, como la recibimos nosotros
después de él aunque tengamos que declarar, por nuestra parte, que Cyliani nos
había abierto ya de par en par la puerta del laberinto, en el curso de aquella
semana de 1915 en que su opúsculo fue reeditado.
En nuestra Introducción a Las doce
llaves de la Filosofía, insistimos deliberadamente en que Basilio Valentín fue
el iniciador de nuestro Maestro, y lo hicimos, entre otras razones, para tener
ocasión de cambiar el epíteto del vocablo, es decir, de sustituir -por prurito
de exactitud-, con el adjetivo numeral primero, el calificativo verdadero que
habíamos utilizado antaño, en nuestro prólogo a las Moradas filosofales. En
aquella época, ignorábamos la conmovedora carta que transcribiremos un poco más
adelante y que debe su impresionante belleza al aliento de entusiasmo, al
acento fervoroso que inflama a su autor, sumido en el anónimo por el raspado de
la firma, como se borra el nombre del destinatario por falta de señas. Éste fue
indudablemente el maestro de Fulcanelli el cual dejó entre sus papeles la
epístola reveladora cruzada por dos franjas oscuras en el lugar de los
pliegues, por haber pertenecido largo tiempo guardada en la cartera, adonde
iba, empero, a buscarla el polvo impalpable y graso del hornillo en continua
actividad. El autor de El Misterio de las catedrales conservó, pues, durante
muchos años, como un talismán la prueba escrita del triunfo de su verdadero
iniciador, que nada nos impide que publiquemos hoy, tanto más cuanto que nos da
una idea elocuente y justa del terreno sublime en que se sitúa la Gran Obra No
creemos que nadie nos reproche 1a longitud de la extraña epístola de la que sin
duda sería lamentable suprimir una sola palabra:
Esta vez, ha recibido
usted verdaderamente el don de Dios, es una Gracia grande, y, por primera vez,
comprendo la rareza de este favor.
Considero, en efecto, que, en su abismo insondable de sencillez, el
arcano es imposible de encontrar por la sola fuerza de la razón, por muy sutil
que ésta sea y por mucho que se haya ejercitado. En fin, posee usted el Tesoro
de los Tesoros, demos gracias a la Divina Luz por haberle hecho partícipe de
él. Por lo demás, lo tiene justamente
merecido por su fe inquebrantable en la Verdad, por su constancia en el
esfuerzo, por su perseverancia en el sacrificio, y también, no lo olvidemos...
por sus buenas obras.
Cuando mi mujer me anunció la buena nueva, me quedé aturdido de gozosa
sorpresa y no cabía en mí de felicidad. Tanto, que me decía: ojalá no paguemos
esta hora de embriaguez con un terrible mañana.
Pero, por muy breve que sea mi información sobre la cosa, creí
comprender, y esto en mi certeza, que el fuego
sólo se apaga cuando la obra se ha cumplido y toda la masa tintórea impregna el
vaso, que, de decantación en decantación, permanece absolutamente saturado y se
vuelve luminoso como el sol.
Ha llevado usted su generosidad hasta el punto de asociarnos a este alto y
oculto conocimiento que le pertenece de pleno derecho y de un modo
absolutamente personal. Mejor que nadie,
comprendemos todo su precio, y, también mejor que nadie, somos capaces de
guardarle por ello eterno reconocimiento.
Sabe usted que las más bellas frases y las más elocuentes protestas no
valen lo que la sencillez emocionada de estas solas palabras: es usted bueno,
y, por esta gran virtud, ha colocado Dios sobre su frente la diadema de la
verdadera realeza. Él sabe que hará usted un uso digno de este cetro y de los
inestimables gajes que lleva consigo. Nosotros le conocemos desde hace tiempo
como el manto azul de sus amigos en desgracia; pero el manto caritativo se ha
ensanchado de pronto, pues ahora todo el azul del cielo y su gran sol cubren
sus nobles hombros. Ojalá pueda gozar mucho tiempo de esta grande y rara dicha,
para satisfacción y consuelo de sus amigos, e incluso de sus enemigos, pues la
desdicha lo borra todo y usted posee, a partir de hoy, la varita mágica que
hace todos los milagros.
Mi mujer, con la inexplicable intuición de los seres
sensibles, había tenido un sueño verdaderamente extraño. Había visto a un
hombre envuelto en todos los colores del prisma, elevándose hasta el sol. La
explicación no se hizo esperar. ¡Qué maravilla! ¡Qué bella y victoriosa
respuesta a mi carta cargada, sí, de dialéctica y -teóricamente- exacta, pero
muy distante aún de lo Verdadero, de lo Real ¡Ah! Casi puede decirse que el que
saluda a la estrella de la mañana pierde para siempre el uso de la vista y de
la razón, pues queda fascinado por su falsa luz y es precipitado en el
abismo... A menos que, como a usted, no venga un gran golpe de suerte a
arrancarle del borde del precipicio.
Ardo en deseos de verle, mi viejo amigo, de oírle contar sus
últimas horas de angustia y de triunfo.
Pero, créalo, jamás podré traducir en palabras la gran alegría que
experimentamos y toda la gratitud que sentimos hacia usted en el fondo de
nuestro corazón. ¡Aleluya!
Le abrazo y le felicito,
Su viejo...
El que sabe hacer la Obra con sólo el mercurio ha encontrado lo que hay de más perfecto; es
decir, ha recibido la luz y realizado el Magisterio.
Tal vez un pasaje habrá chocado, sorprendido o desconcertado al lector
atento y ya familiarizado con los principales datos del problema hermético. Es
cuando el íntimo y sabio correspondiente exclama:
«¡Ay! Casi puede decirse que el que
saluda a la estrella de la mañana pierde para siempre el uso de la voz y de la
razón pues queda fascinado por su falsa luz y es precipitado en el abismo. »
¿No
parece esta frase contradecir lo que afirmamos, hace más de veinte años en un
estudio sobre el Vellocino de Oro (1), es decir, que la estrella es el gran
signo de la Obra, -que sella la materia filosofal- que le dice al alquimista
que no ha encontrado la luz de los locos, sino la de los sabios, que consagra
la sabiduría y que la llamamos estrella de la mañana? Pero, ¿se ha señalado que
concretábamos brevemente que el astro hermético es ante todo admirado en el
espejo del arte o mercurio, antes de ser descubierto en el cielo químico, donde
alumbra de manera infinitamente más discreta? Si nos hubiéramos preocupado más
del deber de la caridad que de la observancia del secreto, y aun a costa de
pasar por fervientes adeptos de la paradoja habríamos podido insistir entonces
en el maravilloso arcano y, con este fin, copiar algunas líneas escritas en un
viejísimo carnet, después de una de aquellas eruditas charlas con Fulcanelli
que, acompañadas de café azucarado y frío, hacían nuestras profundas delicias
de adolescente asiduo y estudioso, ávido de un saber inapreciable:
Nuestra estrella es única y, sin embargo, es doble. Aprenda
a distinguir su huella real de su imagen, y observará que brilla con mayor
intensidad a la luz del día que en las tinieblas de la noche.
Declaración que
corrobora y completa la de Basilio Valentín (Doce llaves), no menos categórica
y solemne:
«Los dioses han
otorgado al hombre dos estrellas para que le conduzcan a la gran Sabiduría,
obsérvalas, ¡oh, hombre!, y sigue con constancia su claridad, porque en ella se
encuentra la Sabiduría.»
¿Acaso no son estas
dos estrellas las que os muestran una de las pequeñas pinturas alquímicas del
convento franciscano de Cimiez, acompañada de la inscripción latina que expresa
la virtud salvadora inherente al resplandor nocturno y estelar. «Cum luce
saluten; con la luz la salvación»?
En todo caso, por poco sentido
filosófico que uno tenga y por poco trabajo que se tome en meditar las
anteriores frases de Adeptos incontestables, poseerá la llave con ayuda de la
cual abre Cyliani 1a cerradura del templo. Pero, si todavía no comprende, que
relea a Fulcanelli y no vaya a buscar en otra parte una enseñanza que ningún
otro libro podría darle con tanta precisión
Hay, pues, dos estrellas, las
cuales, a pesar de que parezca inverosímil forman en realidad una sola La que
brilla sobre la Virgen mística -a la vez nuestra madre y el mar hermético-
anuncia la concepción y no es más que el reflejo de 1a otra, que precede al
advenimiento milagroso del Hijo. Pues si la Virgen celestial es todavía llamada
stella matutina, estrella de la mañana; si es posible contemplar en ella el
esplendor de una señal divino; si el descubrimiento de esta fuente de gracias
pone gozo en el corazón del artista, no es, empero, más que una simple imagen
reflejada por el espejo de la Sabiduría. A pesar de su importancia y del lugar
que ocupa en los autores, esta estrella visible, pero inalcanzable, da
testimonio de la realidad de la otra, de la que coronó al Niño divino en el
momento de nacer. El signo que condujo a
los Magos a la cueva de Belén, nos dice san Crisóstomo, fue a colocarse, antes
de desaparecer, sobre la cabeza del Salvador, rodeándole de un halo luminoso.
Insistimos en ello, porque estamos
seguros de que algunos nos lo agradecerán: se trata verdaderamente de un astro
noctumo cuya claridad resplandece sin gran fuerza en el polo del cielo
hermético. Importa, pues, instruirse, sin dejarse engañar por las apariencias,
sobre este cielo terrestre de que habla Wenceslao Lavinius de Moravia y sobre
el cual insiste tanto Jacobus Tollius:
«Comprenderás lo que es el Cielo leyendo el pequeño comentario
que sigue y por el cual el Cielo químico habrá sido abierto. Pues este cielo es
inmenso y viste los campos de luz purpúrea, donde se han reconocido sus astros
y su sol»
Es indispensable meditar bien que el
cielo y la tierra aunque confusos en el Caos cósmico original no son diferentes
en sustancia ni en esencia, sino que llegan a serlo en calidad, en cantidad y
en virtud ¿Acaso la tierra alquímica, caótica, inerte y estéril no contiene el
cielo filosófico? ¿Ha de ser, pues, imposible al artista, imitador de la
Naturaleza y de la Gran Obra divina, separar en su pequeño mundo, con ayuda del
fuego secreto y del espíritu universal las partes cristalinas, luminosas y
puras, de las partes densas, tenebrosas y groseras? No, por lo tanto, debe
realizarse esta separación que consiste en extraer la luz de las tinieblas y en
efectuar el trabajo del primero de los Grandes Días de Salomón. Gracias a ella
podremos saber lo que es la tierra filosofal y lo que los Adeptos han llamado
cielo de los Sabios.
Philaléthe, que, en su Entrada
abierta al Palacio cerrado del Rey, es quien más se extendió sobre la práctica
de la Obra, señala la estrella hermética y llega a la conclusión de la magia
cósmica de su aparición:
«Es el milagro del mundo, la reunión
de las virtudes superiores en las inferiores; por esto el Todopoderoso la marcó
con un signo extraordinario. Los Sabios 1a vieron en Oriente, se llenaron de
admiración y comprendieron en seguida que un Rey purísimo había nacido en el
mundo.
»Tú, cuando
hayas visto su estrella, síguela hasta la Cuna; allí verás al hermoso Niño.»
«Tómese
cuatro partes de nuestro dragón ígneo que oculta en su vientre nuestro Acero
mágico, y nueve partes de nuestro Imán, mézclese todo por medio de Vulcano
ardiente, en forma de agua mineral donde sobrenadará una espuma que debe ser
quitada. Arrójese la costra, tómese el núcleo, purifíquese tres veces, por el
fuego y la sal cosa que se hará fácilmente si Saturno ha visto su imagen en el
espejo de Marte. »
Por último, añade Philaléthe.
« Y que el Todopoderoso estampe su
sello real en esta Obra y la adorne con él particulannente. »
La estrella a decir verdad, no es un
signo especial de la labor de la Gran Obra. Podemos encontrarla en multitud de
combinaciones alquímicas, de procedimientos particulares y de operaciones
espagíricas de menor importancia; sin embargo, ofrece siempre el mismo valor
indicativo de transformación parcial o total de los cuerpos sobre los cuales se
ha fijado. Juan Federico Helvetius nos dio un ejemplo típico de ello en el
pasaje de su Becerro de Oro (Vitulus Aureus) que traducimos a continuación:
«Cierto orfebre de La Haya (ciu
nomen est Grillus), discípulo muy ejercitado en alquimia, pero hombre muy pobre
según la naturaleza de esta ciencia pidió hace algunos años (2) a mi mejor
amigo, es decir, a Juan Gaspar Knbtter, tintorera, espíritu de sal preparado de
manera no vulgar. Al preguntar Knótter si este espíritu de sal especial sería o
no utilizado para los metales, Gril respondió que para los metales,
seguidamente vertió este espíritu de sal sobre plomo que había colocado en un
recipiente de vidrio utilizado para confituras o alimentos. Pues bien, al cabo
de dos semanas, apareció, flotando, una muy curiosa y resplandeciente Estrella
plateada, que parecía trazada con un compás por un artista muy hábil Por lo que
Gril lleno de inmensa alegría, nos manifestó que había visto ya la estrella
visible de los Filósofos, sobre la cual probablemente, se había informado en
Basilio (Valentín). Yo y otros muchos hombres honorables contemplamos con suma
admiración esta estrella flotante en el espíritu de sal, mientras que, en el
fondo, permanecía el plomo de color de ceniza e hinchado a la manera de una
esponja. Sin embargo, en un intervalo de siete o nueve días, fue desapareciendo
la humedad del espíritu de sal absorbida por el grandísimo calor del aire
(2) Hacia 1664, año de la edición príncipe e imposible de
encontrar en Vitulus Aureus.
del mes de julio, y la estrella llegó al fondo, depositándose
sobre aquel plomo esponjoso y terroso.
Fue un resultado digno de admiración y no para un reducido número de
testigos. Por último, Gril copeló en una vasta la parte de este plomo
ceniciento a que se había adherido la estrella y obtuvo, de una libra de este
plomo, doce onzas de plata de copela y, además, de estas doce onzas, dos onzas
de oro excelente. »
Tal
es el relato de Helvetius. Sólo lo damos para confirmar la presencia del signo
estrellado en todas las modificaciones intemas de cuerpos tratados
filosóficamente. Sin embargo, no quisiéramos ser causa de trabajos infructuosos
o engañadores que sin duda emprenderán algunos lectores entusiastas, fundándose
en la reputación de Helvetius, en la probidad de los testigos oculares y, tal
vez también en nuestro constante afán de sinceridad Por esto queremos observar,
a quienes quisieran repetir el ensayo, que faltan en esta narración dos datos
esenciales: la composición química exacta del ácido clorhídrico y las
operaciones efectuadas previamente sobre el metal. Ningún químico será capaz de
contradecirnos si afirmamos que el plomo ordinario, sea cual fuere, no tomará
jamás el aspecto de la piedra pómez sometiéndolo en frío, a la acción del ácido
muriático. Varios preparativos son, pues, necesarios para provocar la
dilatación del metal separar de él las impurezas más groseras y los elementos
inestables, y producir en fin, mediante la fermentación necesaria, la hinchazón
que le hace adquirir una estructura esponjosa, blanda y que manifiesta ya una
marcadísima tendencia al cambio profundo de las propiedades específicas.
Blaise de Vignére y Naxágoras, por ejemplo, han
escrito largamente sobre la conveniencia de una prolongada cocción previa.
Pues, si es cierto que el plomo común está muerto -porque ha sufrido la
reducción, y una gran llama, dice Basilio Valentín, devora un fuego pequeño-,
no es menos verdad que el mismo metal pacientemente alimentado con sustancia
ígnea, se reanimará, reanudará poco a poco su actividad abolida y, de masa
química inerte se convertirá en cuerpo filosóficamente vivo.
Tal vez alguien se asombrará de que
hayamos tratado tan prolijamente de un solo punto de la Doctrina hasta
dedicarle la mayor parte de este prólogo, lo cual en consecuencia, nos hace
temer que hayamos rebasado la finalidad corrientemente asignada a los escritos
de este género. Se advertirá, no obstante, que era lógico que
desarrollásemos este tema que nos introduce, a pie llano podríamos decir, en el
texto de Fulcanelli. Efectivamente, ya en su umbral se entretiene largamente
nuestro Maestro en el papel capital de la Estrella, en la Teofanía mineral que
anuncia, con certeza, la elucidación tangible del gran secreto enterrado en los
edificios religiosos. El misterio de las catedrales: así se titula precisamente
esta obra de la que hoy ofrecemos -después de la tirada de 1926, compuesta
únicamente de trescientos ejemplares- la segunda edición aumentada con tres
dibujos de Julien Champagne y varias notas originales de Fulcanelli recogidas
tal cual sin la menor adición ni el más pequeño cambio. Estas se refieren a una cuestión muy
angustiosa que ocupó largo tiempo la pluma del Maestro y de la que diremos unas
palabra a propósito de las Moradas filosofales.
Por lo demás, si hubiera que
justificar el mérito de El misterio de las catedrales, bastaría señalar que
este libro ha sacado de nuevo a plena luz la cábala fonética cuyos principios y
su aplicación habían caído en el más absoluto olvido. Después de esta enseñanza
detallada y precisas tras las breves consideraciones apocadas por nosotros con
ocasión del centauro, del hombre-caballo del Plessis-Bourré, de Dos mansiones
alquímicas, será ya imposible confundir la lengua matriz, el enérgico idioma
fácilmente comprendido aunque jamás hablado y, siempre según de Cyrano
Bergerac, el instinto o la voz de la Naturaleza, con las transposiciones, los
trastocamientos, las sustituciones y los cálculos no menos abstrusos que
arbitrarios de la kábala judía. Por eso importa distinguir los dos vocablos,
cábala y kábala, a fin de utilizarlos como se debe: el primero, como derivado
de xaj3a>,>,ni o del Latín caballus, caballo; el segundo, del hebreo
kabbalah que significa tradición. En
fin, no se podrá ya, a pretexto de los sentidos figurado admitidos por
analogía, de corrillo, manejo o intriga, negar al sustantivo cábala la función
que sólo él es capaz de desempeñar y que Fulcanelli lo confirmó magistralmente,
al encontrar la llave perdida de la Gaya ciencia, de la Lengua de los dioses o
de los pájaros. Las mismas que Jonathan Swift, el singular deán de San
Patricio, conocía a fondo y practicaba a su manera, con tanto saber y
virtuosismo.
Savignies, agosto de 1957
PRÓLOGO DE LA TERCERA EDICIÓN
«Vale
más vivir con grandes agobios pobres, que haber sido señor y pudrirse en una
rica tumba. ¡Que haber sido señor! ¿Qué
digo? Señor, ¡ay! ¿Acaso ya no lo
es? Según dicen los davídicos, jamás
conoceréis su lugar.»
FRANCOIS VILLON.
El testamento, XXXVI y XXXVH.
Era necesario y, sobre todo,
cuestión la más elemental de salubridad filosófica, que El misterio
de las catedrales reapareciese lo antes
posible. Gracias a Jean-Jacques Pauvert, es cosa hecha, y lo es a la manera a que nos tiene acostumbrados y que, para mayor bien de los estudiosos,
obedece siempre a la doble
preocupación de ajustar, en el mejor sentido de la palabra, la perfección profesional y el precio de
venta al lector. Dos condiciones,
extrínsecas y capitales, muy convenientes a la evigente Verdad, a la cual por
añadidura, ha querido acercarse todavía
más' Jean-Jacques Pauvert dando esta vez la primera obra del Maestro con la fotografía perfecta de las esculturas dibujadas por Julien Champagne. De este
modo, la infabilidad de la placa
sensible, en la confrontación de la plástica original viene a proclamar la sabiduría y la habilidad del excelente artista que conoció a Fulcanelli en 1915,
diez años antes de que gozásemos
nosotros del mismo inestimable privilegio y, sin embargo, grávido y envidiado con demasiada frecuencia.
¿Qué es la alquimia para el hombre,
sino -verdaderamente, y
nacidos de cierto estado de alma derivado de ,a gracia real y eficaz- la busca y el despertar de la Vida
secretamente adormecida bajo la gruesa envoltura del ser y la ruda corteza de
las cosas? En los dos planos universales,
donde se asientan juntos la materia y
el espíritu, existe un progreso absoluto que consiste en una purificación permanente, hasta la perfección última.
Con este fin, nada expresa mejor el
modo de operar que el antiguo
apotegma tan preciso en su imperativa brevedad: Solve et coagula; disuelve y coagula. Es
una técnica sencilla y lineal que
requiere sinceridad, resolución y paciencia, y que apela a esa imaginación, ¡ay!, casi totalmente
abolida, en nuestra época de
saturación agresiva y esterilizadora, en la inmensa mayoría de las gentes. Raros son los que se aplican
a la idea viva, a 1a imagen
fructífera, al símbolo siempre inseparable de toda elaboración filosofal o de
toda aventura poética, y que se abre poco
a poco, en lenta progresión a una mayor cantidad de luz y de conocimiento.
Muchos alquimistas, y la Turba* en parúcular, han
dicho, por boca de Baleus, que «la
madre se apiada de su hijo mientras
que éste es muy duro con ella». El drama familiar se desarrolla, de manera positiva, en el seno del macrocosmos alquimicofísico, de suerte que cabe esperar,
para el mundo terrestre y su
Humanidad, que la Naturaleza acabe perdonando a los hombres y conformándose, de la mejor manera, con los tormentos que éstos le imponen
perpetuamente.
*Compilación de citas atribuidas a filósofos antiguos y a
filósofos alquimistas propiamente dichos.
Escrita en latín, pero traducida del árabe, gozó de gran crédito entre
los alquimistas de la Edad Media. (N. del
T)
Ved ahora lo más grave: mientras la
francmasonería busca continuamente
1a palabra perdida (verbum dimissum), la Iglesia universal (XaOoÁ¿Xi7 katholiké), que posee este Verbo, está en camino
de abandonarlo en el ecumenismo del diablo. Nada favorece tanto a esta falta imperdonable como la temerosa obediencia del clero, tan a menudo
ignorante, al falaz impulso, que se
dice progresivo, de fuerzas ocultas que sólo se proponen destruir la obra de Pedro. El ritual mágico de la misa latina profundamente trastornado, ha perdido su
valor y, actualmente, marcha de
acuerdo con el sombrero flexible y el traje de calle que adoptan los clérigos, felices con el disfraz, en prometedora etapa hacia la abolición del celibato
filosófico...
A favor de esta política de
constante abandono, instálase 1a herejía funesta, en la razonadora vanidad
y en el desprecio profundo de 1as
leyes misteriosas. Entre éstas, la necesidad ineluctable de la putrefacción fecunda de toda materia, sea cual fuere, a fin de que prosiga en ella la
vida bajo 1a engañosa apariencia de
la nada y de la muerte. Ante 1a fase transitoria, tenebrosa y secreta, que abre a la alquimia operante sus asombrosas
posibilidades, ¿no es terrible que la Iglesia consienta, para lo sucesivo, esta atroz cremación que
antaño prohibía absolutamente?
Inmenso es el horizonte que ahora os
descubre 1a parábola del
grano que cae al suelo, relatada por san Juan :
«En verdad, en verdad os digo, que,
si el grano de trígo que cae
a tierra no muere, permanece solo, pero, si muere, llevará mucho fruto.» (XII, 24.)
También el discípulo amado nos
transmite otra enseñanza preciosa
de su Maestro, a propósito de Lázaro, de que la Putrefacción del cuerpo no puede significar la abolición total de la vida:
«Dijo Jesús.- Quitad 1a piedra.
Maria, hermana del muerto, le dijo: Señor, ya hiede, pues hace cuatro
días que está ahí. Jesús le dijo.-
¿No te he dicho que, si crees, verás la gloria de Dios?» (XI, 39 y 40.)
En su olvido de la Verdad hermética
que aseguró sus cimientos, la Iglesia, ante la cuestión de la incineración de
los cadáveres
adopta, sin ningún esfuerzo, las malas razones de la ciencia del bien y del mal según la cual la descomposición de los cuerpos, en cementerios cada vez más
colmados, constituye una amenaza de
infección. Y de epidemias, porque los vivos siguen respirando la atmósfera que los rodea. Especioso argumento que,
al menos, nos hace sonreír, sobre todo sabiendo que fue ya formulado, con toda gravedad, hace más de un siglo, cuándo florecía el mezquino
positivismo de los Comte y los
Littré. Enternecedora solicitud en fin, que no se ejercitó en nuestros benditos tiempos, cuando las dos
hecatombes, grandiosas por su duración y por su multitud de muertos, en
superficies más bien reducidas, donde la inhumación se hacía esperar a menudo mucho más y se efectuaba a menor
profundidad de lo que permitían los
reglamentos.
En contraste con esto, cabe recordar
aquí los experimentos, macabros
y singulares, a que se dedicaron a comienzos del Segundo Imperio, con paciencia y determinación propias de otra edad, los célebres médicos, toxicólogos
por añadidura, Mateo José Orfila y
Marie-Guillaume Devergie, sobre la lenta y progresiva descomposición del cuerpo humano. He aquí el resultado del éxperimento realizado, hasta entonces, en la fetidez y la intensa proliferación de los vibriones:
«El olor disminuye gradualmente; por
fin llega una época en
que todas las partes blandas extendidas en el suelo no forman más que un detrito cenagoso, negruzco y de un olor que tiene algo de aromático.»
En cuanto a la transformación del
hedor en perfume, hay que
observar su impresionante semejanza con lo que declaran los viejos Maestros con respecto a la Gran
Obra física, y entre ellos, en
particular, Morien y Raimundo Lulio, al precisar que al olor infecto (odor teter)
de la disolución oscura sucede el perfume
más suave, porque es propio de la vida y del calor (quia et vitae proprius est et caloris).
Después de lo que acabamos de
apuntar, ¿qué no habremos de
temer, si pueden desarrollarse a nuestro alrededor, en el plano en que nos hallamos, el testimonio
dudoso y la argumentación especiosa? Propensión deplorable, que invariablemente
muestran la envidia y la mediocridad, cuyos enfadosos y persistentes efectos nos imponemos hoy el deber de destruir.
Decimos esto, a propósito de una muy
objetiva rectificación de nuestro
maestro Fulcanelli al estudiar, en el Museo de Cluny, 1a estatua de Marcelo, obispo de París, que se hallaba en Nótre-Dame, en el entrepaño del pórtico de
santa Ana, antes de que los
arquitectos Viollet-le-Duc y Lassus la sustituyesen, allá por el año 1850, por una aceptable copia El Adepto de El
misterio de las catedrales se vio de este
modo impulsado a reparar las faltas
cometidas por Louis-Fraçois Cambriel, quien, hallándose en condiciones de detallar la escultura primitiva, que
ocupaba su sitio en la catedral desde comienzos del siglo XIV, escribió, bajo el reinado de Carlos X, esta breve y caprichosa descripción:
«Este obispo se lleva un dedo a la
boca, para decir a cuantos
lo ven y quieren enterarse de lo que representa.. Si descubrís y adivináis lo
que represento con este jeroglí fico,
¡callaos .. ! ¡No digáis nada!-» (Curso de Filosofía hermética o de Alquimia en
diecinueve lecciones. París, Lacour et Maistrasse, 1843.)
Estas líneas van acompañadas, en la
obra de Cambriel de un
torpe diseño que les dio origen o que fue inspirado por ellas. Como a Fulcanelli nos cuesta imaginar
que dos observadores, a saber, el escritor y el dibujante, pudieran ser
víctimas separadamente, de 1a misma
ilusión. En el grabado, el santo obispo,
que luce barba, en evidente anacronismo, tiene la cabeza cubierta con una mitra adornada con cuatro
pequeñas cruces. Y sostiene, con la
mano izquierda, un corto báculo que apoya en el hueco del hombro. Imperturbable, levanta el índice al nivel del mentón, con la expresión mímica de
quien recomienda secreto y silencio.
«La comprobación es fácil -concluye
Fulcanelli-, puesto que
poseemos la obra original y la superchería queda de manifiesto al primer golpe de vista. Nuestro santo, de acuerdo con la costumbre medieval va completamente
afeitado, su mitra, muy sencilla, carece
de todo adorno,- el báculo, que sostiene
con la mano izquierda, se clava, por su extremo inferior, en las fauces del dragón. En cuanto al
famoso ademán de los Personajes del Mutus
Liber y de Harpócrates, es enteramente
fruto de la desatada imaginación de
Cambriel. San Marcelo fue
representado impartiendo su bendición, en una actitud llena de nobleza, inclinada la frente, doblado el antebrazo, la mano al nivel del hombro y alzados los dedos
medio e índice. »
Quedaba según se acaba de ver,
totalmente resuelta la cuestión
que es objeto de todo el párrafo VII del capítulo PARIS de la presente obra, y de la que, ahora, podrá el lector enterarse a fondo. El engaño había sido,
pues, descubierto, y perfectamente
establecida la verdad, cuando Emile-Jules Grillot de Givry, unos tres años más tarde, y con referencia al pilar central del pórtico sur de Nótre-Dame,
escribió en su Museo de los brujos las
líneas que siguen:
«La estatua de san Marcelo, que se encuentra actualmente en el
pórtico de Nótre-Dame, es una reproducción moderna que no tiene valor
arqueológico; forma parte de la restauración de los arquitectos Lassus y
Viollet-le-Duc. La estatua verdadera, del siglo XIV, se encuentra actualmente
confinada en un rincón de la gran sala de las Termas del Museo de Cluny, donde
la hemos hecho fotografiar (fig. 342).
Se observará que el báculo del obispo se hunde en la boca del dragón,
condición esencial para que sea legible el jeroglífico, e indicación de que es
necesario un rayo celeste para encender el hornillo de Atanor. Ahora bien, en
una época que podemos situar a mediados del siglo xvi, esta antigua estatua fue
quitada del pórtico y sustituida por otra en la que el báculo del obispo, para
contrariar a los alquimistas y destruir su tradición, había sido deliberadamente
acortado, de modo que ya no tocaba la boca del dragón. Puede verse esta diferencia en nuestra figura
344, donde aparece la antigua estatua, tal como era antes de 1860.
Viollet-le-Duc la hizo quitar y la reemplazó por una copia bastante exacta de
la del Museo de Cluny, restituyendo así al pórtico de Nótre-Dame su verdadera
significación alquímica.»
¡Menudo embrollo éste, por no decir algo peor, según
el cual
se habría introducido, en suma, en el siglo xvi, una tercera estatua entre la bella reliquia depositada
en Cluny y la copia moderna, visible
en la catedral de la Cité desde hace más de cien años! De esta estatua del Renacimiento, ausente de los archivos e ignorada en las obras más
eruditas, Grillot de Givry nos da, en
apoyo de su al menos gratuito aserto, una fotografía de la cual Bernard Husson fija deliberadamente fecha y la hace un daguerrotipo. He aquí la leyenda
que, al pie del clisé, renueva su
insostenible justificación:
Fig. 344.-ESTATUA DEL SIGLO XVI
REEMPLAZADA,
HACIA 1860, POR UNA COPIA DE LA
EFIGIE PRIMITIVA.
Pórtico de N.-D. de París.
(Colección del autor.)
Desgraciadamente para esta imagen el
presunto san Marcelo no
empuña en ella el báculo episcopal que le presta la pluma de Glillot, decididamente perdido e
imposible de identificar. Como
máximo, distinguimos en la mano izquierda del prelado chancero y terriblemente barbudo, una especie de barra gruesa desprovista en su extremo superior de la
voluta adornada que hubiera podido
convertirla en báculo episcopal
Pretendíase, evidentemente, que el
lector infiriese, del texto y de la ilustración que esta escultura del
siglo XVI -oportunamente inventada- era la misma que Cambriel «al pasar un día ante la iglesia de Nótre-Dame de París,
examinó con gran atención», ya que el
autor declara, en la cubierta misma de su Curso de Filosofía, que terminó este libro en enero de 1829.
Así quedaban acreditados la descripción y
el dibujo, debidos al alquimista de
Saint-Paui-de-Fenouillet, los cuales se complementan en el error, en tanto que
el irritante Fulcanelli, demasiado afanoso de exactitud y de franqueza, quedaba
convicto de ignorancia y de error
inconcebible. Ahora bien la conclusión en
este sentido, no es tan sencilla,- así podemos comprobarlo, desde ahora, en el grabado de François
Cambriel donde el obispo es portador
de un báculo pastoral sin duda acortado, pero bien completo con su ábaco y su porción en espiral.
No nos detendremos en la explicación
dada por Grillot de Givry,
reabnente ingenioso pero un tanto elemental del acortamiento de la verga
pastoral (virga pastoralis); por el
contrario, no podemos dejar de
denunciar el hecho singular de que, con toda evidencia trató de combatir, sin
traerla a la memoria -inocentemente, precisará
Jean Reyor, pretendiendo que todo ocurrió
de manera fortuita-, la pertinente corrección de El misterio de las
catedrales, del cual es imposible que una
inteligencia tan avisada, y curiosa como la suya no tuviera conocimiento. En
efecto, este primer libro de Fulcanelli había sido publicado en junio de 1926, mientras que El museo de los brujos -fechado en París el 20 de noviembre de 1928
apareció en febrero de 1929, una semana después de la muerte repentina de su autor.
En aquella época, el procedimiento,
que no nos pareció demasiado
honrado, nos produjo
tanta sorpresa como dolor y nos desconcertó
profundamente. Ciertamente, jamás habríamos hablado de ello, si, después de Marcel Clavelle -alias Jean Reyor-, no hubiese experimentado
recientemente Bernard Husson la inexplicable necesidad, a treinta y dos años de
distancia, de volver a lanzar la
piedra y venir en auxilio de Cambriel. Nos
limitaremos a dar aquí la jactanciosa opinión del primero -en el Velo de Isis, de noviembre de 1932-, puesto que el segundo la hizo suya íntegramente, sin
reflexionar y sin mostrar el escrúpulo
que hubiera debido sentir por tratarse del Adepto admirable y del Maestro común:,
«¡Todo el mundo comparte la virtuosa indignación de Fulcanelli! Pero lo más lamentable es la ligereza de este
autor, dadas las circunstancias. Veremos a continuación que no había motivos
para acusar a Cambriel de "artificio", de "superchería" y
de "descaro".
»Pongamos la cosa en su punto: el pilar que se encuentra actualmente en el
pórtico de Nótre-Dame es una reproducción moderna que forma parte de la
restauración de los arquitectos Lassus y Viollet-le-Duc, efectuada hacia 1860.
El pilar primitivo se encuentra confinado en el Museo de Cluny. Sin embargo,
hemos de decir que el pilar actual reproduce con bastante fidelidad, en su
conjunto, el del siglo xvi, a excepción de algunos motivos del zócalo. En todo
caso, ninguno de estos dos pilares corresponde a la descripción y a la figura
dadas por Cambriel y reproducidas inocentemente por un conocido ocultista. Y,
no obstante, Cambriel no trató en modo alguno de engañar a sus lectores.
Describió e hizo dibujar fielmente el pilar que podían contemplar todos los
Parisienses de 1843. Y es que existe un tercer pilar de san Marcelo,
reproducción infiel del pilar primitivo, y es este pilar el que fue
reemplazado, hacia 1860, por la copia más exacta que vemos en la actualidad.
Aquella reproducción infiel presenta, ciertamente, todas las características
señaladas por el buen Cambriel. Éste, lejos de ser falaz, fue, por el
contrario, engañado por la poca escrupulosa copia, pero su buena fe queda
absolutamente fuera de toda duda, y esto es lo que queríamos dejar bien
sentado.»
A fin de mejor lograr su propósito, Grillot de Givry
-el conocido ocultista citado por Jean Reyor- presentó, en El
museo de los brujos, sin ninguna
referencia, como hemos podido ver,
una prueba fotográfica cuyo clisé en similor denota su confección reciente. ¿Cuál es, en el fondo, el valor exacto de este documento que utilizó para reforzar su
texto y rebatir, con todas las
apariencias de la irrefutabilidad eljuicio imparcial de Fulcanelli sobre François Cambrie; juicio tal vez severo, pero indudablemente fundado, que Grillot de
Givry, según sabemos también, se guardó muy bien de señalar? Ocultista en el sentido más absoluto, mostróse no menos
discreto en cuanto a la procedencia
de su sensacional fotografía...
¿No será, sencillamente, que esta imagen
representativa de la
estatua removida en el pasado siglo, cuando los trabajos de Viollet-le-Duc, fue tomada en lugar distinto
de Nótre-Dame de París, o que fuera
incluso reproducción de un personaje muy distinto del obispo Marcellus de la antigua Lutecia.. ?
En la iconografía cristiana, son muchos los santos que tienen a su vera el
dragón agresivo o sumiso, entre ellos podemos citar a Juan Evangelista, Jaime el Mayor, Felipe, Miguel, Jorge Y Patricio. Sin embargo, san Marcelo es el
único que toca, con el báculo, la
cabeza del monstruo, de acuerdo con el respeto que los pintores y escultores del pasado sintieron siempre por su leyenda. Ésta es muy rica, y entre
los últimos hechos del obispo se cuenta el que (inter novissima ejus opera hoc annumeratur) refiere el padre
Gérard Dubois d'Orléans (Gerardo Dubois Aurelianensi) en su Historia de
la Iglesia de París (in Histona Ecclesiae
Panswnsis), y que resumimos aquí, traduciéndolo del texto latino
:
«Cierta dama, más ilustre por la
nobleza de su linaje que por
las costumbres y la fama de una buena reputación, acabó su destino y, después, en pomposas exequias,
fue depositada en la tumba, digna y
solemnemente. A fin de castigarla por la violación de su lecho, una horrible serpiente avanza hacia la sepultura de la mujer, se alimenta de sus
miembros y de su cadáver, cuya alma
había corrompido con sus silbidos funestos. No la deja descansar en el lugar del descanso. Pero, aserrados por el ruido, los viejos servidores de la
dama se espantaron en grado sumo, y
la multitud de la ciudad empezó a acudir al espectáculo y a alarmarse a la vista del enorme animal..
»Advertido el bienaventurado
prelado, sale con el pueblo y ordena que los ciudadanos se mantengan como
espectadores. En cuanto a él, sin
asustarse, se planta ante el dragón... el
cual como si fuera un suplicante, se
postra a las rodillas del santo
obispo y parece adularle y pedirle gracia. Entonces Marcelo, golpeándole la
cabeza con su báculo, le arrojó encima su estola [Tum Marcellus caput ejus baculo percutiens, in eum orarium (1) injecit]; conduciéndole en
círculo durante dos o tres millas,
seguido por el pueblo, tiraba (extrahebat) su marcha solemne ante los ojos de los ciudadanos. Después, apostrofó a la bestia y le ordenó que, desde mañana, o
permaneciese perpetuamente en los desiertos, o fuese a arrojarse al mar ..
»
Digamos, de paso, que casi no hace
falta destacar, aquí la alegoría
hermética en que se distinguen las dos vías, seca y húmeda. Corresponde exactamente al 50º emblema de Michel Maier, en su Atalanta Fulgiens, en el cual el dragón aprisiona a una mujer vestida, que yace inerte, en el
esplendor de su madurez, en el fondo
de una fosa igualmente violada.
Pero volvamos a la presunta estatua
de san Marcelo, discípulo y sucesor de Prudencio, la cual según Grillot de
Givry, fue
colocada a mediados del siglo xvi en el entrepaño del
(1) Orariun4 quod vulgo stola dicitur. (Glossarium Cangii) Orarium, lo que se llama generalmente
estola. (Glosario de Du Cange.)
pórtico sur de Nótre-Dame, es decir, en el lugar de la
admirable reliquia
conservada en la orilla izquierd en el museo de Cluny. Precisemos que la efigie hermética se alberga actualmente en la torre septentrional de su primera morada.
A fin de rechazar sólidamente la veracidad de esta afirmación,
desprovista de todo fundamento, podemos alegar el irrecusable testimonio del
señor Esprit Gobineau de Montluisant, gentilhombre
privilegiado, en su Explicación muy curiosa de los enigmas y figuras
jeroglíficas, físicas, que están en el Gran Pórtico de la iglesia catedral y
metropolitana de NótreDame de París. Ved
cómo nuestro testigo ocular, «estudiando atentamente» las esculturas, nos da la prueba de que el alto relieve transportado a la calle del
Sommerard por Viollet-leDuc, se encontraba en el pilar de en medio del pórtico
de la derecha, «el miércoles 20
de mayo de 1640, víspera de la gloriosa Ascensión de Nuestro Salvador
Jesucristo»:
«En el pilar que está en medio y que
separa las dos puertas de
este pórtico, se encuentra todavía la figura de un obispo, que introduce su báculo en la boca de un
dragón que yace bajo sus pies y que
parece salir de un baño ondulante, en cuyas
ondas aparece la cabeza de un Rey, con triple corona, que parece ahogarse en las ondas y salir después de ellas nuevamente. »
El relato histórico, patente y
decisivo, no preocupó en demasía a Marcel Clavelle (Jean Reyor, de seudónimo),
el cual se vio
entonces obligado, para salir de apuros, a trasladar a los tiempos de Luis XIV el nacimiento de la
estatua, absolutamente desconocida
hasta que Grillott la inventó bruscamente, de buena o de mala fe. Turbado de manera semejante por la misma prueba, tampoco Bemard Husson sale muy
airoso del paso, sosteniendo, por las
buenas, que la mención siglo xvi de
la Página 407 de El museo de los
brujos es una errata tipográfica, afortunadamente rectificada en el epígrafe
por siglo xvii, cosa que, como ha podido verse más arriba, no se
descubre de manera alguna.
Además, y con mengua de la
exactitud, ¿no supone una irreflexión
inconcebible el hecho de admitir que un restaurador del período de los Valois transportase, cediendo a su propia Iniciativa, a un tiempo culpable y singular,
a un museo inexistente en su época, la magnífica estatua que, indudablemente,
sólo se conserva en él desde hace un
siglo y pico, a una sala de las
Termas exhumadas, junto al delicioso palacio reconstruido por Jacques d´Ambroise? ¡Y qué extraño
parecería, en consecuencia, que este arquitecto del siglo xvi hubiese mostrado,
por la efigie gótica e imberbe que se
dice sustituyó, un afán de conservación
que el cuidadoso Viollele-Duc no había de mostrar, trescientos años más tarde,
por el obispo barbudo, obra de su
remoto y anónimo colega!
Ciertamente, pudo haber ocurrido que
Marcel Clavelle y Bernard
Husson, sucesivamente, se dejasen cegar tontamente por el intenso placer de pillar en un error al gran Fulcanelli pero que Grillot de Givry no viera la enorme
falta de lógica de su inconsecuente
refutación es algo totalmente imposible de digetir.
Por lo demás, creo que todos
convendrán conmigo en que importaba
mucho, en ocasión de esta tercera edición de El misterio de las catedrales,
dejar claramente establecido lo bien fundado de la repulsa de Fulcanelli en
lo que atañe a Cambriel y disipar por
ende, de modo radical el lamentable equívoco
creado por Grillot de Givry; es decir, si así se prefiere, poner realmente en su punto y cerrar
definitivamente una controversia que sabíamos tendenciosa y carente de
verdadero objeto.
Savignies, julio de 1964
EUGÉNE CANSELIET
EL MISTERIO DE LAS CATEDRALES
I
La más fuerte
impresión de nuestra primera juventud -teníamos a la sazón siete años-, de la
que conservamos todavía vívido un recuerdo, fue la emoción que provocó, en
nuestra alma de niño, la vista de una catedral gótica. Nos sentimos
inmediatamente transportados, extasiados, llenos de admiración, incapaces de
sustraernos a la atracción de lo maravilloso, a la magia de lo espléndido, de
lo inmenso, de lo vertiginoso que se desprendía de esta obra más divina que
humana.
Después, la visión se transformó; pero la impresión permanece.
Y, si el hábito ha modificado el carácter vivo y patético del primer contacto,
jamás hemos podido dejar de sentir una especie de arrobamiento ante estos
bellos libros de imágenes que se levantan en nuestra plaza y que despliegan
hasta el cielo sus hojas esculpidas en piedra.
¿En qué lenguaje, por qué medios, podríamos expresarles
nuestra admiración, testimoniarles nuestro reconocimiento y todos los
sentimientos de gratitud que llena nuestro corazón, por todo lo que nos han
enseñado a gustar, a conocer, a descubrir, esas obras maestras mudas, esos
maestros sin palabras y sin voz?
¿Sin palabras y sin
voz? ¡Qué estamos diciendo! Si estos libros lapidarios tienen sus letras
esculpidas, frases en bajorrelieves y pensamientos en ojivas, tampoco dejan de
hablar por el espíritu imperecedero que se exhala de sus páginas. Más claros
que sus hermanos menores, manuscritos e impresos, poseen sobre éstos la ventaja
de traducir un sentido único, absoluto, de expresión sencilla, de
interpretación ingenua y pintoresca, un sentido expurgado de sutilezas, de
alusiones, de equívocos literarios.
«La lengua de piedras que habla este arte nuevo, dice con gran
propiedad J. F. Colfs (I) es a la vez clara y sublime. Por esto, habla al alma
de los más humildes como a la de los más cultos. ¡Qué lengua tan patética es el
gótico de piedras! Una lengua tan patética, en efecto, que los cantos de un Orlando
de Lasso o de un Palestrina, las obras para órgano de un Haendel o de un
Frescobaldi, la orquestación de un Beethoven o de un Cherubini, o, lo que es
todavía más grande, el sencillo y severo canto gregoriano, no hacen sino
aumentar las emociones que la catedral nos produce por sí sola. ¡Ay de aquellos
que no admiran la arquitectura gótica, o, al menos, compadezcámosles como a
unos desheredados del corazón!»
Santuario de la Tradición, de la Ciencia y del Arte, la
catedral gótica no debe ser contemplada como una obra únicamente dedicada a la
gloria del cristianismo, sino más bien como una vasta concreción de ideas, de
tendencias y de fe populares, como un todo perfecto al que podemos acudir sin
temor cuando tratamos de conocer el pensamiento de nuestros antepasados, en
todos los terrenos: religioso, laico, filosófico o social.
Las atrevidas
bóvedas, la nobleza de las naves, la amplitud de proporciones y la belleza de
ejecución, hacen de la catedral una obra original, de incomparable armonía,
pero que el ejercicio del culto parece no tener que ocupar enteramente.
Si el recogimiento, bajo la luz espectral y policroma de las altas
vidrieras, y el silencio invitan a la oración y predisponen a la meditación, en
cambio, la pompa, la estructura y la ornamentación producen y reflejan, con
extraordinaria fuerza, sensaciones menos edificantes, un ambiente más laico y,
digamos la palabra, casi pagano. Allí se pueden discernir, además de la
inspiración ardiente nacida de una fe robusta, las mil preocupaciones de la grande
alma popular, la afirmación de su conciencia y de su voluntad propia, la imagen
de su pensamiento en cuanto tiene éste de complejo, de abstracto, de esencial,
de soberano.
Si venimos a este edificio para asistir a los oficios divinos,
si penetramos en él siguiendo los entierros o formando parte del alegre cortejo
de las fiestas sonadas, también nos apretujamos en él en otras muchas y
distintas circunstancias. Allí se celebran asambleas políticas bajo la
presidencia del obispo; allí se discute el precio del grano y del ganado; los
tejedores establecen allí la cotización de sus paños; y allí acudimos a buscar
consuelo, a pedir consejo, implorar perdón. Y apenas si hay corporación que no
haga bendecir allí la obra maestra del nuevo compañero y que no se reúna allí,
una vez al año, bajo la protección de su santo patrón.
Otras ceremonias, muy del gusto de la multitud, celebrábanse
también allí durante el bello período medieval.
Una de ellas era la Fiesta de los
locos -o de los sabios-, kermesse hermética procesional, que salía de la
iglesia con su papa, sus signatarios, sus devotos y su pueblo -el pueblo de la
Edad Media, ruidoso, travieso, bufón, desbordante de vitalidad, de entusiasmo y
de ardor-, y recorría la ciudad... Sátira hilarante de un clero ignorante,
sometido a la autoridad de la Ciencia
disfrazada, aplastado bajo el peso de una indiscutible superioridad. ¡Ah,
la Fiesta de los locos, con su carro del
Triunfo de Baco, tirado por un centauro macho y un centauro hembra,
desnudos como el propio dios, acompañado del gran Pan; carnaval obsceno que
tomaba posesión de las naves ojivales! ¡Ninfas y náyades saliendo del baño;
divinidades del Olimpo, sin nubes y sin enaguas: Juno, Diana, Venus y Latona,
dándose cita en la catedral para oír misa! ¡Y qué misa! Compuesta por el iniciado Pierre de Corbeil,
arzobispo de Sens, según un ritual pagano, y en que las ovejas de 1220 lanzaban
el grito de gozo de las bacanales: ¡Evohé! ¡Evohé!, y los hombres del coro
respondían, delirantes:
Haec est clara dies clararum clara
dierum!
Haec est festas dies festarum festa
dierum! (2)
Otra era la Fiesta del
asno, casi tan fastuosa como la anterior, con la entrada triunfal, bajo los
arcos sagrados, de maitre Alibororn, cuya
pezuña hollaba antaño el suelo judío de Jerusalén. Nuestro glorioso Cristóforo
era honrado en un oficio especial en que se exaltaba, después de la epístola, ese poder
asnal que ha valido a la Iglesia el oro de Arabia, el incienso y la mirra del país de Saba Parodia grotesca que el
sacerdote, incapaz de comprender, aceptaba en silencio, inclinada la frente
bajo el peso del ridículo que vertían a manos llenas aquellos burladores del país de Saba, o Caba,
¡los cabalistas en persona! Y es el propio cincel de los maestros imaginemos de la época, el que nos
confima estos curiosos regocijos. En
efecto, en la nave de Nótre-Dame de Estrasburgo, escribe Witkowski (3), «el
bajorrelieve de uno de los capiteles de las grandes columnas reproduce una
procesión satírica en la que vemos un cerdito, portador de un acetre, seguido
de asnos revestidos con hábitos sacerdotales y de monos provistos de diversos
atributos de la religión, así como una zorra encerrada en una urna. Es la Procesión de la zorra o de la Fiesta del asno». Añadamos que una
escena idéntica, iluminada, figura en el folio 40 del manuscrito núm. 5.055 de
la Biblioteca Nacional.
Había, en fin, ciertas costumbres chocantes que traslucen un
sentido hermético a menudo muy duro,
que se repetían todos los años y que tenían por escenario la iglesia
gótica, como la Flagelación del Aleluya, en
que los monaguillos arrojaban, a fuertes latigazos, sus sabots (4) zumbadores fuera de las naves de la catedral de Langres;
el Entierro del Carnaval; la Diablería de
Chaumont; las procesiones y banquetes
(2) ¡Este día es célebre entre
los días célebres!
¡Este día es de fiesta entre los días de fiesta!
(3) G. J. Witkowski, LArt profane á 1'Eglise.
Extranjero. París, Schemit, 1908, página 35.
(4) Trompo con perfil de Tau o Cruz.
En cábala, sabot equivale
a cabot o chabot, el chat botié (gato con botas) de los Cuentos de la Madre Oca. El roscón de
Reyes contiene a veces un sabot en
vez de un haba.
de la Infantería de Dijon, último
eco de la Fiesta de los locos, con su Madre
loca, sus diplomas rabelesianos, su estandarte en el que dos hermanos, con
la cabeza gacha, se divertían mostrando las
nalgas; el singular Juego de pelota, que
se disputaba en la nave de San Esteban de la catedral de Auxerre y desapareció
allá por el año 1538; etcétera.
II
La catedral es el refugio hospitalario de todos los
infortunios. Los enfermos que iban a Nótre-Dame de París a implorar a Dios
alivio para sus sufrimientos permanecían allí hasta su curación completa. Se
les destinaba una capilla, situada cerca de la segunda puerta y que estaba
iluminada por seis lámparas. Allí
pasaban las noches. Los médicos evacuaban sus consultas en la misma entrada de
la basílica, alrededor de la pila del agua bendita. Y también allí celebró sus
sesiones la Facultad de Medicina, al abandonar la Universidad, en el siglo XIII,
para vivir independiente, y donde permaneció hasta 1454, fecha de su última
reunión, convocada por Jaeques Desparts.
Es asilo inviolable de los perseguidos y sepulcro de los
difuntos ilustres. Es la ciudad dentro de la ciudad, el núcleo intelectual y moral
de la colectividad, el corazón de la actividad pública, el apoteosis del
pensamiento, del saber y del arte.
Por la abundante floración de su ornato, por la variedad de
los temas y de las escenas que la adornan, la catedral aparece como una
enciclopedia muy completa y variada -ora ingenua, ora noble, siempre viva- de
todos los conocimientos medievales. Estas esfinges de piedra son, pues,
educadoras, iniciadoras primordiales.
Este pueblo de quimeras erizadas, de juglares, de mamarrachos,
de mascarones y de gárgolas amenazadoras -dragones, vampiros y tarascas-, es el
guardián secular del patrimonio ancestral. El arte y la ciencia, concentrados
antaño en los grandes monasterios, escapan del laboratorio, corren al edificio,
se agarran a los campanarios, a los pináculos, a los arbotantes, se cuelgan de
los arcos de las bóvedas, pueblan los nichos, transforman los vidrios en gemas
preciosas, los bronces en vibraciones sonoras, y se extienden sobre las
fachadas en un vuelo gozoso de libertad y de expresión.¡Nada más laico que el
exoterismo de esta enseñanza! Nada más humano que esta profusión de imágenes
originales, vivas, libres, movedizas, pintorescas, a veces desordenadas y
siempre interesantes; nada más emotivo que estos múltiples testimonios de la
existencia cotidiana, de los gustos, de los ideales, de los instintos de
nuestros padres; nada más cautivador, sobre todo, que el simbolismo de los
viejos alquimistas, hábilmente plasmados por los modestos escultores
medievales. A este respecto, Nótre-Dame de París es, incontestablemente, uno de
los ejemplares más perfectos, y, como dijo Víctor Hugo, «el compendio más cabal
de la ciencia hermética, de la cual la iglesia de Saint-Jacques-la-Boucherie
era un jeroglífico completo».
Los alquimistas del siglo XIV se reúnen en ella, todas las
semanas, el día de Satumo, ora en el pórtico principal, ora en la puerta de san
Marcelo, ora en la pequeña Puerta Roja, toda ella adornada de salamandras.
Denys Zachaire nos dice que esta costumbre subsistía todavía en el año 1539, los domingos
y días festivos, y Noél du Fail declara que la gran reunión de tales
académicos tenía lugar en Nótre-Dame de Pads
(1).
Allí, bajo el brillo
cegador de las ojivas pintadas y doradas (2), de los cordones de los arcos, de
los tímpanos de figuras multicolores, cada cual exponía el resultado de sus
trabajos o explicaba el orden de sus investigaciones. Se emitían
probabilidades; se discutían las posibilidades; se estudiaban en su mismo lugar
la alegoría del bello libro, y esta exégesis abstrusa de los misteriosos
símbolos no era la parte menos animada de estas reuniones.
Siguiendo a Gobineau de Montluisant, Cambriel y tutti quanti vamos a emprender la piadosa peregrinación, a hablar con las
piedras y a interrogarlas. ¡Lástima que sea tan tarde! El vandalismo de
Soufflot destruyó en gran parte lo que en el siglo xvi podía admirar el
alquimista. Y, si el arte debe mostrarse agradecido a los eminentes arquitectos
Toussaint, Geffroy Dechaume, Boeswillwald, Viollet-le-Duc y Lassus, que
restauraron la basílica odiosamente profanada por la Escuela, en cambio la
Ciencia no recobrará jamás lo que perdió.
Sea como fuere, y a
pesar de estas lamentables mutilaciones, los motivos que aún subsisten son lo
bastante numerosos para que no tengamos que lamentar el tiempo y el trabajo que
nos cueste la visita. Nos consideraremos
satisfechos y pagados con creces de nuestro esfuerzo, si logramos despertar la
curiosidad del lector, retener la atención del observador sagaz y demostrar a
los amantes de lo oculto que no es imposible descubrir el sentido del arcano
disimulado bajo la corteza petrificada del prodigioso libro mágico.
III
Ante todo, debemos decir unas palabras sobre el término gótico, aplicado al arte francés que
impuso sus normas a todas las producciones de la Edad Media, y cuya irradiación
se extiende desde el siglo xu al xv.
Algunos pretendieron, equivocadamente, que provenía de los Godos, antiguo pueblo de Germania;
otros creyeron que se llamó así a esta forma de arte, cuya originalidad y cuya
extraordinaria singularidad era motivo de escándalo en los siglos xvii y xviii,
en son de burla, dándole el sentido de bárbaro.-
tal es la opinión de la escuela clásica, imbuida de los principios
decadentes del Renacimiento.
Empero, la verdad, que brota de la boca del pueblo, ha
sostenido y conservado la expresión arte
gótico, a pesar de los esfuerzos de la Academia para sustituirla por la de arte ojival
Existe aquí un motivo oscuro que hubiera debido hacer reflexionar a
nuestros lingüistas, siempre al acecho de etimologías. ¿Por qué, pues, han sido
tan pocos los lexícólogos que han acertado? Por la sencilla razón de que la
explicación debe buscarse en el origen
cabalístico de la palabra más que en su raíz
literal.
Algunos autores perspicaces y menos superficiales, impresionados
por la semejanza que existe entre gótico
y goético, pensaron que había de existir una relación estrecha entre el Arte gótico y el Arte goético o mágico.
Para nosotros, arte
gótico no es más que una deformación ortográfica de la palabra argótico cuya homofonía es perfecta, de
acuerdo con la ley fonética que rige,
en todas las lenguas y sin tener en cuenta la ortografía, la cábala
tradicional. La catedral es una obra de arth goth o de argot. Ahora bien, los
diccionarios definen el argot como
«una lengua particular de todos los individuos que tienen interés en comunicar
sus pensamientos sin ser comprendidos por los que les rodean» Es, pues, una cábala hablada. Los argotiers, o sea,
los que utilizan este lenguaje, son descendientes herméticos de los argo-nautas, los cuales mandaban la nave
Argos, y hablaban la lengua argótica mientras bogaban hacia las
riberas afortunadas de Cólquida en busca del famoso Vellocino de Oro. Todavía
hoy, decimos del hombre muy inteligente, pero también muy astuto: lo sabe todo, entiende el argot. Todos
los Iniciados se expresaban en argot, lo
mismo que los truhanes de la Corte de los
milagros -con el poeta Villon a la cabeza- y que los Frimasons, o francmasones de la Edad Media, «posaderos del buen
Dios», que edificaron las obras maestras argóticas
que admiramos en la actualidad. También ellos, estos nautas constructores, conocían el camino que conducía al Jardín de
las Hespérides...
Todavía en nuestros días, los humildes, los miserables, los
despreciados, los rebeldes ávidos de libertad y de independencia, los
proscritos, los vagabundos y los nómadas, hablan el argot, este dialecto maldito, expulsado de la alta sociedad de los
nobles, que lo son tan poco, y de los burgueses bien cebados y
bienintencionados, envueltos en el armiño de su ignorancia y de su fatuidad. El
argot ha quedado en lenguaje de una
minoría de individuos que viven fuera de las leyes dictadas, de las
convenciones, de los usos y del protocolo, y a los que se aplica el epíteto de voyous, es decir, videntes, y la todavía más expresiva de hijos o criaturas del sol. El
arte gótico es, en efecto, el art got o
cot (Xo), el arte de la Luz o del
Espíritu.
Alguien pensará, tal vez, que éstos son simples juegos de palabras. Lo
admitimos de buen grado. Lo esencial es
que guían nuestra fe hacia una certeza, hacia la verdad positiva y científica,
clave del misterio religioso, y no la mantienen errante en el dédalo caprichoso
de la imaginación. No hay, aquí abajo, casualidad, ni coincidencia, ni relación
fortuita; todo está previsto, ordenado, regulado, y no nos corresponde a
nosotros modificar a nuestro antojo la voluntad inescrutable del Destino. Si el
sentido corriente de las palabras no nos permite ningún descubrimiento capaz de
elevarnos, de instruirnos, de acercarnos al Creador, entonces el vocabulario se
vuelve inútil. El verbo, que asegura al hombre la superioridad indiscutible, la
soberanía que posee sobre todo lo viviente, pierde entonces su nobleza, su
grandeza, su belleza, y no es más que una triste vanidad. Sí; la lengua,
instrumento del espíritu, vive por sí misma, aunque no sea más que el reflejo
de la Idea universal. Nosotros no inventamos nada, no creamos nada. Todo está
en todo. Nuestro microcosmos no es más que una partícula ínfima, animada,
pensante, más o menos imperfecta, del macrocosmos. Lo que creemos descubrir por
el solo esfuerzo de nuestra inteligencia existe ya en alguna parte. La fe nos
hace presentir lo que es; la revelación nos da de ello la prueba absoluta. A
menudo flanqueamos el fenómeno -léase milagro-, sin advertirlo, ciegos y
sordos. ¡Cuántas maravillas, cuántas cosas insospechadas no descubriríamos, si
supiésemos disecar las palabras, quebrar su corteza y liberar su espíritu, la
divina luz que encierra! Jesús se
expresó sólo en parábolas: ¿podemos negar la verdad que éstas enseñan? Y, en la
conversación corriente, ¿no son acaso los equívocos, las sinonimias, los
retruécanos o las asonancias, lo que caracteriza a las gentes de ingenio, felices de escapar a la tiranía de la letra y mostrándose, a su manera,
cabalistas sin saberlo?
Añadamos, por último, que el argot es una de las formas derivadas de la Lengua de los pájaros, madre y decana de todas las demás, la lengua
de los filósofos y de los diplomáticos.
Es aquella cuyo conocimiento revela Jesús a sus apóstoles, al enviarles su
espíritu, el Espíritu Santo. Es ella
la que enseña el misterio de las cosas y descorre el velo de las verdades más
ocultas. Los antiguos incas la llamaban Lengua
de Corte, porque era muy empleada por
los diplomáticos, a los que daba la
clave de una doble ciencia, la
ciencia sagrada y la ciencia profana. En la Edad Media, era calificada de Gaya ciencia o Gay saber, Iengua de los
dioses, Diosa-Botella (1). La Tradición afirma que los hombres la hablaban
antes de la construcción de la torre de
Babel (2), causa de su perversión y, para la mayoría, del olvido total de
este idioma sagrado. Actualmente, fuera
del argot, descubrimos sus
características en algunas lenguas locales, tales como el picardo, el
provenzal, etcétera, y en el dialecto de los gitanos.
Según la mitología, el célebre adivino Tiresias (3) tuvo un
conocimiento perfecto de la Lengua de los
pájaros, que le habría enseñado Minerva, diosa de la Sabiduría. La compartió, según dicen, con Tales de Míleto, Melampo y Apolonio de Tiana (4), personajes imaginarios cuyos nombres hablan
elocuentemente, en la ciencia que nos ocupa, y lo bastante claramente para que
tengamos necesidad de analizarlos en estas páginas.
IV
Con raras excepciones, el plano de las iglesias góticas,
catedrales, abadías o colegiatas, adopta la forma de una cruz latina tendida en
el suelo. Ahora bien, la cruz es el jeroglífico alquímico del crisol (creuset),
al que se llamaba antiguamente (en francés) cruzoz
crucible y croiset (según Ducange, en el latín de la decadencia, crucibulum, crisol, tenía por raíz, crux, crucis, cruz)
Efectivamente, es en el crisol donde la materia prima, como el
propio Cristo, sufre su Pasión; es en el crisol donde muere para resucitar
después, purificada, espiritualizada, transformada. Por otra parte, ¿acaso el
pueblo, fiel guardián de las tradiciones orales, no expresa la prueba terrenal
humana mediante parábolas religiosas y símiles herméticos? Llevar su cruz,
subir al Calvario, pasar por el crisol de
la existencia, son otras tantas alocuciones corrientes donde encontramos
idéntico sentido bajo un mismo simbolismo.
No olvidemos que, alrededor de la cruz luminosa vista en sueños por Constantino, aparecieron estas
palabras proféticas que hizo pintar en su labarum:
In hoc signo vinces; vencerás por este signo. Recordad también, hermanos alquimistas,
que la cruz tiene la huella de los tres
clavos que se emplearon para inmolar al Cristo-materia, imagen de las tres
purificaciones por el hierro y por el fuego.
Meditad igualmente sobre este claro pasaje de san Agustín en su Diálogo con Trifón (Dialogus cum Tryphone, 40): «El misterio del cordero que Dios había ordenado inmolar
en Pascua -dice- era la figura del
Cristo, con la que los creyentes pintan sus moradas; es decir, a ellos mismos,
por la fe que tienen en Él. Ahora bien, este
cordero que la ley ordenaba que fuera
asado entero era el símbolo de la
cruz que el Cristo debía padecer. Pues el cordero, para ser asado, es
colocado de manera que parece una cruz: una de las ramas lo atraviesa de parte
a parte, desde la extremidad inferior hasta la cabeza; la otra le atraviesa las
espaldillas, y se atan a ella las patas anteriores del cordero (el griego dice., las manos, XE¿PC:9).»
La cruz es un símbolo muy antiguo, empleado desde siempre, en todas las
religiones, en todos los pueblos, y erraría quien la considerase como un
emblema especial del cristianismo, según ha demostrado cumplidamente el abate
Ansault (1). Diremos incluso que el plano de los grandes edificios religiosos
de la Edad Media, con su adición de un ábside semicircular o elíptico soldado
al coro, adopta la fonna del signo hierático egipcio de la cruz ansada que se lee ank y
designa la vida universal oculta en
las cosas. Podemos ver un ejemplo de
ello en el museo de Saint-Germain-en-Laye, en un sarcófago cristiano procedente
de las criptas arlesianas de Saint-Honorat. Por otra parte, el equivalente
hermético del signo ank es el emblema
de Venus o Ciprina (en griego,
Kv7rpLg, o sea, la impura), el cobre vulgar que algunos, para velar todavía más
su sentido, han traducido por bronce y
latón. «Blanquea el latón y quema tus libros», nos repiten todos los buenos
autores, Kv7rpo@ es la misma palabra que Y,ov(ppog,
es decir, azufre, el cual, en
este caso, tiene la significación de estiércol, fiemo, excremento, basura. «El
sabio encontrará nuestra piedra hasta en el estiércol -escribe el Cosmopolita-,
mientras que el ignorante no podrá creer que se encuentre en el oro»
Y es así como el
plano del edificio cristiano nos revela las cualidades de la materia prima, y
su preparación, por el signo de la Cruz, lo cual, para los
alquimistas, tiene por resultado la obtención de la Primera piedra, piedra angular de la Gran Obra filosofal. Sobre
esta piedra edificó Jesús su iglesia;
y los francmasones medievales siguieron simbólicamente el ejemplo divino. Pero,
antes de ser tallada para servir de base a la obra de arte gótica, y también a
la obra de arte filosófica, dábase a menudo a la piedra bruta, impura, material
y grosera, la imagen del diablo.
Nótre-Dame de París
poseía un jeroglífico semejante, que se encontraba bajo la tribuna, en el
ángulo del recinto del coro. Era una figura de diablo, que abría una boca
enorme, en la cual apagaban los fieles sus cirios; de suerte que el bloque
esculpido aparecía manchado de cera y de negro de humo. El pueblo llamaba a
esta imagen Maistre Pierre du Coignet, cosa que no dejaba de confundir
a los arqueólogos. Ahora bien, esta
figura, destinada a representar la materia inicial de la Obra, humanizada bajo
el aspecto de Lucifer (portador de luz, la estrella de la mañana),
era el símbolo de nuestra piedra
angular, la Piedra del rincón, la piedra
maestra del rinconcito. «La
piedra que los constructores rechazaron -escribe Amyraut (2)- ha sido
convertida en la piedra maestra del
ángulo, sobre la que descansa toda la estructura del edificio; pero es
también escollo y piedra de escándalo, contra la cual tropiezan para su
desgracia» En cuanto a la talla de esta piedra angular, queremos decir su
preparación, podemos verla expresada en un bello bajo relieve de la época,
esculpido en el exterior del edificio, en una capilla del ábside, del lado de
la calle del Cloître-Nótre-Dame.
V
Así como se reservaba al tallista
de imágenes la decoración de las partes salientes, se confiaba al ceramista
la ornamentación del suelo de las catedrales. Éste era generalmente enlosado o
embaldosado con placas de tierra cocida pintadas y recubiertas de un esmalte
plomífero. Este arte había adquirido en la Edad Media bastante perfección para
asegurar a los temas historiados la variedad suficiente de dibujo y colorido.
Se utilizaban también pequeños cubos multicolores de mármol, a la manera de los
mosaicos bizantinos. Entre los mitos más frecuentemente empleados, conviene
citar los laberintos, que se trazaban en el suelo, en el punto de intersección
de la nave y el crucero. Las iglesias de Sens, de Reims, de Auxerre, de
Saint-Quentin, de Poitiers y de Bayeux han conservado sus laberintos. En la de
Amiens, observábase, en el centro, una gran losa en la que se había incrustado
una barra de oro y un semicírculo del mismo metal, representando la salida del
sol en el horizonte. Más tarde se sustituyó el sol de oro por un sol de cobre,
el cual desapareció a su vez, para no ser ya reemplazado. En cuanto al
laberinto de Chartres, vulgarmente llamado la
lieue (por le lieu, el lugar) y dibujado sobre el pavimento de la nave, se
compone de toda una serie de círculos concéntricos que se repliegan unos en
otros con infinita variedad. En el centro de esta figura, veíase antaño el
combate de Teseo contra el Minotauro. Nueva prueba, pues, de la infiltración de
temas paganos en la iconografía cristiana y, en consecuencia, de un sentido
mito-hermético evidente. Sin embargo, sería imposible establecer relación alguna
entre estas imágenes y las famosas construcciones de la antigüedad, los
laberintos de Grecia y de Egipto.
El laberinto de las catedrales, o laberinto de Salomón, es, nos dice Marcellin Berthelot (1), «una
figura cabalística que se encuentra al principio de ciertos manuscritos
alquímicos y que forma parte de las tradiciones mágicas atribuidas al nombre de
Salomón. Es una serie de círculos concéntricos, interrumpidos en ciertos
puntos, de manera que forman un trayecto chocante e inextricable».
La imagen del laberinto se nos presenta, pues, como
emblemático del trabajo entero de la Obra, con sus dos mayores dificultades: la
del camino que hay que seguir para llegar al centro, donde se libra el rudo
combate entre las dos naturalezas, y la del otro camino que debe enfilar el
artista para salir de aquél.. Aquí es donde necesita el hilo de Ariadna si no
quiere extraviarse en los meandros de la obra y verse incapaz de encontrar la
salida.
Lejos de nuestra intención escribir, como hizo Batsdorff, un
tratado especial para explicar lo que es este hilo de Ariadna, que permitió a Teseo cumplir su misión. Pero sí
pretendemos, apoyándonos en la cábala, proporcionar a los investigadores
sagaces algunos datos sobre el valor simbólico del famoso mito.
Ariane es una forma de ariagne (araña),
por metátesis de la i. En español, la
ñ equivale a la gn; apaxv-q (araña)
puede, pues, leerse arahné, arahni,
arahgne. ¿Acaso nuestra alma no es la araña que teje nuestro propio cuerpo?
Pero esta palabra exige todavía otras formaciones. El verbo ALP(O significa tomar, asir, arrastrar, atraer, de donde
se deriva alpnv, lo que toma, ase,
atrae. Así, pues, a¿p?7v es el imán, la
virtud encerrada en el cuerpo que los sabios llaman su magnesia.
Prosigamos. En provenzal, el hierro se llama aran e iran, según los diferentes dialectos. Es el Hiram masónico, el divino Aries el arquitecto del Templo de Salomón. Los
felibres llaman a la araña: aragno e
iragno, airagno,, en picardo, se dice arégni.Cotéjese
todo esto con el griego Z¿6npog, hierro e imán. Esta palabra tiene ambos
sentidos. Pero aún hay más. El verbo
apva> expresa el orlo de un astro que
sale del mar: de donde se deriva
apvav (aryan), el astro que sale del mar,
que se levanta; apvc¿v, o ariane, es, pues, el Oriente, por permutación de vocales. Además, apvw tiene también el
sentido de atraer, luego, apvav es
también el imán. Si volvemos ahora a
l¿8i7pog, origen del latino sidus,
sideris, estrella, reconoceremos a nuestro aran, iran, airan provenzal, el c¿pvav griego, el sol que sale.
Ariadna, la araña mística, escapada de Amiens, sólo dejó sobre
el pavimento del coro la huella de su tela...
Recordemos, de paso, que el más célebre de los laberintos
antiguos, el de Cnosos, en Creta, descubierto en 1902 por el doctor Evans, de
Oxford, era llamado Absolum. Y observemos que este término se parece mucho a absoluto, que es el nombre con que los
alquimistas antiguos designaban la piedra filosofal.
VI
Todas las iglesias tienen el ábside orientado hacia el
sudeste; la fachada, hacia el noroeste, y el crucero, que forma los brazos de
la cruz, de nordeste a sudoeste. Es una orientación invariable, establecida a
fin de que fieles y profanos, al entrar en el templo por Occidente y dirigirse
en derechura al santuario, miren hacia
donde sale el sol, hacia Oriente, hacia Palestina, cuna del cristianismo.
Salen de las tinieblas y se encaminan a la luz.
Como consecuencia de
esta disposición, uno de los tres rosetones que adornan el crucero y la fachada
principal no está nunca iluminado por el sol; es el rosetón septentrional, que
luce en la fachada izquierda del crucero. El segundo resplandece al sol de
mediodía; es el rosetón meridional, que se abre en el extremo derecho del
crucero. El último se ilumina bajo los rayos colorados del sol poniente; es el
gran rosetón, el de la fachada principal, que aventaja a sus hermanos laterales
en dimensiones y en esplendor. De esta manera se suceden, en las fachadas de
las catedrales góticas, los colores de la Obra, según una evolución circular
que va desde las tinieblas -representadas por la ausencia de luz y el color
negro- a la perfección de la luz rubicunda, pasando por el color blanco,
considerado como «intermedio entre el negro y el rojo».
En la Edad Media, el rosetón central se llamaba Rota, la rueda. Ahora bien, la rueda es el jeroglífico alquímico del
tiempo necesario para la cocción de la materia filosofal y, por ende, de la
propia cocción. El fuego mantenido, constante e igual, que el artista alimenta noche y día en el curso de esta
operación, se llama, por esta razón, fuego
de rueda. Sin embargo, además del calor necesario para la licuefacción de la piedra
de los filósofos, se necesita un segundo agente, llamado fuego secreto o filosófico. Es este último fuego, excitado por el calor vulgar, lo que hace girar la rueda y provoca los diversos
fenómenos que el artista observa en su
redoma:
Ve por este camino, no por otro, te advierto;
observa solamente las huellas de mi
rueda.
Y para dar a todo una calor igual,
no subas ni desciendas al cielo y a la tierra.
Si demasiado subes, el cielo quemarás;
si bajas demasiado, destruirás la tierra.
En cambio, si mantienes en medio tu carrera,
el avance es seguido y la ruta más
segura (1).
El rosetón representa, pues, por
sí solo, la acción del fuego y su duración.
Por esto los decoradores medievales trataron de reflejar, en sus
rosetones, los movimientos de la materia excitada por el fuego elemental, como
así puede observarse en la fachada norte de la catedral de Chartres, en los
rosetones de Toul (Saint-Gengoult), de Saint-Antoine de Compiégne, etc. En la
arquitectura de los siglos XIV y XV, la preponderancia del símbolo ígneo, que
caracteriza claramente el último período del arte medieval, hizo que se diera
al estilo de esta época el nombre de Gótico
flamígero.
Ciertos rosetones, emblemáticos
del compuesto, tienen un sentido particular que subraya todavía más las
propiedades de esta sustancia que el
Creador selló con su propia mano.
Este sello mágico le
dice al artista que ha seguido el buen camino y que la mixtura ha sido
preparada según los cánones.
Es una figura radiada, de seis puntas (digamma), llamada Estrella
de los Magos, que resplandece en la superficie del compuesto, es decir,
encima del pesebre en que descansa jesús, el Niño-Rey.
Entre los edificios que presentan rosetones estrellados de
seis pétalos -reproducción del tradicional Sello
de Salomón (2)- citaremos la catedral de Saint-Jean y la iglesia de
Saint-Bonaventure, de Lyon (rosetones de las fachadas); la iglesia de
Saint-Gengoult, de Toul; los dos rosetones de SaintVulfran, de Abbeville; la
fachada de la Calende de la catedral de Rouen; el espléndido rosetón de la
Sainte-Chapelle, etc.
Como este signo tiene
el más alto interés para el alquimista ¿acaso no es el astro que le guía y que
le anuncia el nacimiento del Salvador? Conviene citar aquí ciertos textos
que relatan, describen y explican su aparición.
Dejaremos al lector el cuidado de establecer las comparaciones útiles,
de coordinar las versiones, de aislar la verdad positiva, mezclada con la alegoría
legendaria en estos fragmentos enigmáticos.
VII
Varrón, en sus Antiquitates
rerum humanarum, recuerda la leyenda de Eneas, salvando a su padre y a sus
penates de las llamas de Troya, y
llegando, después de largas
peregrinaciones, a los campos Laurentinos,
término de su viaje. De ello nos da la razón siguiente:
Es quo de Troja est egressus AEneas,
Veneris eum per diem quotidie
stellam vidisse, donec ad agrum Laurentum veniret, in quo eam non vidit ulterius; qua recognovit terras esse fatales. (Cuando hubo partido de Troya, vio todos los días y durante el
día, la estrella de Venus, hasta que llegó a los campos Laurentinos, donde
dejó de verla, lo cual le dio a entender que aquéllas eran las tierras señaladas por el Destino.)
Veamos ahora una leyenda tomada de una obra que tiene por
título Libro de Set, y que un autor
del siglo vi relata en estos términos:
«He oído hablar a algunas personas de una Escritura que,
aunque no muy cierta, no es contraria a la ley y se escucha más bien con
agrado. Leemos en ella que existía un
pueblo en el Extremo Oriente, a orillas del Océano, que poseía un Libro
atribuido a Set, el cual hablaba de la aparición futura de esta estrella y de
los presentes que había que llevar al Niño, cuya predicción se suponía transmitida
por las generaciones de los Sabios, de padres a hijos.» Eligieron entre ellos a
doce de los más sabios y mas aficionados a los misterios de los cielos, y se
dispusieron a esperar esta estrella. Si moría alguno de ellos, su hijo o el más
próximo pariente que esperaba lo mismo, era elegido para reemplazarlo.
»Les llamaban, en su lengua, Magos, porque glorificaban a Dios en el silencio y en voz baja.
»Todos los años, después de la recolección, estos hombres
subían a un monte que, en su lengua, llamábase monte de la Victoria, en el cual había una caverna abierta en 1a roca, agradable
por los riachuelos y los árboles que la rodeaban. Una vez llegados a este monte, se lavaban,
oraban y alababan a Dios en silencio durante
tres días, esto lo hacían durante cada
generación, siempre esperando, por si casualmente aparecía esta estrella de dicha durante su generación.
Pero al fin apareció, sobre este monte de
la Victoria, en forma de un niño pequeño y presentando la figura de una cruz, les habló, les instruyó y les ordenó que emprendieran
el camino de Judea.
»La estrella les
precedió, así, durante dos años, y ni el pan ni el agua les faltaron jamás en
sus viajes.
»Lo que hicieron después, se explica en forma resumida en el
Evangelio»
Según otra leyenda, de época ignorada, la estrella tenía una
forma diferente:
«Durante el viaje, que duró trece días, los Magos no tomaron
descanso ni alimento; no sintieron necesidad de ello, y este período les
pareció que no había durado más que un día.
Cuanto más se acercaban a Belén, más intenso era el brillo de la
estrella; ésta tenía la forma de un
águila, volando a través de los aires y agitando sus alas; encima veíase una cruz»
La leyenda que sigue, titulada De las cosas que ocurrieron en
Persia, cuando el nacimiento de Cristo, se atribuye a Julio «La escena se
desarrolla en Persia, en un templo de Juno, construido por Círo. Un sacerdote
anuncia que Juno ha concebido. Todas las
estatuas de los dioses se ponen a bailar y a cantar al oír esta noticia. Desciende
una estrella y anuncia el nacimiento de un Niño Principio y Fin. Todas
las estatuas caen de bruces en el suelo. Los Magos anuncian que este Niño ha
nacido en Belén y aconsejan al rey que envie embajadores. Entonces aparece Baco, que predice que este Niño arrojará a todos los falsos dioses.
Partida de los Magos, guiados por la estrella.
Llegados a Jerusalén, anuncian a los sacerdotes el nacimiento del
Mesías. En Belén, saludan a María, hacen
pintar por un esclavo hábil su retrato con el Niño, y lo colocan en su templo
principal con esta inscripción: A Júpiter
Mitra), al Dios grande, al rey Jesús, lo dedica el Imperio de los persas»
«La luz de esta estrella, escribe san Ignacio, superaba la de
todas las demás; su resplandor era inefable, y su novedad hacía que los que la
contemplaban se quedaran mudos de estupor.
El sol, la luna y los otros astros
formaban el coro de esta estrella»
Huginus de Barma, en la Práctica
de su obra, emplea los mismos términos para expresar la materia de la Gran
Obra sobre la cual aparece la estrella: «Tomad tierra de verdad -dice-, bien
impregnada de rayos del sol, de la luna y
de los otros astros.»
En el siglo iv, el filósofo Calcidio, que, como dice
Mulaquius, el último de sus editores, sostenía que había que adorar a los
dioses de Grecia, los dioses de Roma y los dioses extranjeros, se refiere a la
estrella de los Magos y a la explicación que de ella daban los sabios. Después de hablar de una estrella llamada Ahc
por los egipcios, y que anuncia desgracias, añade:
«Hay otra historia más santa y más venerable, que atestigua
que, mediante el orto de cierta estrella,
se anunció no enfermedades ni muertes, sino la venida de un Dios venerable,
para la gracia de la conversación con el hombre y para ventaja de las cosas
mortales. Después de ver esta estrella
viajando durante la noche, los más sabios
de los caldeos, como hombres perfectamente adiestrados en la contemplación
de las cosas celestes, indagaron, según cuentan, el nacimiento reciente de un
Dios, y, al descubrir la majestad de este Niño, le rindieron los homenajes
debidos a un Dios tan grande. Lo cual
conocéis vos mucho mejor que otros»
Evangelio según san Lucas, U, v. 1 a 7:
«Estaban velando en aquellas cercanías unos pastores y
haciendo centinela durante la noche sobre su grey. Cuando he aquí que un Angel
del Señor apareció junto a ellos y una
luz divina los cercó con su
resplandor, por lo que empezaron a temer grandemente. Mas el Angel les dijo:
»No temáis, porque vengo a daros una Buena Noticia de grandísimo gozo para todo el pueblo; y es que os
ha nacido hoy el Salvador, que es Cristo Señor nuestro, en la ciudad de David.
Y ésta será la señal para conocerle:
hallaréis un Niño envuelto en pañales y reclinado en un
pesebre.
»Entonces mismo se dejó ver con el Ángel una multitud de la
milicia celestial que alababa a Dios y decía: Gloria a Dios en las alturas y
paz en la tierra a los hombres de buena voluntad»
Evangelio según san Mateo, 11, v. 1 a 1 1:
«Habiendo nacido Jesús en Belén de Judá en tiempo del rey
Herodes, he aquí que unos Magos de Oriente llegaron a Jerusalén, diciendo:
¿dónde está el que ha nacido Rey de los judíos?
Porque hemos visto su estrella en Oriente y venimos a adorarle.
»... Entonces Herodes, llamando en secreto a los Magos, se informó de ellos
sobre el tiempo en que la estrella se les
había aparecido, y encaminándolos a
Belén, les dijo: »Id, e informaos cuidadosamente de ese Niño; y hallándole,
avisadme, para que yo vaya también a adorarle.
»Ellos, luego que oyeron al rey, partieron; y de pronto, la
estrella que habían visto en Oriente iba delante de ellos, hasta que vino a
posarse sobre el lugar donde estaba
el Niño.
»A la vista de la estrella, se regocijaron con inmensa
alegría. Y entrando en la casa, hallaron al Niño con María su madre, y
prosternándose, le adoraron; y abiertos sus tesoros, le ofrecieron presentes de
oro, incienso y mirra.»
A propósito de unos hechos tan extraños, y ante la
imposibilidad de atribuir la causa a algún fenómeno celeste, A. Bonnetty,
impresionado por el misterio que envuelve a estas narraciones, pregunta:
«¿Quiénes son esos Magos, y qué hay que pensar de esa
estrella? Esto se preguntan, en este momento, los críticos racionalistas y
otros. Y es difícil responder a estas preguntas, porque el Racionalismo y el
Ontologismo antiguos y modernos, al extraer todos sus conocimientos de ellos
mismos, han hecho olvidar todos los
medios por los cuales los pueblos antiguos
de Oriente conservaban las tradiciones primitivas. »
Encontramos la primera mención de la estrella en boca de
Balam. Éste, al parecer nacido en la ciudad de Péthor, a orillas del Éufrates,
dícese que vivía, allá por el año 1477 a. de J. C., en pleno Imperio asirio,
que estaba a la sazón en sus comienzos. Profeta o mago en Mesopotamia, exclama
Balam:
«¿Cómo podría maldecir a aquél a quien su Dios no maldice?
¿Cómo execraría, pues, a aquel a quien Jehová no execra? ¡Escuchad! La veo, pero no ahora; la contemplo, pero no
de cerca... Una estrella se eleva de
Jacob y el cetro sale de Israel ... » (Núm.
XXIV, 47).
En la iconografía
simbólica, la estrella sirve para designar tanto la concepción como el
nacimiento. La Virgen es representada a
menudo nimbada de estrellas. La de
Larmor (Morbihan), perteneciente a un bellísimo tríptico de la muerte de Cristo
y el sufrimiento de María -Mater
dolorosa- , en el cielo de cuya composición central podemos observar el
sol, la luna, las estrellas y el cendal de Iris, sostiene con la mano derecha
una gran estrella -maris stella-, epíteto
que se da a la Virgen en un himno católico.
G. J. Witkowski (11)
nos describe un vitral muy curioso, que se encontraba cerca de la sacristía de
la antigua iglesia de Saint-Jean de
Rouen, actualmente destruida. En este vitral se hallaba representada la Concepción de san Román «Su padre,
Benito, consejero de Clotario 11, y su madre, Felicitas, estaban acostados en
una cama, completamente desnudos, según la costumbre que duró hasta mediados
del siglo xvi. La concepción estaba representada por una estrella que brillaba encima
de la colcha, en contacto con el vientre de la mujer... La cenefa de este
vitral, ya singular por su motivo principal, aparecía adornada con medallones
en los que el observador advertía, sorprendido, las figuras de Marte, Júpiter, Venus, etc., y, para que no cupiese la menor duda sobre su
identidad, la imagen de cada deidad iba acompañada de su nombre.»
VIII
Lo mismo que el alma humana tiene sus pliegues secretos, así
la catedral tiene sus pasadizos ocultos.
Su conjunto, que se extiende bajo el suelo de la iglesia, constituye la
cripta.
En este lugar profundo, húmedo y frío, el observador
experimenta una sensación singular y que le impone silencio: la sensación del
poder unido a las tinieblas. Nos hallamos aquí en el refugio de los muertos,
como en la basílica de Saint-Denis, necrópolis de los ilustres, como en las
catacumbas romanas, cementerio de los cristianos. Losas de piedra; mausoleos de
mármol; sepulcros; ruinas históricas, fragmentos del pasado. Un silencio
lúgubre y pesado llena los espacios abovedados. Los mil ruidos del exterior,
vanos ecos del mundo, no llegan hasta nosotros. ¿Iremos a parar a las cavernas
de los cíclopes? ¿Estamos en el umbral de un infierno dantesco, o bajo las
galerías subterráneas, tan acogedoras, tan hospitalarias, de los primeros
mártires? Todo es misterio, angustia y
temor, en este antro oscuro...
A nuestro alrededor, numerosas columnas, enormes, macizas, a
veces gemelas, irguiéndose sobre sus bases anchas y cortadas en desigual.
Capiteles cortos, poco salientes, sobrios, rechonchos. Formas rudas y gastadas, en que la elegancia
y la riqueza ceden el sitio a la solidez. Músculos gruesos, contraídos por el
esfuerzo, que se reparten, sin desfallecer, el peso formidable del edificio
entero. Voluntad nocturna, muda, rígida, tensa en su resistencia perpetua al
aplastamiento. Fuerza material que el constructor supo ordenar y distribuir,
dando a todos estos miembros el aspecto arcaico de un rebaño de paquidermos
fósiles, soldados unos a otros, combando sus dorsos huesudos, contrayendo sus
vientres petrificados bajo el peso de una carga excesiva. Fuerza real, pero
oculta, que se ejercita en secreto, que se desarrolla en la sombra, que actúa
sin tregua en la profundidad de las construcciones subterráneas de la obra. Tal
es la impresión que experimenta el visitante al recorrer las galerías de las
criptas góticas.
Antaño, las cámaras subterráneas de los templos servían de morada a las
estatuas de Isis, las cuales se
transformaron, cuando la introducción del cristianismo en Galia, en esas Vírgenes negras a las que, en nuestros
días, venera el pueblo de manera muy particular. Su simbolismo es, por lo
demás, idéntico; unas y otras muestran, en su pedestal, la famosa inscripción:
Virgini pariturae; A la Virgen que debe
ser madre. Ch. Bigame, nos habla de varias estatuas de Isis designadas con
el mismo vocablo: «Ya el sabio Elías Schadius -dice el erudito Pierre Dujols,
en su Bibliografía general de lo Oculto había
señalado en su libro De dictis
Germanicis, una inscripción análoga: Isidi,
seu Virgini ex qua fllius proditurus est. Estos iconos no tendrían, pues,
al menos exotéricamente, el sentido cristiano que se les otorga. Isis antes de la concepción, es, en la
teogonía astronómico -dice Bigarne-, el atributo de la Virgen que varios
documentos, muy anteriores al cristianismo, designan con el nombre de Virgo paritura, es decir, la tierra antes de su fecundación, que
pronto será animada por los rayos del sol. Es también la madre de los dioses,
como atestigua una piedra de Die: Matri
Deum Magnae Ideae» Imposible definir mejor el sentido
esotérico de nuestras Vírgenes negras. Representan,
en el simbolismo hermético, la tierra
primitiva, la que el artista debe elegir como sujeto de su gran obra. Es
la materia prima en estado mineral, tal como sale de las capas metalíferas,
profundamente enterrada bajo la masa rocosa.
Es, nos dicen los textos, «una
sustancia negra, pesada,
quebradiza, friable, que tiene el aspecto de una piedra y se puede desmenuzar a
la manera de una piedra». Parece, pues,
natural que el jeroglífico humanizado de este mineral posea su color específico
y se le destine, como morada, los lugares subterráneos de los templos.
En nuestros días, las Vírgenes negras son poco numerosas. Citaremos algunas
de ellas que gozan de gran celebridad. La catedral de Chartres es la más rica
en este aspecto, puesto que posee dos: una, que lleva el expresivo nombre de NótreDame-sous-Terre, se halla en la
cripta y está sentada en un trono cuyo zócalo muestra la inscripción que ya
hemos indicado: Vírgini pariturae,- la
otra, exterior, llamada Nótre-Dame-du-Pílier,
ocupa el centro de un nicho lleno de exvotos
en forma de corazones inflamados. Esta última, nos dice Witkowski, es objeto de
veneración por parte de muchísimos peregrinos. «Antiguamente -añade este
autor-, la columna de piedra que le sirve de soporte aparecía gastada por la
lengua y los dientes de sus fogosos adoradores, como el pie de san Pedro, en
Roma, o la rodilla de Hércules, a quien adoraban los paganos en Sicilia; pero,
para protegerla de los besos demasiado ardientes, fue recubierto con madera en
1831.» Con su virgen subterránea, Chartres tiene fama de ser el más antiguo
lugar de peregrinación. Al principio, no
era más que una antigua estatuilla de Isis, «esculpida antes de Jesucristo»,
según dicen viejas crónicas locales. En todo caso, la imagen actual data
solamente de finales del siglo XVIII, pues la de la diosa Isis fue destruida en
una época ignorada y sustituida por una imagen de madera, con el Niño sentado
sobre las rodillas, que fue quemada en 1793.
En cuanto a la Virgen
extra de Nótre-Dame du Puy -cuyos miembros están ocultos-, presenta la figura
de un triángulo, gracias al manto que se ciñe a su cuello y se ensancha sin un
pliegue hasta los pies. La tela está adornada con cepas y espigas de trigo
-alegóricas del pan y del vino eucarísticos- y deja pasar, al nivel del
ombligo, la cabeza del Niño, coronada con la misma suntuosidad que la de su
madre.
Nótre-Dame-de-Confession,
célebre Virgen negra de las criptas de Saint-Victor,de Marsella, constituye un
bello ejemplar de estatuaria antigua, esbelta, magnífica y carnosa. Esta
figura, llena de nobleza, sostiene un cetro con la mano derecha y ciñe su
frente con una corona de triple florón.
Nótre-Dame de Rocamadour, lugar famoso de peregrinación, ya
frecuentado en 1166, es una madona milagrosa cuyo origen se remonta, según la
tradición, al judío Zaqueo, jefe de los publicanos de Jericó, y que domina el
altar de la capilla de la Virgen, construida en 1479. Es una estatuita de
madera, ennegrecida por el tiempo y envuelta en un manto de laminillas de plata
que protege la carcomida imagen. «La celebridad de Rocamadour se remonta al
legendario eremita san Amador o Amadour, el cual esculpió en madera una
estatuilla de la Virgen a la que se atribuyeron numerosos milagros. Se dice que Amador era el seudónimo del
publicano Zaqueo, convertido por Jesucristo; venido a Galia, propagó el culto
de la Virgen. Este culto es muy antiguo
en Rocamadour; sin embargo, las grandes peregrinaciones no empezaron hasta el
siglo XII (3).»
En Vichy, la Virgen negra de la iglesia de Saint-Blaise es
venerada desde «la más remota antigüedad», según decía ya Antoine Gravier,
sacerdote comunalista del siglo xvii.
Los arqueólogos sostienen que esta escultura es del siglo XIV, y, como
la iglesia de Saint-Blaise, donde aquélla está depositada, no fue construida
hasta el siglo xv, en sus partes más antiguas, el abate Allot, que nos habla de
esta estatua, piensa que se encontraba anteriormente en la capilla de
Saint-Nicolas, fundada en 1372 por Guillaume de Hames.
La iglesia de Guéodet, denominada aún Nótre-Dame-dela-Cité, en
Quimper, posee también una Virgen negra.
Camifie Flammarion nos habla de una estatua parecida que vio en los sótanos
de Observatorio, el 24 de septiembre de 1871, dos siglos después de la primera
observación termométrica efectuada en él en 167 1. «El colosal edificio de Luis
XIV -escribe-, que eleva la balaustrada de su terraza a veintiocho metros del
suelo, se hunde en el subsuelo a igual profundidad: veintiocho metros. En el ángulo de una de las galerías subterráneas,
se observa una estatuilla de la Virgen, colocada allí en aquel mismo año de
1671, y a la que unos versos grabados a sus pies invocan con el nombre de Nótre-Dame de dessoubs terre.» Esta
Virgen parisiense poco conocida, que personifica en la capital el misterioso
tema de Hermes, parece ser gemela de la de Chartres: la benoiste Damme souterraine.
Otro detalle útil para el hermetista, en el ceremonial
prescrito para las procesiones de Vírgenes negras, sólo se quemaban cirios de color verde.
En cuanto a las estatuillas de Isis -nos referimos a las que
escaparon a la cristianización-, son todavía más raras que las Vírgenes
negras. Tal vez habría que buscar la
causa de esto en la gran antigüedad de estos iconos. Witkowski (5) hace referencia a una que se
encontraba en la catedral de Saint-Etienne, de Metz. «Esta figura de Isis, en
piedra -escribe dicho autor-, que medía 0,43 m. de altura por 0,92 m. de
anchura, procedía del viejo claustro. El
alto relieve sobresalía 0,18 m. del fondo; representaba un busto desnudo de
mujer, pero tan escuálido que, sirviéndonos de una gráfica expresión del abate
Brantóme, "sólo podía mostrar el armazón"; llevaba la cabeza cubierta con un velo. Dos tetas secas pendían de su pecho, como
las de las Dianas de Éfeso. La piel
estaba pintada de rojo, y la tela de
la talla, de negro... Había estatuas análogas en Saint-Germain-des-Prés y en
Saint-Etienne de Lyon.»
En todo caso, por lo que a nosotros interesa, el culto de
Isis, la Ceres egipcia, era muy misterioso.
Sabemos únicamente que se festejaba solemnemente a la diosa, todos los
años, en la ciudad de Busiris, y que se le sacrificaba un buey. «Después de los sacrificios -dice Heródoto-,
hombres y mujeres, en número de varias decenas de millar, se propinan fuertes
golpes. Estimo que sería impío por mi
parte decir en nombre de qué dios se golpean» Los griegos, igual que los
egipcios, guardaban un silencio absoluto sobre los misterios del culto de
Ceres, y los historiadores no nos han enseñado nada que pueda satisfacer nuestra
curiosidad. La revelación del secreto de
estas prácticas a los profanos se castigaba con la muerte. Considerábase
incluso como un crimen prestar oídos a su divulgación. La entrada al templo de
Ceres, siguiendo el ejemplo de los santuarios egipcios de Isis, estaba
rigurosamente prohibida a todos los que no hubieran recibido la
iniciación. Sin embargo, las noticias
que nos han sido transmitidas sobre la jerarquía de los grandes sacerdotes nos
permiten suponer que los misterios de Ceres debían ser del mismo orden que los
de la Ciencia hermética. En efecto,
sabemos que los misterios del culto se dividían en cuatro categorías: el hierofante, encargado de instruir a los
neófitos; el portaantorcha, que
representaba al Sol; el heraldo, que
representaba a Mercurio, y el ministro del altar, que representaba a la Luna.
En Roma, las Cereales se
celebraban el 12 de abril. En las
procesiones, llevaban un huevo, símbolo
del mundo, y se sacrificaban cerdos.
Hemos dicho anteriormente que en una piedra de Die, que representa
a Isis, ésta era llamada madre de los
dioses. El mismo epíteto se aplicaba
a Rea o Cibeles. Las dos divinidades
resultan, así, próximas parientes, y nos inclinamos a considerarlas como
expresiones diferentes de un solo y mismo principio. Monsieur Charles Vincens confirma esta
opinión mediante la descripción que nos da de un bajo relieve con la figura de
Cibeles, que pudo verse, durante siglos, en el exterior de la iglesia
parroquias de Pennes (Bouches-du-Rhóne), con su inscripción: Matri Deum. «Este curioso fragmento -nos
dice- desapareció allá por el año 1610, pero está grabado en el Recueil de Grosson» Singular analogía
hermética: Cibeles era adorada en Pesinonte, Frigia, bajo la forma de una piedra negra que se decía haber caído del cielo. Fidias representa a la diosa sentada en un
trono entre dos leones, llevando en
la cabeza una corona mural de la que desciende un velo. A veces, se la
representa sosteniendo una llave y en
actitud de separar su velo. Isis, Ceres, Cibeles: tres cabezas bajo
el mismo velo.
IX
Terminado este trabajo preliminar, debemos emprender ahora el
estudio hermético de la catedral, y, para limitar nuestras investigaciones,
tomaremos como modelo el templo cristiano de la capital: Nótre-Dame de París.
Ciertamente, nuestra tarea es difícil. Ya no vivimos en los tiempos de micer Bemard,
conde de Treviso, de Zachaire o de Flamel.
Los siglos han dejado su huella profunda en la fachada del edificio, la
intemperie lo ha surcado de grandes arrugas, pero los destrozos del tiempo son
pocos comparados con los del furor humano.
Las revoluciones estamparon allí su sello, lamentable testimonio de la
cólera plebeya; el vandalismo, enemigo de lo bello, sació su odio con horribles
mutilaciones, y los propios restauradores, aunque llevados de las mejores
intenciones, no supieron siempre respetar lo que no habían destruido los
iconoclastas.
Nótre-Dame de París levantaba antaño su majestuosa mole sobre
una gradería de once escalones. Apenas
aislada, por un estrecho atrio, de las casas de madera, de las paredes acabadas
en punta y escalonadas, ganaba en atrevimiento y en elegancia lo que perdía en
masa. Hoy en día, y gracias al retroceso
de los edificios próximos, parece tanto más maciza cuanto que está más separada
y que sus paredes, sus columnas Y sus contrafuertes salen directamente del
suelo; la sucesiva
acumulación de tierra ha ido cubriendo poco a poco las gradas hasta
absorber la última de ellas.
En medio del espacio limitado, de una parte, por la imponente
basílica, y, de otra, por la pintoresca aglomeración de pequeños edificios
adornados de agujas, espigas y veletas, con sus pintadas tiendas de viguetas
talladas y rótulos burlescos, con sus esquinas quebradas por hornacinas con
virgenes o santos, flanqueadas de torrecillas, de atalayas y de almenas, en
medio de este espacio, decimos, se erguía una estatua de piedra, alta y
estrecha, que sostenía un libro en una mano y una serpiente en la otra. Esta estatua formaba parte de una fuente
monumental en la que se leía este dístico:
Qui sitis, hue tendas: desunt si forte liquores, Pergredere,
aeternas diva paravit aquas.
Tú que tienes sed, ven aquí. Si por
azar faltan las ondas, ha
dispuesto la Diosa 1as aguas eternas.
La gente del pueblo la llamaba, ora Monsieur
Legris, ora Vendedor de gris, Gran
ayunador o Ayunador de Nótre-Dame.
Se han dado muchas interpretaciones a estas expresiones
extrañas aplicadas por el vulgo a una imagen que los arqueólogos no lograron
identificar. La mejor explicación es la
que nos da Amédée de Ponthieu (1), la
cual nos parece tanto más interesante cuanto que su autor, que no era
hermetista, juzga imparcialmente y sin ideas preconcebidas:
«Delante de este templo -nos dice, refiriéndose a Nótre-Dame-,
se elevaba un monolito sagrado, informe
a causa del tiempo. Los antiguos lo
llamaban Febígeno (2), hijo de Apolo; el vulgo lo llamó más tarde Maitre Píerre, queriendo decir Píedra maestra piedra del poder (3); se
llamaba también micer Legris, en una
época en que gris significaba fuego y,
en particular feu grisou, fuego
fatuo...
(1) Amédée de
Ponthieu, Légendes du Vieux Par¡£ París,
BachelinDeflorenne, 1867, pág. 91.
(2) Engendrado del sol o del oro.
(3) Es la piedra angular de la que ya hemos hablado.
»Según unos, sus rasgos informes recordaban los de Esculapio,
o de Mercurio, o del dios Terme (4); según otros, los de
Archambaud, mayordomo mayor de Clodoveo II, que dio el terreno sobre el que fue
construido el hospital; otros creían ver las facciones de Guillermo de París,
que lo había erigido al mismo tiempo que el frontispicio de Nótre-Dame; el
abate Leboeuf veía en él la figura de Jesucristo; otros, la de santa Genoveva,
patrona de París.
»Esa piedra fue retirada en 1748, cuando se agrandó la plaza
del Parvis-de-Nótre-Dame.»
Aproximadamente en la misma época, el capítulo de Nótre-Dame
recibió la orden de eliminar la estatua de san Cristóbal. El coloso, pintado de gris, hallábase adosado
a la primera columna de la derecha, entrando en la nave. Había sido erigido en 1413 por Antoine des
Essarts, chambelán del rey Carlos VI. Se
pretendió quitarlo en 1772, pero Christophe de Beaumont, a la sazón arzobispo
de París, se opuso rotundamente a ello.
Sólo después de muerto éste, fue la estatua arrastrada fuera de la
metrópolis y destruida. Nótre-Dame de
Amiens posee todavía el buen gigante cristiano portador del Niño Jesús; pero lo
cierto es que si escapó a la destrucción, fue debido únicamente a que forma
parte del muro: es una escultura en bajo relieve. La catedral de Sevilla conserva también un
san Cristóbal colosal y pintado al fresco.
El de la iglesia de Saint-Jacques-la-Boucherie pereció con el edificio,
y la bella estatua de la catedral de Auxerre, que databa de 1539, fue
destruida, por orden oficial, en 1768, sólo algunos años antes que la de París.
Es evidente que para motivar tales actos, se requerían
poderosas razones. Aunque nos parezcan
injustificadas, encontramos, empero, su causa en la expresión simbólica sacada
de la leyenda y condensada -sin duda con excesiva claridad- en la imagen. San Cristóbal, cuyo nombre primitivo, Offerus, nos revela Jacques de Voragine,
significa, para la masa, el que lleva a
Cristo (del griego Xpturo@opog); pero la cábala fonética descubre otro
sentido, adecuado y conforme a la doctrina hermética. Se dice Cristóbal en vez de Ctúofo.-
(4) Los Termes eran bustos de Hermes (Mercurio).
que lleva el oro (en griego, XPVUQ(Popog). Partiendo
de esto, comprendemos mejor la gran importancia del símbolo, tan elocuente, de
san Cristóbal. Es el jeroglífico del azufre solar (Jesús) o del oro naciente, levantado sobre las ondas
mercuriales y elevado a continuación por la energía propia del Mercurio, al
grado de poder que posee el Elixir.
Según Aristóteles, el Mercurio tiene por color emblemático el gris o el violeta, lo cual basta para explicar el hecho de que las estatuas
de san Cristóbal estuviesen revestidas de una capa de dicho tono. Cierto número de antiguos grabados que se
conservan en la Sala de las Estampas de la Biblioteca Nacional, y que representan
al coloso, aparecen ejecutados a simple trazo y en un tono de hollín desleído. El más antiguo data de 1418.
En Rocambadour (Lot), podemos ver todavía una gigantesca
estatua de san Cristóbal erigida sobre la explanada de Saint-
Michel, delante de la iglesia. A su
lado observamos un viejo cofre ferrado, y
encima de éste, un tosco fragmento de espada clavado en la roca y sujeto por
una cadena. Según la leyenda, este
fragmento perteneció a la famosa Durandarte,
la espada que rompió el paladín Roldán al abrir la brecha de Roncesvalles. Sea como fuere, la verdad que se infiere de
estos atributos es muy transparente. La
espada que hiende la roca, la vara de Moisés que hace brotar el agua de la
piedra de Horeb, el cetro de la diosa Rea, que golpeó con él el monte Dyndimus,
la jabalina de Atalanta, son, en realidad, un solo y mismo jeroglífico de esa
materia oculta de los Filósofos, de la que san Cristóbal representa la
naturaleza, y el cofre ferrado, el resultado.
Lamentamos no poder extendemos más sobre el magnífico emblema
que tenía reservado el primer lugar en las basílicas ojivales. No nos queda ninguna descripción precisa y
detallada de estas grandes figuras, grupos admirables por la enseñanza que
contenían, pero a los que una época superficial y decadente hizo desaparecer,
sin tener la excusa de una indiscutible necesidad.
El siglo xviii, reino de la aristocracia y del ingenio, de los
abates cortesanos, de las marquesas empolvadas, de los gentiles hombres con
peluca, benditos tiempos de los maestros de danza, de los madrigales y de las
pastoras de Watteau, siglo brillante y perverso, frívolo y amanerado, que había
de ahogarse en sangre, fue particularmente nefasto para las obras góticas.
Arrastrados por la fuerte corriente de decadencia que tomó,
reinando Francisco 1, el nombre paradójico de Renacimiento, incapaces de un
esfuerzo equivalente al de sus antepasados, ignorando completamente el
simbolismo medieval, los artistas se dedicaron a reproducir obras bastardas,
sin gusto, sin carácter, sin intención esotérica, más que a continuar y perfeccionar
la admirable y sana creación francesa.
Arquitectos, pintores y escultores, prefiriendo su propia
gloria a la del arte, acudieron a los modelos antiguos desfigu rados en Italia.
Los constructores de la Edad Media habían heredado la fe y la
modestia. Artífices anónimos de
verdaderas obras maestras, edificaron para la Verdad, para la afirmación de su
ideal, para la propagación y el ennoblecimiento de su ciencia. Los del Renacimiento, preocupados sobre todo
de su personalidad, celosos de su valor, edificaron para perpetuar sus
nombres. La Edad Media debió su
esplendor a la originalidad de sus creaciones; el Renacimiento debió su fama a
la fidelidad servil de sus copias. Aquí,
una idea; allá, una moda. De un lado, el
genio; del otro, el talento. En la obra
gótica, la hechura permanece sometida a la Idea; en la obra renacentista, la
domina y la borra. Una habla al corazón,
al cerebro, al alma: es el triunfo del espíritu; la otra se dirige a los
sentidos: es la glorificación de la materia.
Del siglo XII al xv, pobreza de medios, pero riqueza de expresión; a
partir del xvi, belleza plástica, mediocridad de invención. Los maestros medievales supieron animar la
piedra calcárea común; los artistas del Renacimiento dejaron el mármol inerte y
frío.
El antagonismo de estos dos períodos, nacidos de conceptos
opuestos, explica el desprecio del Renacimiento y su profunda repugnancia por
todo lo gótico.
Semejante estado de espíritu tenía que ser fatal para la obra
de la Edad Media; y a él debemos atribuir, en efecto, las innumerables
mutilaciones que hoy en día deploramos.
PARÍS
I
La catedral de París, como la mayoría de las basílicas
metropolitanas, está colocada bajo la advocación de la bendita Virgen María o
Virgen-Madre. En Francia, el vulgo llama
a estas iglesias las Nótre-Dame. En Sicilia, llevan un nombre todavía más
expresivo: Matrices. Son, pues, templos dedicados a la Madre (en latín, mater, matris), a la Matrona en
el sentido primitivo, palabra que, por corrupción, se ha convertido en Madona (ital. ma donna), mi Señora y,
por extensión, Nuestra Señora.
Franqueemos la verja y empecemos el estudio de la
fachada por el gran pórtico, llamado pórtico central o del Juicio.
El pilar central, que separa en dos el vano de la
entrada, ofrece una serie de representaciones alegóricas de las ciencias
medievales. De cara a la plaza -y en
lugar de honor- aparece la alquimia representada por una mujer cuya frente toca
las nubes. Sentada en un trono, lleva un
cetro -símbolo de soberanía- en la mano izquierda, mientras sostiene dos libros
con la derecha, uno cerrado (esoterismo) y el otro abierto (exoterismo). Entre sus rodillas y apoyada sobre su pecho,
yérguese la escala de nueve peldaños -scala
philosophorum-, jeroglífico de la paciencia que deben tener sus fieles en
el curso de las nueve operaciones sucesivas de la labor hermética (lámina H).
«La paciencia es la escala de los Filósofos -nos dice Valois (I)- y la humildad
es la puerta de su jardín; pues a todos aquellos que perseveren sin orgullo y
sin envidia, Dios les tendrá misericordia.»
Tal es el título del capítulo filosofar de este mutus Liber que es el templo gótico; el
frontispicio de esta Biblia oculta y de macizas hojas de piedra; la huella, el
sello de la Gran Obra cristiana. No
podía hallarse mejor situado que en el umbral mismo de la entrada principal.
Así, la catedral se nos presenta fundada en la ciencia
alquímica, investigadora de las transformaciones de la sustancia original, de
la Materia elemental (lat. materea,- raíz mater, madre). Pues la Virgen-Madre, despojada de su velo
simbólico, no es más que la personificación de la sustancia primitiva que
empleó, para realizar sus designios, el Principio creador de todo lo que
existe. Tal es el sentido, por lo demás luminosísimo, de la singular epístola
que se lee en la misa de Inmaculada Concepción de la Virgen, cuyo texto
transcribimos:
«El Señor me tuvo consigo al principio de sus obras, desde el
comienzo, antes que criase cosa alguna. Desde
la eternidad fui predestinada, y antes
que fuese hecha la tierra. Aún no
existían los abismos, y yo había sido ya concebida. Aún no habían brotado las
fuentes de las aguas; aún no estaba asentada la pesada mole de los montes;
antes de que hubiese collados yo había ya nacido. Aún no había hecho la tierra, ni los ríos, ni
los ejes del globo de la tierra. Cuando
Él extendía los cielos, estaba yo con El; cuando con ley fija y valla encerraba
los abismos; cuando arriba consolidaba el firmamento, y ponía en equilibrio los
manantiales de las aguas; cuando circunscribía al mar en sus términos, y ponía
ley a sus olas para que no traspasasen sus linderos; cuando asentaba los
cimientos de la tierra, con Él estaba yo concertándolo
todo.»
Trátase aquí, visiblemente, de la esencia misma de las cosas. Y, en efecto, nos enseña la Letanía que la
Virgen es el Vaso que
contiene el Espítitu de las cosas.- Vas spirituale.
«Sobre una mesa, a la altura del pecho de los Magos –nos dice
Etteilla (2)-, estaban, a un lado, un libro o una serie de hojas o de láminas
de oro (el libro de Thot), y, al otro, un vaso
lleno de un licor celeste-astral, compuesto de un tercio de miel silvestre,
una parte de agua de la tierra y una parte de agua del cielo... El secreto, el
misterio, estaba, pues, en el
vaso.»
Esta Virgen singular
-Virgo singularis, como la llama
expresamente la Iglesia- es, además, glorificada mediante epítetos que denotan
con bastante claridad su origen positivo. ¿Acaso no se la llama también palmera
de Paciencia (Palma patientiae), Lirio entre espinas (3) (Lirium inter spina ), Mie1 simbólica de Sansón, Vellón de Gedeón, Rosa
Mística, puerta del Cielo, Casa de
Oro, etc.? Los mismos textos llaman también a María Sede de 1a Sabidutía, lo cual equivale a Tema de la Ciencia hermética,
del saber universal. En el simbolismo
de los metales planetarios, es la Luna, que
recibe los rayos del sol y los conserva secretamente en su seno. Es la dispensadora de la sustancia pasiva, a
la cual anima el espíritu solar. María,
Virgen y Madre, representa, pues, la forma; Elías, el sol, Dios Padre, es
emblema del espíritu vital. De la unión
de estos dos principios resulta la materia viva, sometida a las vicisitudes de
las leyes de mutación y de continuidad.
Y surge entonces Jesús, el espíritu encamado, el fuego
que toma cuerpo en las cosas, tal como las conocemos aquí
abajo:
Y EL VERBO SE HIZO CARNE, Y HABITÓ ENTRE NOSOTROS
Por otra parte, la
Biblia nos dice que María, madre de Jesús, era de la rama de Jesé.
Ahora bien, la palabra hebrea Jes
significa el fuego, el sol, la
divinidad. Ser de la rama de Jesé equivale, pues, a ser de la raza
del sol, del fuego. Como la materia
tiene su origen en el fuego solar,
tal como acabamos de ver, el mismo nombre de Jesús se nos presenta en su esplendor original y divino: fuego, sol, Dios.
Por último, en el Ave
Regina, la Virgen es adecuadamente llamada Raíz (Salve, radix), para señalar que es principio y comienzo del
Todo. «Salve, raíz por la cual la Luz ha brillado sobre el mundo.»
Tales son las reflexiones que sugiere el expresivo
bajo relieve que acoge al visitante bajo el pórtico de la basílica. La Filosofía hermética, la antigua
Espagírica, le dan la bienvenida en la iglesia gótica, en el templo alquímico
por excelencia. Pues la catedral entera
no es más que una glorificación muda, pero gráfica, de la antigua ciencia de
Hermes, de la que, por otra parte, ha sabido conservar a uno de los antiguos
artífices. Nótre-Dame de París guarda,
en efecto, su alquimista.
Si, impulsados por la curiosidad, o para distraer el
ocio de un día de verano, ascendéis por la escalera de caracol que conduce a
las partes altas del edificio, recorred despacio el camino, trazado como una
atarjea, que se abre en lo alto de la segunda galería. Al llegar cerca del eje medial del majestuoso
edificio, percibiréis, en el ángulo entrante de la torre septentrional, en
medio de un cortejo de quimeras, el impresionante relieve de un gran anciano de
piedra. Es él, es el alquimista de
Nótre-Dame (lám. III).
(4) El gorro frigio, que llevaban los sans-culottes y constituía una especie
de talismán protector en medio de las hecatombes revolucionarias, era señal distintiva
de los Iniciados. El sabio Pierre
Dujols, en un análisis de la obra de Lombard (de Langres) titulada Histoire des Jacobins, depuis 1 789 jusqu'á cejour,
ou Etat de 1'Europe en novembre 1820 (París, 1820),
escribe que, al admitir al Epopte (en los Misterios
de Eleusis) se preguntaba al recipiendario si se sentía con la fuerza, voluntad
y la abnegación necesarias para intervenir en la GRAN OBRA. Después, le
ponían un gorro rojo sobre la cabeza y pro- nunciaban esta fórmula: «Cúbrete
con este gorro, que vale más que una corona real,» Se estaba lejos de sospechar
que esta especie de sombrero, llamado liberia en las Mitríacas, y que antaño era propio de los esclavos libertados,
sería un símbolo masónico y la señal suprema de la Iniciación.
No hay que admirarse, pues, de verlo figurar en
nuestras monedas y en nuestros monumentos públicos.
Tocado con el gorro frigio, atributo del Adepto (4),
negligentemente colocado sobre los largos cabellos de espesos bucles, el sabio,
envuelto en la capa ligera del laboratorio, se apoya con una mano en la
balaustrada, mientras se acaricia con la
otra la barba poblada y sedosa. No
medita; observa. Tiene los ojos fijos,
y, en la mirada, una agudeza extraña.
Todo, en la actitud del Filósofo, revela una intensa emoción. La curvatura de los hombros, la proyección de
la cabeza y del busto hacia delante, expresan, efectivamente, la mayor
sorpresa. La mano petrificada se anima.
¿Será una ilusión? Uno aseguraría que la
ve temblar...
¡Espléndida figura la del viejo maestro que escruta,
interroga, ansioso y atento, la evolución de la vida mineral, y contempla al
fin, deslumbrado, el prodigio que solamente su fe le había dejado entrever!
¡Y cuán pobres son las modernas estatuas de maestros
sabios -ya estén fundidas en bronce o talladas en mármol-,
comparadas con esta imagen venerable, de tan formidable
realismo en su sencillez!
II
El estilóbato de la fachada, que se desarrolla y se extiende
bajo los tres arcos, está enteramente consagrado a nuestra ciencia; y este
conjunto de imágenes, tan curiosas como instructivas, constituye un verdadero
regalo para el descifrador de los enigmas herméticos.
Allí encontraremos el nombre lapidario del tema de los Sabios,- allí asistiremos a la
elaboración del disolvente secreto; allí, en fin, seguiremos paso a paso el trabajo del Elixir, desde su
calcinación primera hasta su última cocción.
Pero, a
fin de observar cierto método en este estudio, observaremos siempre el orden de
sucesión de las figuras, yendo desde el exterior hacia las hojas de la puerta,
tal como lo haría un fiel al penetrar en el santuario.
Sobre las caras laterales de los contrafuertes que
limitan el gran pórtico, encontraremos, a la altura del ojo, dos pequeños bajo
relieves embutidos cada uno en una ojiva.
El del pilar de la izquierda os presenta al alquimista descubriendo la Fuente misteriosa que Trevisano
describe en la Parábola final de su
libro sobre la Filosofla natural de los metales.
El artista ha
caminado largo tiempo; ha errado por vías falsas y caminos dudosos; ¡pero al
fin se ve colmado de gozo! El riachuelo
de agua viva discurre a sus pies;
brota, a borbotones, del roble hueco. Nuestro Adepto ha dado en el blanco. Y así, desdeñando el arco y las flechas con
las cuales, a la manera de Cadmo, traspasó el dragón, mira ondear el límpido
caudal cuya virtud disolvente y cuya esencia volátil le son atestiguadas por un
pájaro posado en el árbol.
Pero, ¿cuál es esta Fuente oculta? ¿Cuál es la naturaleza de este poderoso disolvente
capaz de penetrar todos los metales -el oro, en particular- y de cumplir, con
la ayuda del cuerpo disuelto, la gran obra en su totalidad? Estos son enigmas tan profundos que han
desanimado a un número considerable de investigadores; todos, o casi todos, han
dado de cabeza contra este muro impenetrable, levantado por los Filósofos para
servir de recinto a su ciudadela.
La mitología la llama Libethra, y nos cuenta que era una fuente de Magnesia, cerca de la cual había otra fuente llamada la Roca.
Ambas brotaban de una gran roca que tenía la forma de un seno de
mujer; de suerte que el agua parecía brotar
como leche de dos senos. Ahora bien,
sabemos que los autores antiguos llaman a la materia de la Obra nuestra Magnesia y que el licor extraído
de esta magnesia recibe el nombre de Leche
de la Virgen. Esto es ya un
indicio. En cuanto a la alegoría de la
mezcla o de la combinación de esta agua primitiva brotada del Caos de los Sabios con una segunda agua
de naturaleza diferente (aunque del mismo género), resulta bastante clara y
suficientemente expresiva. De esta
combinación resulta una tercera agua que
no moja las manos y que los Filósofos
han llamado, ora Mercurio, ora Azufre, según
atendiesen a su cualidad o su aspecto
físico.
En el tratado del Azoth,
atribuido al célebre monje de Erfurth, Basilio Valentin, pero que más bien
parece obra de Senior Zadith, puede verse una figura grabada en madera que
representa una ninfa o sirena coronada, nadando en el mar y haciendo brotar de
sus senos rollizos dos chorros de leche que se mezclan con las aguas.
Los autores árabes dan a esta fuente el nombre de Holmal y nos enseñan, además, que sus
aguas dieron la inmortalidad al profeta Elías (HÁtog, sol). Sitúan la famosa fuente en el Modhallam,
término cuya raíz significa Mar oscuro y
tenebroso, señalando muy bien la confusión elemental que los Sabios
atribuyen a su Caos o materia prima.
Una pintura de la fábula que acabamos de citar se
encontraba en la pequeña iglesia de Brixen (Tirol). Este curioso cuadro, descrito por Misson y
citado por Witkowski, parece ser la versión religiosa del mismo tema químico.
«Jesús vierte en una gran taza de fuente la sangre de su costado, abierto por
la lanza de Longinos; la Virgen se oprime los pechos, y la leche que brota de
ellos cae en el mismo recipiente. El
sobrante va a caer a una segunda taza y se pierde en el fondo de un abismo de
llamas, donde las almas del Purgatorio, de ambos sexos, con los bustos
desnudos, se apresuran a recibir este precioso licor que las consuela y las
refresca.»
Al pie de esta antigua pintura, léese una inscripción
en latín de sacristía:
Dum fluit e Christi
benedicto vulnere sanguis,
Et dum Virgineum lac
pia Virgo premít,
Lac fuit et sanguís,
sangulv conjungitur et lac,
Et sit Fons Vitae,
Fons et Otigo boni
Entre las descripciones que acompañan a las Figuras simbólicas de Abraham el Judío, libro
que, según dicen, perteneció a Nicolas Flamel y tuvo este Adepto expuesto en su
gabinete de escritor, citaremos dos que tienen relación con la Fuente misteriosa y con sus
componentes. He aquí los textos
originales de estas dos notas explicativas:
«Tercera figura.
En ella está pintado y representado un jardín cercado con setos, donde
hay varios cuadros. En el centro, hay un
roble hueco, al pie del cual, a un
lado, hay un rosal de hojas de oro y de rosas
blancas y rojas, que rodea el dicho roble hasta lo alto, cerca de sus
ramas. Y al pie de dicho roble hueco
hierve una fuente clara como plata, que se va perdiendo en tierra; y entre
varios que la andan buscando, están cuatro ciegos que remueven la tierra y
otros cuatro que la buscan sin cavar, estando la dicha fuente delante de ellos, y no pueden encontrarla, excepto uno que la pesa en su mano.»
Este último personaje es el que constituye el tema del
motivo esculpido de Nótre-Dame de París.
La preparación del disolvente en cuestión aparece relatada en la
explicación que acompaña a la imagen siguiente:
«Cuarta figura.
Representa un campo, en el cual hay un rey coronado, vestido de rojo al estilo judío, y que sostiene una
espada desenvainada; dos soldados que matan a los hijos de dos madres, que están sentadas en el suelo, llorando a sus hijos; y
otros dos soldados que arrojan la sangre en una gran cuba llena de la dicha
sangre, donde el sol y la luna
bajando del cielo o de las nubes, vienen
a bañarse. Y son seis soldados
armados de armadura blanca, y el rey hace el séptimo, y siete inocentes muertos, y dos
madres, una vestida de azul que
llora, enjugándose la cara con un pañuelo, y la otra, que también llora, vestida de rojo.»
Citemos también una figura del libro de Trismosin, que
es muy parecida a la tercera de Abraham.
Vemos en ella un roble al pie del cual, ceñido con una corona de oro,
brota un riachuelo oculto que se vierte en el campo. Entre las hojas del árbol, revolotean unos
pájaros blancos, mientras un cuervo, que parece dormido, está a punto de ser
apresado por un hombre pobremente vestido y encaramado en una escalera. En primer término de este cuadro rústico, dos
sofistas, vistiendo suntuosos trajes, discuten y razonan sobre este punto
científico, sin advertir el roble que tienen a su espalda, ni ven la Fuente que
discurre a sus pies...
Digamos, por último, que la
tradición esotérica de la Fuente de Vida
o Fuente de Juventud se encuentra materializada en los Pozos sagrados que poseían en la Edad Media, la mayoría de las
iglesias góticas. El agua que se extraía
de aquéllos pasaba, en muchas ocasiones, por poseer virtudes curativas, y era
empleada en el tratamiento de varias enfermedades. Abbon, en su poema sobre el sitio de París
por los normandos, refiere varios hechos que acreditan las propiedades
maravillosas del agua del pozo de Saint-Germain-desPrés, el cual se abría al
fondo del santuario de la célebre abadía.
De igual manera, el agua del pozo de Saint-Marcel, de París, excavado en
la iglesia, cerca de la losa sepulcral del venerable obispo, era, según
Grégoire de Tours, un eficaz específico contra varias dolencias. Y, todavía hoy, existe en el interior de la
basílica ojival de Nótre-Dame de Lépine (Marne) un pozo milagroso, llamado Pozo
de la Santa Virgen, y, en la mitad del coro de Nótre-Dame de Limoux (Ande), un
pozo análogo cuya agua cura, según dicen, todas las enfermedades, y en el que
puede verse esta inscripción:
Omnis qui bibit hanc
aquam, si fidem addit,
salvus erit.
Cuantos beban de esta agua, si además tienen fe, gozarán de buena salud.
Pronto tendremos ocasión de referirnos de nuevo a esta
agua póntica, a la que dieron los
Filósofos multitud de epítetos más o menos sugestivos.
Frente
al motivo esculpido que expresa la naturaleza del agente secreto, vamos a
presenciar, en el contrafuerte opuesto, la cocción del compuesto filosofal. Aquí,
el artista vela por el producto de su labor.
Cubierto con su armadura, protegidas las piernas con espinilleras, y
embrazado el escudo, nuestro caballero se encuentra plantado en la terraza de
una fortaleza, a juzgar por las almenas que le rodean. En un movimiento defensivo, apunta su lanza a
una forma imprecisa (¿un rayo de luz? ¿un haz de llamas?), desgraciadamente
imposible de identificar, tan mutilado está el relieve. Detrás del combatiente, un pequeño y extraño
edificio formado por un basamento almenado y apoyado en cuatro pilares, aparece
rematado por una cúpula segmentada de llave esférica. Bajo el arco inferior, una masa aculeiforme e
inflamada nos da la explicación de su destino.
Este curioso pabellón o fortaleza en miniatura es el instrumento de la
Gran Obra, el Atanor, el hornillo
oculto de dos llamas -potencial y virtual- que todos los discípulos conocen y
que ha sido vulgarizado por numerosas descripciones y grabados.
Inmediatamente encima de estas figuras están representados dos
temas que parecen constituir su complemento.
Pero, como el esoterismo se oculta aquí bajo apariencias sagradas y
escenas bíblicas, nos abstendremos de hablar de ellos, para que no se nos
reproche una interpretación arbitraria.
Hubo grandes sabios, entre los maestros antiguos, que no temieron
explicar alquímicamente las parábolas de la Sagrada Escritura, tan susceptible
en su sentido de interpretaciones diversas.
La Filosofia hermética apela a menudo al testimonio del Génesis para
servir de analogía al primer trabajo de la Obra; muchas alegorías del Viejo y
del Nuevo Testamento adquieren un relieve imprevisto en contacto con la
alquimia. Tales precedentes deberían
animarnos y, al propio tiempo, servirnos de excusa; preferimos, sin embargo,
limitarnos a los motivos cuyo carácter profano es indiscutible, dejando a los
investigadores benévolos la facultad de ejercitar su sagacidad con los
restantes.
III
Los
temas herméticos del estilóbato se desarrollan en dos hileras superpuestas, a
derecha e izquierda del pórtico. La
hilera inferior comprende doce medallones, y la superior, doce figuras. Estas últimas representan personajes sentados
en zócalos adornados con estrías, de perfil ora cóncavo, ora angular, y
colocados en los intercolumnios de arcadas trilobuladas. Todos presentan discos con emblemas variados,
pero siempre referentes a la labor alquímica.
Si empezamos por la izquierda de la hilera superior,
el primer bajo relieve nos muestra la imagen del cuervo, símbolo del color negro. La mujer
que lo tiene sobre las rodillas simboliza la Putrefacción.
Séanos permitido detenernos un
instante en el jeroglífico del Cuervo, puesto
que oculta un punto importante de nuestra ciencia. Expresa, en efecto,
en la cocción del Rebis filosofar, el color negro, primera apariencia de la
descomposición consecutiva a la mixtión perfecta de las materias del Huevo. Es, según los Filósofos, la señal segura del éxito futuro, el
signo evidente de la preparación exacta del compuesto. El cuervo es, en cierto modo, el sello
canónico de la Obra, como la estrella es la firma del tema inicial.
Pero esta negrura que aguarda el artista, que éste
espera con ansiedad y cuya aparición viene a colmar sus anhelos y lo llena de
gozo, no se manifiesta únicamente en el curso de la cocción. El pájaro negro aparece en diversas
ocasiones, y esta frecuencia permite a los autores sembrar confusión en el
orden de las operaciones.
Según Le Breton, «hay cuatro putrefacciones en la Obra
filosófica. La primera, en la primera
separación; la segunda, en la primera conjunción; la tercera, en la segunda
conjunción, que se produce entre el agua pesada y su sal; por último, la
cuarta, en la fijación del azufre. En
cada una de estas putrefacciones se produce negrura».
Resultó, pues, fácil a nuestros viejos maestros cubrir
el arcano con tupido velo, mezclando las cualidades específicas de las diversas
sustancias, en el curso de las cuatro operaciones que producen el color
negro. De esta manera, es muy laborioso
separarlas y distinguir claramente lo que corresponde a cada una de ellas.
He aquí algunas citas que pueden ilustrar al
investigador y permitirle encontrar su camino en este tenebroso laberinto «En
la segunda operación -escribe el Caballero Desconocido, el prudente artista
fija el alma general del mundo en el oro común y purifica el alma terrestre e
inmóvil. En la citada operación, la putrefacción, a
la que llaman Cabeza de cuervo, es
muy larga. Esta va seguida de
una tercera multiplicación al añadir la materia filosófica o el alma general
del mundo.»
Con esto se indican claramente dos
operaciones sucesivas, la primera de las cuales termina, empezando la segunda
después de aparecer la coloración negra, cosa diferente de la cocción.
Un valioso manuscrito anónimo del siglo XVIII nos
habla también de esta primera putrefacción, que no hay que confundir con las
otras:
«Si la materia no es corrompida y mortificada -dice
esta obra-, no podréis extraer nuestros elementos y nuestros principios; y,
para ayudaros en esta dificultad, os daré señales para conocerla. Algunos filósofos lo han observado
también. Morien dice: es preciso que se
advierta cierta acidez y que aquélla
tenga cierto olor de sepulcro. Philaléthe dice que tiene que parecer
como ojos de pescado, es decir,
pequeñas burbujas en la superficie, y dar la impresión de que produce espuma;
pues esto es señal de que la materia fermenta y bulle. Esta fermentación es muy larga, y hay que
tener mucha paciencia, puesto que se realiza por nuestro fuego secreto, que es el
único agente capaz de abrir, sublimar y pudrir.»
Pero, entre todas estas descripciones, las más numerosas
y más consultadas son las que se refieren al cuervo (o color negro), puesto que engloban todos los caracteres de
las otras operaciones.
Bernardo Trevisano se expresa en
estos términos:
«Notad, pues, que, cuando nuestro compuesto empieza a
estar embebido de nuestra agua permanente, entonces todo el compuesto se
convierte en una especie de pez fundida, y queda ennegrecido como carbón. Y al llegar a este punto, nuestro compuesto
se llama: la pez negra, la sal quemada,
el Plomo fundido, el latón no puro,
la Magnesia y el Mirlo de Juan.
Pues entonces se ve una nube negra, flotando en la región media
de la redoma y en el fondo de ésta
queda la materia fundida a manera de pez, y permanece totalmente disuelta. De la cual nube habla Jaques del burgo S. Saturnin,
al decir: ¡Oh, bendita nube que vuelas en nuestra redoma! Allí está el eclipse de sol, de que habla
Raimundo. Y cuando esta masa está así
ennegrecida, entonces se dice muerta y privada de su forma... Entonces, se
manifiesta la humedad en color de azogue negro y hediondo, el cual era
anteriormente seco, blanco, oloroso, ardiente, depurado de azufre por la
primera operación, y ahora a depurar por esta segunda operación. Y por esto, queda privado este cuerpo de su
alma, que ha perdido, y de su resplandor y de la maravillosa luminosidad que
tenía anteriormente, y es ahora negro y afeado... Esta masa negra o así
ennegrecida es la llave, principio y
señal de la perfecta invención de la manera de obrar del segundo régimen de
nuestra piedra preciosa. Por lo cual, dice Hermes, si veis la negrura, pensad que
habéis ido por buena senda y seguido el buen camino.»
Batsdorff, presunto
autor de una obra clásica que otros
atribuyen a Gaston de Claves, enseña que la
putrefacción se declara cuando aparece la negrura, y que ahí está la señal de
un trabajo regular y conforme a naturaleza. Y añade: «Los Filósofos le han dado diversos
nombres y la han llamado Occidente,
Tinieblas, Eclipse, Lepra, Cabeza de cuervo, Muerte, Mortificación del Mercurio... Resulta,
pues, que por esta putrefacción se hace la separación de lo puro y de lo impuro.
Ahora bien, los
signos de una buena y verdadera putrefacción son una negrura muy negra o muy profunda, un olor hediondo, malo e infecto, llamado por los Filósofos toxicum et venenum, olor que no es sensible para el olfato, sino sólo
para el entendimiento»
Terminemos aquí las citas, que podríamos
multiplicar sin mayor provecho para el estudioso, y
volvamos a las figuras herméticas de Nótre-Dame.
El segundo bajo
relieve nos muestra la efigie del Mercurio filosofal: una serpiente enroscada en una vara de oro.
Abraham el Judío, conocido también por el nombre de Eleazar, la empleó en el
libro que vino a manos de Flamel, cosa que nada tiene de sorprendente, pues
volvemos a encontrar este símbolo durante todo el período medieval.
La serpiente indica la naturaleza incisiva y disolvente del
Mercurio, que absorbe ávidamente el azufre metálico y lo retiene con tanta
fuerza que la cohesión no puede ser ya vencida ulteriormente. Es el «gusano emponzoñado que lo infecta todo
con su veneno», de que nos habla la Antigua
Guerra de los Caballeros. Este reptil es
el tipo de Mercurio en su estado primero, y la vara de oro,
el azufre corpóreo que se le añade. La disolución del azufre o, dicho en otros
términos, su absorción por el mercurio, ha dado pretexto a emblemas muy
diversos; pero el cuerpo resultante, homogéneo y perfectamente preparado,
conserva el nombre de Mercurio filosófico y la imagen del caduceo. Es la materia o el compuesto del primer orden, el huevo sulfatado que sólo exige ya una cocción graduada para
transformarse primero en azufre rojo, después en elixir y, por último, en el tercer período, en Medicina universal. «En nuestra Obra, afirman los filósofos,
basta con el Mercurio.»
Sigue a continuación
una mujer, de largos cabellos antes como llamas. Personifica la Calcinación y aprieta sobre su pecho el disco de la salamandra, «que vive en el fuego y se
alimenta de fuego» Este lagarto fabuloso
no designa otra cosa que la sal central, incombustible
y fija, que conserva su naturaleza hasta en las cenizas de los metales
calcinados, y que los antiguos llamaron simiente
metálica. En la violencia de la acción ígnea, las porciones combustibles de
los cuerpos se destruyen; sólo resisten las partes puras, inalterables, y,
aunque muy fijas, pueden extraerse por lixiviacion.
Tal es, al menos, la
expresión espagírca de la
calcinación, similitud de la que se sirven los Autores para servir de ejemplo a
la idea general que hay que tener del trabajo hermético.
Sin embargo,
nuestros maestros en el Arte cuidan muy bien de llamar la atención del lector
sobre la diferencia fundamental existente entre la calcinación vulgar, tal como
se realiza en los laboratorios químicos, y la que practica el Iniciado en el
gabinete de los filósofos. Ésta no se
realiza por medio de un fuego vulgar, no necesita en absoluto el auxilio del
reverbero, pero requiere la ayuda de un agente oculto, de un fuego secreto, el cual, para dar una idea de su forma, se parece
mas a un agua que a una llama. Este fuego, o esta agua ardiente, es la chispa vital comunicada por el Creador a la
materia inerte; es el espíritu encerrado
en las cosas, el rayo ígneo, imperecedero,
encerrado en el fondo de la sustancia oscura, informe y frígida. Rozamos aquí el más alto secreto de la Obra;
y nos complacería cortar este nudo gordiano en favor de los aspirantes a
nuestra Ciencia, recordando, ¡ay!, que nos vimos detenidos por esta misma
dificultad durante más de veinte años, si nos estuviera permitido profanar un
misterio cuya revelación depende del Padre
de las Luces. Por más que nos pese, sólo podemos
señalar el escollo y aconsejar, con los más eminentes filósofos, la atenta
lectura de Artephius (9), de Pontano (10) y de la obrita titulada Epístola de Igne Philosophorum (11). En ellos se encontrarán valiosas indicaciones
sobre la naturaleza y las características de este fuego acuoso o de esta agua
ígnea, enseñanzas que podrán completarse con los dos textos siguientes.
El autor anónimo de los preceptos del Padre Abraham
dice: «Hay que
extraer esta agua primitiva y celeste
del cuerpo en que se halla, y que se expresa con siete letras según nosotros,
significando la simiente primera de todos los seres, y no especificada ni determinada
en la casa de Aries para engendrar a su hijo.
Es el agua a la que tantos nombres han dado los Filósofos, y es el
disolvente universal, la vida y la salud de todas las cosas. Dicen los
Filósofos que el sol y la luna se bañan en esta agua, y que se
resuelven por ellos mismos en agua, su origen primero. A causa de esta resolución, dícese que
mueren, pero sus espíritus son llevados sobre las aguas de este mar donde
estaban enterrados... Por mucho que digan, hijo mío, que hay otras maneras de
resolver estos cuerpos en su materia primera, aténte a la que yo te declaro,
porque la he conocido por experiencia y según lo que nos transmitieron nuestros
antepasados»
Limojon de Saint-Didier escriben también: «... El fuego secreto de los Sabios es un fuego que el artista prepara según el
Arte, o, al menos, que puede hacer preparar por aquellos que tienen perfecto
conocimiento de la química. Este fuego
no es realidad caliente, sino que es un espíritu
ígneo introducido en un sujeto de la misma naturaleza de la Piedra; y, al
ser medianamente excitado por el fuego exterior, la calcina, la disuelve, la sublima Y la resuelve en agua seca, tal como dice el Cosmopolita»
Por lo demás, no tardaremos en descubrir otras figuras
relacionadas, ya con la fabricación, ya con las cualidades de este fuego secreto encerrado en un agua, que
constituye el disolvente universal.
Ahora bien, la materia que sirve para prepararlo es precisamente objeto
del cuarto motivo: un hombre muestra la imagen del Cordero y sostiene, con la diestra, un objeto desgraciadamente
imposible de determinar en la actualidad. ¿Es un mineral, un fragmento de
atributo, un utensilio o incluso un pedazo de tela? No lo sabemos. El tiempo y el vandalismo pasaron por
allí. Sin embargo, subsiste el Cordero, y el hombre, jeroglífico del
principio metálico macho, nos muestra su figura. Esto nos ayuda a comprender las palabras de
Pernety: «Dicen los Adeptos que extraen su acero
del vientre de Aries y llaman
también a este acero su imán.»
Sigue la
Evolución que nos muestra la oriflama tripartita -triplicidad correspondiente a
los Colores de la Obra- que se describe en todas las obras clásicas.
Estos colores, en número de tres, siguen un orden
invariable que va del negro al rojo pasando
por el blanco. Pero, como la Naturaleza, según el viejo
adagio -Natura non facit saltus-, no actúa nunca
brutalmente, existen muchos otros colores intermedios que aparecen entre los
tres principales. El artista les presta
poca atención, porque son superficiales y pasajeros. Sólo aportan un testimonio de continuidad y
de progresión de las mutaciones internas.
En cuanto a los colores esenciales, duran más tiempo que estos matices
transitorios y afectan profundamente a la materia misma, señalando un cambio de
estado en su composición química. No son
tonos fugaces, más o menos brillantes, que juegan en la superficie del baño,
sino colocaciones en la masa que se
manifiestan exteriormente y reabsorben todas las demás. Creemos que convenía concretar este punto
importante.
Estas fases coloreadas,
específicas de la cocción en la práctica de la Gran Obra, han servido siempre
de prototipo simbólico; atribúyese a cada una de ellas una
significación precisa, y a menudo bastante extendida, a fin de expresar veladamente ciertas verdades concretas. Por esto existe, desde siempre, un lenguaje de los colores, íntimamente
unido a la religión, según dice Portal, y que reaparece, durante la Edad Media,
en los vitrales de las catedrales góticas.
El color negro fue atribuido a Satumo, el cual se
convirtió, en espagiria, en jeroglífico, del plomo, en astrología, en planeta maléfico; en hermético, en el dragón negro o Plomo de los Filósofos,
en magia, en la Gallina negra; etcétera. En los templos de
Egipto, cuando el recipiendario estaba a punto de sufrir las pruebas
de la iniciación, un sacerdote se acercaba a él y le murmuraba al oído esta
frase misteriosa: «¡Acuérdate de que Osiris es un dios negro!» Es el color simbólico de las Tinieblas y
de las Sombras cimerias, el de Satán,
a quien se ofrecían rosas negras, y
también el del Caos primitivo, donde
las semillas de todas las cosas se mezclan y confunden; es el sable de la ciencia heráldica y el
emblema de la tierra, de la noche y de la muerte.
Lo mismo que, en el Génesis, el día sucede a la noche, así la luz sucede a la
oscuridad. La luz tiene por signo el
color blanco. Al llegar a este grado, aseguran los Sabios que su materia se ha desprendido de toda impureza y
ha quedado perfectamente lavada y exactamente purificada. Presentase, entonces bajo el aspecto de
granulaciones sólidas de corpúsculos brillantes, con reflejos diamantinos y de
una blancura resplandeciente. El blanco
ha sido también aplicado a 1a pureza, a la sencillez, a la inocencia. El color blanco es el de los Iniciados,
porque el hombre que abandona las tinieblas para seguir la luz pasa del estado
profano al de Iniciado, al de puro. Queda espiritualmente renovado.
«El término Blanco -dice Pierre Dujols- fue elegido
por razones filosóficas muy profundas.
El color blanco, según atestiguan la mayoría de las lenguas, ha
designado siempre la nobleza, el candor,
la pureza. En el célebre Diccionario-Manual hebreo y caldeo de Gesenius, hur, heur, significa ser blanco,- hurim,
heurim, designa a los nobles, a
los blancos, a los puros.
Esta trascripción del hebreo más o menos variable (hur, heur, hurim, heurim) nos lleva a la palabra heureux
(feliz). Los bienheureux (bienaventurados), los que han sido regenerados y
lavados por la sangre del Cordero, aparecen siempre representados con
vestiduras blancas. Nadie ignora que bienaventurado es, además, equivalente o
sinónimo de Iniciado, de noble, de puro.
Ahora bien, los Iniciados
vestían de blanco. De igual manera
se vestían los nobles. En Egipto, los
Manes vestían también de blanco. Path, el Regenerador, llevaba una ceñida vestidura blanca, para indicar el renacimiento de los Puros o de los Blancos. Los Cátaros, secta a la que pertenecían
los Blancos de Florencia, eran los Puros (del griego Ka0apog). En latín, en alemán, en inglés, las palabras Weiss, White, quieren decir blanco, feliz, espiritual sabio. Por el contrario, en hebreo, schher caracteriza un color negro de
transición; es decir, el profano buscando
la iniciación. El Osiris negro, que
aparece al comienzo del ritual funerario, representa, dice Portal, ese estado
del alma que pasa de la noche al día, de
la muerte a la vida.»
En cuanto al rojo,
símbolo del fuego, señala la exaltación, el predominio del espíritu sobre
la materia, la soberanía, el poder y el
apostolado. Obtenida en forma de cristal
o de polvo rojo, volátil y fusible,
la piedra filosofal se vuelve penetrante e idónea para curar a los leprosos, es decir, para transmutar en oro los metales
vulgares, a los cuales su oxidabilidad hace inferiores, imperfectos, «enfermos
o achacosos»
Paracelso, en el Libro
de las imágenes, habla en estos términos de las colocaciones sucesivas de
la Obra: «Aunque haya -dice- algunos colores elementales -pues el color azulado
corresponde particularmente a la tierra, el verde al agua, el amarillo al aire,
el rojo al fuego, con todo, los colores blanco y negro se refieren directamente
al arte espagírico, en el cual encontramos así los cuatro colores primitivos, a
saber, el negro, el blanco, el amarillo y
el rojo.
Ahora bien, el negro es la
raíz y el origen de los otros colores, pues toda materia negra puede ser
reverberada durante el tiempo que le sea necesario, de manera que los otros
colores aparecerán sucesivamente y cada cual cuando le corresponda. El color blanco sucede al negro, el amarillo
al blanco, y el rojo al amarillo. Ahora
bien, toda materia llegada al cuarto color por medio de la reverberación es la tintura de las cosas de su género, es
decir, de su naturaleza»
Para dar una idea del alcance que toma el simbolismo
de los colores y en particular de los tres colores mayores de la Obra,
observemos que siempre se representa a la Virgen
vestida de azul (equivalente al negro,
como veremos a continuación); a Dios, de
blanco, y a Cristo, de rojo. Aquí encontramos los colores nacionales
de la bandera francesa, la cual, dicho sea de paso, fue compuesta por el masón
Louis David. Para éste, el azul oscuro o el negro representan la burguesía; el blanco está reservado al pueblo,
a los pierrots o campesinos, y el
rojo, a la bailía o realeza. En Caldea, los zigurats, generalmente torres
de tres pisos, a cuya categoría perteneció la famosa Torre de Babel estaban pintados de tres colores: negro, blanco y rojo púrpura.
Hasta aquí hemos hablado de los colores a la manera de
los teóricos, como lo hicieron los Maestros antes que nosotros, a fin de acatar
la doctrina filosófica y la expresión tradicional. Tal vez convendría a partir de ahora
escribir, en bien de los Hijos de la Ciencia, en un tono que fuese más práctico
que especulativo, y descubrir así lo que diferencia el símil de la realidad.
Pocos filósofos han osado aventurarse por este terreno
resbaladizo. Etteilla, al hablarnos de
un cuadro hermético que debió de tener en su poder, nos transmitió algunas
inscripciones que figuraban al pie de aquél; entre éstas, leemos, no sin
sorpresa, este consejo digno de ser seguido:
No os fiéis demasiado del color. ¿Qué quiere decir esto" ¿Acaso los
viejos autores engañaron deliberadamente a sus lectores? ¿Y con qué
indicaciones deberían los discípulos de Hermes sustituir los colores rebeldes
para reconocer y seguir el camino recto?
Buscad, hermanos, sin desanimaros, pues deberéis hacer
aquí, como en otros puntos oscuros, un enorme esfuerzo. Sin duda, habréis leído, en diversos pasajes
de vuestras obras, que los filósofos sólo hablan claramente cuando quieren
alejar a los profanos de su Tabla
redonda. Las descripciones que dan
de sus regímenes, a los que atribuyen coloraciones emblemáticas, son de una
nitidez perfecta. Debéis, pues, sacar la
conclusión de que estas observaciones tan bien descritas son falsas y
quiméricas. Vuestros libros están
cerrados, como el Apocalipsis, con sellos cabalísticos. Tendréis que romper éstos, uno a uno. Reconocemos que la tarea es dura; pero, quien
vence sin peligro, triunfa sin gloria.
Aprended, pues, no ya lo
que distingue un color de otro, sino más bien en qué se diferencia un régimen
del que le sigue. Pero, ante todo, ¿qué
es un régimen? Sencillamente, la manera
de hacer vegetar, de mantener y
aumentar la vida que vuestra piedra recibió en el momento de nacer. Es, pues, un modus operandi que no se traduce forzosamente en una sucesión de
colores diversos. «El que llegue a
conocer el Régimen -escribe
Philaléthe-, será honrado por los príncipes y por los grandes de la tierra.» Y
añade el mismo autor: «No os ocultamos nada, salvo el Régimen. Así, pues, para no
atraer sobre nuestra cabeza la maldición de los filósofos, revelando lo que
ellos creyeron que habían de dejar en la sombra, nos limitaremos a advertir que
el Régimen de
la Piedra, es decir, su cocción, contiene otros varios, o, dicho de otro
modo, varias repeticiones de una misma manera de operar. Reflexionad, apelad a la analogía y, sobre
todo, no os apartéis jamás de la sencillez natural. Pensad que tenéis que comer todos los días, a
fin de conservar vuestra vitalidad,
que el descanso os es indispensable porque
favorece, de una parte, la digestión y la asimilación del alimento, y, de otra,
la renovación de las células gastadas por el trabajo cotidiano. ¿Y acaso no debéis expulsar también, con gran frecuencia,
ciertos productos heterogéneos, desperdicios o residuos no asimilables? De la misma
manera, vuestra piedra necesita alimento para aumentar su fuerza, y este
alimento debe ser graduado, es decir, cambiado en cierto momento. Ante todo dadle leche; el régimen a base de
carne, más sustancioso, vendrá después. Y no olvidéis separar los excrementos cada digestión, pues
vuestra piedra podría infectarse... Seguid pues, el orden de la
Naturaleza y obedecedla con la mayor fidelidad que os sea posible. Y comprenderéis de qué manera conviene
efectuar la cocción cuando hayáis adquirido un conocimiento perfecto del
Régimen. Así captaréis mejor el apóstrofe
que Tollius dirige a los alquimistas esclavos de la letra:
«Id,
marchaos, vosotros que buscáis con extremada aplicación vuestros diversos
colores en las redomas de vidrio.
Vosotros,
que fatigáis mis oídos con vuestro cuervo
negro, estáis tan locos como aquel hombre de la antigüedad que tenía la
costumbre de aplaudir en el teatro, aunque estuviera solo en él, porque siempre
se imaginaba tener ante los ojos algún nuevo espectáculo. Lo mismo hacéis vosotros, cuando vertiendo
lágrimas de gozo, os imagináis que veis en vuestras redomas la blanca paloma, el águila amarilla y el faisán rojo. Id, os digo, y alejaos de
mí, si buscáis la piedra filosofal en una cosa fija; pues ésta no penetrará los
cuerpos metálicos más de lo que podría penetrar el cuerpo humano las más sólida
murallas... sólidas murallas...
»Esto es
lo que tenía que deciros acerca de los colores, a fin de que en el porvenir
dejéis de hacer trabajos inútiles; a lo
cual añadiré unas palabras con referencia al olor.
»La
Tierra es negra, el agua es blanca; el aire se vuelve más amarillento cuando
más se acerca al Sol; el éter es completamente rojo. También la muerte, según se dice, es negra;
la vida está llena de luz; cuanto más pura es la luz, más se aproxima a la
naturaleza angélica, y los ángeles son puros espíritus de fuego. Ahora bien, ¿acaso el olor de muerto o de un
cadáver no es fastidioso y desagradable al olfato? De la misma manera, el olor hediondo denota,
a los filósofos, la fijación; por el contrario, el olor agradable indica
volatilidad, porque se acerca a la vida y al calor.»
Volviendo al basamento de Nótre-Dame, encontraremos, en sexto
lugar, la Filosofía, cuyo disco tiene
grabada una cruz. Aquí tenemos la
expresión de la cuatemidad de los elementos y la manifestación de los dos
principios metálicos, sol y luna -ésta
machacada-, o azufre y mercurio, parientes de la piedra, según Hermes.
IV
Los
motivos que adornan el lado derecho son de lectura más ingrata; ennegrecidos y
corroídos, deben sobre todo su deterioro a la orientación de esta parte deL
pórtico. Azotados por los vientos de
Poniente, siete siglos de ráfagas lo han desgastado hasta el punto de reducir
algunos de ellos al estado de siluetas romas y vagas.
En el
séptimo bajorelieve de esta serie -primero a la derecha-, observamos el corte
longitudinal del atanor y el aparato interno destinado a sostener el huevo
filosófico; el personaje tiene una piedra en la mano derecha.
En el círculo siguiente vemos la imagen de un
grifo. El monstruo mitológico, que tiene
la cabeza y el pecho de águila y toma
del león el resto del cuerpo, inicia
al investigador en las cualidades contrarias que hay que agrupar necesariamente
en la materia filosofal. Encontramos en
esta imagen el jeroglífico de la primera
conjunción, la cual se produce únicamente poco a poco, a medida que se
desarrolla la penosa y fastidiosa labor que los filósofos llamaron sus águilas.
La serie de operaciones cuyo conjunto conduce a la unión íntima del
azufre y del mercurio lleva también el nombre de sublimación. Gracias a la
reiteración de las águilas o
sublimaciones filosóficas, se despoja el mercurio exaltado de sus partes
groseras y terrestres, de su humedad superflua, y se apodera de una porción del
cuerpo fijo, el cual disuelve, absorbe y asimila. Hacer volar el águila
significa, según la expresión hermética, hacer
salir la luz de la tumba y llevarla a
la superficie, que es lo propio de toda sublimación
verdadera. Es lo que nos enseña la fábula de Teseo y
Ariadna. En este caso, Teseo es
OEu-E¿og, la luz organizada, manifiesta, que se separa de Ariana, la araña que está en el centro de su tela, el guijarro, la cáscara vacía, el capullo del gusano de seda, el despojo de la mariposa. «Sabed, hermano
mío -escribe Philaléthe, que la preparación exacta de las águilas voladoras es el primer grado de la perfección, y, para
conocerlo, se precisa un genio industrioso y hábil... Nosotros, para lograrlo,
hemos sudado y trabajado mucho. Por
consiguiente, vos, que no hacéis más que empezar, estad persuadido de que no
triunfaréis en la primera operación sin un gran esfuerzo...
«Comprended, pues, hermano mío, lo que dicen los
Sabios, al observar que conducen sus águilas para devorar al león; y, cuanto
menos águilas se emplean, más duro es el combate y más dificultades se
encuentran para lograr la victoria. Mas,
para perfeccionar nuestra Obra, se necesitan al menos siete águilas, e incluso
deberían emplearse hasta nueve. Y nuestro Mercurio filosófico es el pájaro de Hermes, al cual se da también
el nombre de Oca o de Cisne, y a veces el de Faisán.» Son estas sublimaciones las que describe Calímaco en el Himno a Delos, cuando dice, hablando de los cisnes
«(Los cisnes) giraron siete veces alrededor de Delos... y no habían cantado todavía por
octava vez, cuando Apolo nació.»
Es una variante de la procesión que Josué hizo desfilar siete veces alrededor de Jericó, cuyas
murallas se derrumbaron antes de la octava vuelta.
A fin de señalar la violencia del combate que precede a
nuestra conjunción, los sabios simbolizaron las dos naturalezas con el águila y el león iguales en fuerza, pero
de complexión contraria. El león representa la
fuerza terrestre y fija, mientras que el águila expresa la fuerza aérea y
volátil. Puestos frente a frente,
los dos campeones se atacan, se repelen, se desgarran mutuamente con energía,
hasta que, al fin, después de perder el águila sus alas y el león su melena, ambos
antagonistas no forman más que un solo cuerpo, de calidad intermedia y de
sustancia homogénea, el Mercurio
animado.
En el
tiempo ya lejano en que, estudiando la sublime Ciencia, nos inclinábamos sobre
el misterio repleto de pesados enigmas, recordamos haber visto construir un
bello inmueble cuya decoración nos sorprendió, porque reflejaba nuestras
preocupaciones herméticas. Encima de la
puerta de entrada, dos niños enlazados, varón y hembra, separan y levantan un
velo que los cubría. Sus bustos emergen
de un montón de flores, de hojas y de frutos.
Un bajorrelieve domina el coronamiento angular; representa el combate
simbólico del águila y el león de que acabamos de hablar, y se adivina
fácilmente que el arquitecto debió de tener bastante trabajo para situar el
enojoso emblema, impuesto por una voluntad intransigente y superior (2)...
Este
inmueble, construido con piedra tallada y de una altura de seis Pisos, está
situado en el distrito XVII, en la esquina del bulevar Péreire y de la calle de
Monbel. En Tousson, cerca de Malesherbes
(Seine-et-oise), una antigua mansión del siglo XVIII, de aspecto bastante
señorial, muestra en su fachada, grabada en caracteres de la época, la inscripción
siguiente, cuya disposición y Ortografía respetamos:
Por un Labrador
fui construida
sin interés y con un don celoso,
me Bamó PIEDRA BELLA,
1762.
(La alquimia nevaba todavía el nombre de Agricultura celeste, y sus Adeptos el de Labradores).
El noveno tema
nos permite penetrar - más aún en el secreto de fabricación del Disolvente universal. Una mujer señala
en él -alegóricamente- los materiales necesarios para la construcción del vaso hermético; levanta una pequeña
plancha de madera, parecida en cierto modo a una duela de tonel, cuya esencia
nos es revelada por la rama de roble que
ostenta el escudo. Volvemos a encontrar
aquí la fuente misteriosa esculpida
en el contrafuerte del pórtico, pero el ademán de nuestro personaje delata la
espiritualidad de esta sustancia, de este fuego
de la Naturaleza sin el cual nada puede crecer ni vegetar aquí abajo. Es este espíritu, extendido en la superficie
del globo, lo que el artista sutil e ingenioso debe captar a medida que se
materializa. Añadiremos,
una vez más, que hace falta un cuerpo particular que sirva de receptáculo, una
tierra atractiva donde pueda encontrar un principio susceptible de recibirle y
de darle «corporeidad». «La
raíz de nuestros cuerpos está en el aire -dicen los Sabios-, y su cabeza, en
tierra.» Ahí está ese imán encerrado en el vientre
de Aries, el cual hay que tomar en el instante de su nacimiento, con
tanta destreza como habilidad.
«El agua que empleamos -escribe el autor anónimo de la Llave del gabinete hermético -es un
agua que encierra todas las virtudes del cielo y de la tiera; por eso es el Disolvente general de toda la Naturaleza,- ella abre las puertas de nuestro gabinete hermético y real; en ella están encerrados nuestro Rey y nuestra Reina, y ella
es también su baño... Es la Fuente del Trevisano, donde el Rey se despoja
de su manto de púrpura para vestir hábito negro... Cierto que esta agua es
difícil de obtener; lo cual hizo decir al Cosmopolita, en su Enigma, que
era rara en la isla... Este autor nos la señala más particularmente con estas
palabras: no se parece al agua de la nube, pero tiene de ella toda la
apariencia. En otro lugar, la designa con el nombre de acero y de imán, pues es
realmente un imán que atrae hacia sí todas las influencias del cielo, del sol,
de la luna y de los astros, para comunicarlas a la tierra. Dice que este acero se encuentra en Aries, y que señala el comienzo de la primavera, cuando el sol recorre
el signo del Carnero.. Flamel nos da
una descripción bastante exacta en las Figuras
de Abraham el Judío; nos describe un roble
hueco, de donde brota una fuente, y con la misma agua, un jardinero riega
las plantas y las flores de un parterre.
El roble, que está hueco,
representa el tonel que se construye
con madera de roble, en el que hay que corromper el agua que reserva para regar
las plantas y que es mucho mejor que el agua cruda... Ahora bien, aquí llega el
momento de descubrir uno de los grandes secretos de este Arte, ocultado por los
Filósofos, y sin cuyo vaso no podréis
hacer esta putrefacción y purificación de nuestros elementos, de la misma
manera que no podríamos hacer vino sin que antes hirviese en el tonel. Ahora bien, así como el tonel está hecho de
madera de roble, así el vaso debe ser de madera de viejo roble, redondeado por
dentro, como un hemisferio, con los bordes muy gruesos y escuadrados; a falta
de esto, un barrilillo y otro parecido para cubrirlo. Casi todos los Filósofos han hablado de ese vaso absolutamente necesario para esta
operación. Philatéthe lo describe
valiéndose de la fábula de la serpiente pitón, que Cadmo atravesó de parte a
parte contra un roble. Hay una figura en
el libro de las Doce llaves que
representa esta misma operación y el vaso
en que ésta se hace, del cual sale una gran humareda, que denota la
fermentación y la ebullición de esta agua; y esta humareda termina en una
ventana, por la que se ve el cielo, en el que aparecen el sol y la luna, que
señala el origen de esta agua y las
virtudes que contiene. Es nuestro vinagre mercurial que baja del cielo a la tierra y sube de la
tierra al cielo.»
Hemos dado este texto porque puede ser de utilidad, a
condición, empero, de que sepamos leerlo con prudencia y comprenderlo con
lucidez. Debemos aquí repetir una vez
más la máxima tan cara a los Adeptos: el espíritu vivifica, pero la letra mata.
Y henos ahora frente a un símbolo muy complejo: el del
León. Complejo porque no podemos, ante la actual desnudez de la
piedra, contentamos con una sola explicación.
Los Sabios han añadido al león diversos calificativos, ya para expresar
el aspecto de las sustancias sobre las que actúan, ya para designar una
cualidad especial y preponderante. En el
emblema del Grifo (motivo octavo), hemos visto que el León, rey de los animales
terrestres, representaba la parte fija, básica, de un compuesto, fijeza que, en
contacto con la volatilidad adversa, perdía la mejor parte de sí misma, la que
caracterizaba su forma, es decir, en lenguaje jeroglífico, la cabeza. Esta vez
debemos estudiar el animal sólo, e ignoramos de qué color estaba
originariamente revestido. En general,
el León es el signo del oro, tanto alquímico como natural; expresa, pues, las
propiedades fisicoquímicas de estos cuerpos.
Pero los textos dan el mismo nombre a la materia receptiva del Espíritu universal, del fuego secreto en
la elaboración del disolvente. En ambos
casos, se trata siempre de una interpretación de poder, de incorruptibilidad,
de perfección, como, indica por lo demás, con bastante elocuencia, el caballero
de enhiesta espada y cubierto con cota de malla que nos presenta al rey de la
fauna alquímica.
El primer agente magnético empleado para preparar el
disolvente -que algunos han llamado Alkaest-
recibe el nombre de León verde, debido no tanto a su coloración verde como
al hecho de que no ha adquirido todavía las características minerales que
distinguen químicamente el estado adulto del estado naciente. Es un fruto verde y acerbo, comparado con el fruto rojo y maduro. Es la
juventud metálica, sobre la que todavía no ha actuado la Evolución, pero, que
contiene el germen latente de una energía real, llamada a desarrollarse más
adelante. Es el arsénico y el plomo con
respecto a la plata y el oro. Es la
imperfección actual de 1a que saldrá la mayor perfección futura; el rudimento
de nuestro embrión, el embrión de nuestra piedra, la piedra de nuestro elixir. Algunos adeptos, entre ellos Basilio
Valentin, lo llamaron Vitríolo verde, para
expresar su naturaleza cálida, ardiente y salina; otros, Esmeralda de los Filósofos, Rocío del mayo, Hierba saturnina, Píedra vegetal, etcétera. «Nuestra agua
toma los nombres de las hojas de todos los árboles, de los árboles mismos y de
todo lo que presenta un color verde, a fin de engañar a los insensatos», dice
el Maestro Arnau de Vilanova.
En cuanto al León
rojo, no es otra cosa, según los filósofos, que la misma materia, o León verde, llevada por determinados
procedimientos a esta calidad especial que caracteriza al oro hermético o león rojo.
Esto movió a Basilio Valentín a darnos el siguiente consejo: «Disuelve y alimenta al verdadero León con la sangre del León
verde, pues la sangre fija del León rojo está hecha de sangre volátil del
verde, porque ambos son de la misma naturaleza.»
De estas
interpretaciones, ¿cuál es la verdadera?
He aquí una cuestión que nos confesamos incapaces de resolver. El león simbólico había sido, sin duda
alguna, pintado o dorado. Cualquier
vestigio de cinabrio, de malaquita o de metal nos sacaría de apuros. Pero no queda nada, salvo la piedra calcárea
corroída, grisácea y gastada por el tiempo. ¡El león de piedra guarda su
secreto!
La extracción del Azufre rojo e incombustible aparece
manifestada por la figura de un monstruo mezcla de gallo y de zorra. Es el mismo símbolo de que se sirvió Basilio
Valentín en la tercera de sus Doce
llaves. «Es este soberbio manto con la Sal de los Astros, dijo el Adepto,
que sigue a este azufre celeste, guardado cuidadosamente por miedo de que se
gaste, y los hace volar como un pájaro, mientras sea necesario, y el gallo se
comerá la zorra, y se ahogará y asfixiará en el agua; después, volviendo a la
vida por el fuego, será (a fin de que a cada uno le llegue su vez) devorado por
la zorra» (lám. XVI).
Después de la zorra-gallo, viene el Toro.
Considerado como signo zodiacal, es el segundo mes de
las operaciones preparatorias en la primera obra, y el primer régimen del fuego
elemental en la segunda. Como figura de
carácter práctico, y puesto que el toro y el buey están consagrados al sol,
como la vaca lo está a la luna, representa el Azufre, principio masculino, dado
que el sol es llamado metafóricamente por Hermes, Padre de la piedra. El toro y la
vaca, e1 sol y 1a luna, el azufre y el mercurio, son, Pues,
jeroglíficos de idéntico sentido y designan las naturalezas primitivas
contrarias, antes de su conjunción, naturaleza
que el Arte extrae de cuerpos mixtos imperfectos.
V
De los
doce medallones que adornan la hilera inferior del basamento, diez recabarán
nuestra atención; hay, efectivamente, dos que han sufrido mutilaciones
demasiado profundas para que nos sea posible rehacer su sentido. Prescindiremos, pues, mal que nos pese, de
los restos informes del quinto medallón (lado izquierdo) y del undécimo (lado
derecho).
Cerca del contrafuerte que separa el pórtico central
de la fachada norte, el primer motivo nos presenta un caballero desarzonado
agarrándose a la crin de un fogoso caballo (lámina XVIII). Esta alegoría se
refiere a la extracción de las partes fijas, centrales y puras, por los
volátiles o etéreos en la Disolución filosófica. Es, propiamente, la rectificación del
espíritu obtenido y la destilación de
este espíritu sobre la materia pesada. El corcel, símbolo de
rapidez y de ligereza, representa la sustancia espiritosa; el caballero indica la ponderabilidad del cuerpo metálico grosero. A cada destilación, el caballo derriba a su jinete, lo volátil abandona lo fijo; pero el caballero vuelve inmediatamente por
sus fueros, y se aferra a ellos hasta que el animal, extenuado, vencido y
sumiso, consienta en llevar su obstinada carga y no pueda ya desprenderse de
ella. La absorción de lo
fijo por lo volátil se efectúa lenta y trabajosamente. Para lograrla, hay que tener mucha paciencia
y mucha perseverancia y repetir a menudo el baño del agua sobre la tierra, del
espíritu sobre el cuerpo.
Y sólo mediante esta técnica -larga y fastidiosa, en
verdad- se llega a extraer la sal oculta
del León rojo, con la ayuda del espíritu del León verde. El corcel de Nótre-Dame es igual al Pegaso alado de la fábula (raíz
7r7l'Y71,fuente). Como él, arroja al suelo a sus jinetes, llámense Perseo o
Belerofonte. Es él quien transporta a Perseo por los aires hasta la morada de
las Hespérides, y hace brotar, de una
coz, la fuente Hipocrene en el monte
Helicón, fuente que, según se dice, fue descubierta por Cadmo.
En el segundo medallón, el Iniciador nos presenta un espejo con una mano, mientras sostiene
con la otra el cuerno de Amaltea; a su lado, vemos el Árbol de Vída (Iám. XIX) El espejo simboliza el comienzo de la obra;
el Arbol de Vida indica su final, y el cuerno de la abundancia, el resultado.
Alquímicamente, la materia prima, la que el artista
debe elegir para empezar la Obra, se denomina Espejo del Arte «Ordinariamente,
es llamada Espejo del Arte por los
Filósofos -dice Moras de Respour- porque ha sido principalmente gracias a ella
que hemos aprendido la composición de los metales en las vetas de la tierra...
También se dice que la sola indicación de naturaleza puede instruirnos» Es lo mismo que enseña el Cosmopolita cuando,
hablando del Azufre, nos dice: «En su
reino, hay un espejo en el cual se ve
todo el mundo. Quienquiera que mire en
este espejo puede ver y aprender las
tres partes de la Sapiencia de todo el mundo, y, de esta manera, será
sapientísimo en estos tres reinos, como lo fueron Aristóteles, Avicena y otros
varios, los cuales, al igual que sus predecesores, vieron en este espejo cómo fue creado el mundo» Basilio Valentín dice también en su Testamentum
«El cuerpo entero de Vitriolo debe
reconocerse únicamente mediante un Espejo
de la Ciencia filosófica... Es un Espejo en el que se ve brillar y aparecer
nuestro Mercurio, nuestro Sol y Luna, y mediante el cual podemos mostrar en un
instante y probar al incrédulo Tomás la ceguera de su crasa ignorancia.»
Pernety, en su Diccionario
mito-hermético, no citó este término, ya sea porque no lo conociese, o porque
lo omitiese deliberadamente. Este
sujeto, tan vulgar y tan despreciado, se convierte seguidamente en el Arbol de Vida, Elixir o Piedra
filosofal, obra maestra de la Naturaleza ayudada por el trabajo humano, pura y
rica joya de la alquimia. Síntesis metálica
absoluta, asegura al feliz poseedor de este tesoro el triple gaje del saber, de
la fortuna y de la salud. Es el cuerno
de la abundancia, fuente inagotable de las dichas materiales de nuestro mundo
terrestre. Recordemos, por último, que
el espejo es el atributo de 1a Verdad, de la Prudencia y de la Ciencia según todos los poetas y mitólogos griegos.
Veamos ahora la alegoría del peso natural el alquimista retira el velo que cubría la balanza.
La mayoría de los filósofos han sido poco prolijos en
lo tocante al secreto de los pesos.
Basilio Valentin se limitó a decir que había que «entregar un cisne
blanco al hombre doble ígneo» lo cual parece corresponder al Sigillum Sapientum de Huginus de Barma,
en que el artista sostiene una balanza, uno de cuyos platillos se inclina en
una aparente proporción de dos a uno con respecto al otro. El Cosmopolita, en su Tratado de la Sal es todavía menos preciso: «El peso del agua
-dice- debe ser plural, y el de la tierra rameada de blanco o de rojo debe ser
singular.» El autor de los Aforismos basilianos, o Cánones herméticos del
Espíritu y del Alma, escribe en el canon XVI: «Comenzamos nuestra obra
hermética con la conjunción de los tres principios preparados según determinada
proporción, la cual consiste en el peso del cuerpo, que debe ser casi igual a
la mitad del espíritu y el alma»
Si Raimundo Lulio y Philaléthe hablaron de ello, la
mayoría prefirió guardar silencio; algunos pretendieron que la Naturaleza, por
sí sola, distribuía las cantidades según una armonía misteriosa e ignorada por
el Arte. Estas contradicciones apenas si
resisten al examen. En efecto, sabemos
que el mercurio filosófico resulta de la absorción de cierta parte de azufre
por una cantidad determinada de mercurio; es, pues, indispensable conocer
exactamente las proporciones recíprocas de los componentes, si operamos a la
manera antigua. Huelga añadir que estas
proporciones aparecen envueltas en símiles y llenas de oscuridad, incluso en
los autores más sinceros. Pero debemos
recalcar, por otra parte, que es posible sustituir con oro vulgar el azufre
metálico; en este caso, como el exceso de disolvente puede eliminarse siempre
por destilación, el peso queda reducido a una sencilla apreciación de
consistencia. La balanza constituye,
como vemos, un indicio valioso para la determinación del procedimiento antiguo,
del cual parece que debemos excluir el oro.
Nos referimos al oro vulgar que no ha sufrido la exaltación ni la transfusión,
operaciones que, al modificar sus propiedades y sus caracteres físicos, lo
hacen propio para el trabajo.
Uno de los cartones que estudiamos nos muestra una
disolución especial y poco empleada. Es
la del azogue vulgar con el fin de obtener el mercurio común de los filósofos, al cual llaman éstos «nuestro»
mercurio, para diferenciarlo del metal fluido de que procede. Aunque encontramos con frecuencia
descripciones bastante extensas sobre este tema, no ocultaremos que semejante
operación nos parece aventuradas si no sofisticado. Según los autores que han hablado de ello, el mercurio vulgar, limpiado de toda impureza y
perfectamente exaltado, adquiriría una calidad ígnea que no posee y podría
convertirse a su vez en disolvente. Una reina, sentada en un trono, derriba de un
puntapié al paje que, con una copa en la mano, ha venido a ofrecerle sus
servicios.
No debemos ver, pues, en esta técnica, suponiendo que
pueda proporcionar el disolvente esperado, más que una modificación del sistema
antiguo, y no una práctica especial, puesto que el agente sigue siendo el
mismo. Ahora bien, no comprendemos qué
ventaja nos reportaría una solución de mercurio con ayuda del disolvente
filosófico, habida cuenta de es el agente principal y secreto por
excelencia. Sin embargo así lo pretende
Sabine Stuart de Chevalier. «Para obtener el mercurio filosófico -escribe este
autor- hay que disolver el mercurio vulgar sin que éste pierda nada de su peso,
pues toda su sustancia debe ser convertida en agua filosófica. Los filósofos conocen un fuego natural que
penetra hasta el corazón del mercurio y que lo apaga interiormente; conocen
también un disolvente que lo convierte en agua argentina pura y natural; ésta no
contiene ni debe contener ningún corrosivo. En cuanto el mercurio se ha librado de sus
ligaduras y es vencido por el calor... toma la forma del agua, y esta misma
agua es la cosa más valiosa que puede haber en el mundo. Se necesita muy poco tiempo para hacer tomar
esta forma al mercurio vulgar» Se nos perdonará que no seamos de la misma
opinión, pues tenemos buenas razones, apoyadas en la experiencia, para no creer
que el mercurio vulgar, desprovisto de agente propio, pueda convertirse en agua útil para la Obra. El servus
fugitivus que nos hace falta es un agua
mineral y metálica, sólida, cortante, con el aspecto de una piedra, y de fácil licuación. Esta agua coagulada, en
forma de masa pétrea, es el Alkaest y el
Disolvente universal.
Si conviene leer los filósofos -según el consejo de Philaléthe- con un
grano de sal, tendríamos que utilizar la salina entera para el estudio de
Stuart de Chevalier.
Un anciano transido de frío, encorvado bajo el arco
del medallón siguiente, se apoya, cansado y desfallecido, en un bloque de
piedra; una especie de manguito envuelve su mano izquierda.
Es fácil reconocer aquí la primera fase de la segunda
Obra, cuando el Rebis hermético,
encerrado en el centro del atanor, sufre la dislocación de sus partes y tiende
a mortificarse. Es el principio, activo y suave, del fuego de rueda simbolizado por el frío y por el invierno,
período embrionario en que las semillas, encerradas en el seno de la tierra
filosofal, experimentan la influencia fermentadora de la humedad. Va a aparecer el reino de Saturno,
emblema de la disolución radical, de la descomposición y del color
negro. «Soy viejo, estoy débil y enfermo -le hace decir Basilio Valentín-; por
esta causa me veo encerrado en una fosa... El fuego me atormenta en gran
manera, y la muerte quebranta mi carne y mis huesos» Un tal Demetrius, viajero
citado por Plutarco -los griegos fueron maestros en todo, incluso en la exageración-,
refiere con toda seriedad
que, en una de las islas que visitó en la costa de Inglaterra, se encuentra
Saturno, encarcelado y sumido en profundo sueño. El gigante Briareo (Egeón) hace el papel de
guardián de su prisión. ¡Y he aquí cómo, con la ayuda de fábulas herméticas,
escribieron la Historia célebres autores!
El sexto medallón no es más que una reproducción
fragmentaria del segundo. Volvemos a
encontrar en él, al Adepto, quien, juntas las manos, en actitud orante, parece
dirigir su acción de gracias a la Naturaleza, representada por los rasgos de un
busto femenino reflejado en un espejo. Reconocemos aquí el jeroglífico del tema de los Sabios, el espejo en el que
«vemos toda la Naturaleza al descubierto» (Iám.
XXIII).
A la derecha del pórtico, el séptimo medallón nos
muestra a un anciano disponiéndose a franquear el umbral del Palacio misterioso. Acaba de
arrancar el velo que ocultaba la entrada a las miradas de los profanos. Es el primer paso dado en la práctica, el
descubrimiento del agente capaz de producir la reducción del cuerpo fijo, de recrudecerlo, según la expresión
empleada, hasta darle una forma análoga a la de su sustancia prima (lám. XXIV).
Los alquimistas aluden a esta operación cuando nos hablan de reanimar las materializaciones, es
decir, de dar vida a los metales muertos.
Es la Entrada al Palacio cerrado del Rey, de Philaléthe, la
primera puerta de Ripley y de Basilio Valentin, puerta que es preciso saber
abrir. El anciano no es otro que nuestro
Mercurio, agente secreto del cual
muchos bajo relieves nos han revelado la naturaleza, el modo de actuar, los
materiales y el tiempo de la preparación.
En cuanto al Palacio, representa
el oro vivo, o filosófico, oro vil, despreciado por el ignorante, oculto bajo
harapos que lo hurtan a los ojos, aunque sea preciosísimo para el que conoce su
valor. Nosotros debemos ver en este
motivo una variante de la alegoría de los Leones
verde y rojo, del disolvente y del cuerpo a disolver. En efecto, el anciano, que los textos
identifican con Saturno -el cual, según se dice, devoraba a sus hijos-estaba
antaño pintado de verde, mientras que el interior visible del Palacio
presentaba una coloración purpúrea.
Más adelante citaremos las fuentes a que podemos acudir para averiguar, gracias
al colorido original, el sentido de Saturno, considerado como disolvente, es
muy antiguo. En un sarcófago del Louvre,
que contuvo la momia de un sacerdote hierogramático de Tebas, llamado Poeris,
podemos observar, en el lado izquierdo, al dios Shu, sosteniendo el cielo con
ayuda del dios Chnufis (el alma del mundo), mientras que, a su pies, se halla
tumbado el dios Seb (Saturno), cuya carne es de color verde.
El círculo siguiente nos permite
presenciar el encuentro del anciano y el rey coronado, del disolvente y el
cuerpo, del principio volátil y la sal metálica fija, incombustible y
pura. La alegoría tiene un gran parecido
con el texto parabólico de Bernardo Trevisano, en que «el sacerdote anciano y
viejo en años» se muestra tan buen conocedor de las propiedades de la fuente
oculta, de su acción sobre el «rey del país», al que imanta, atrae y
absorbe. En esta operación, y cuando se
produce la animación del mercurio, el oro o rey es disuelto poco a poco y sin
violencia; no ocurre lo propio en la segunda, en la cual, contrariamente a la
amalgama ordinaria, el mercurio hermético parece atacar el metal con un vigor
característico y que se parece bastante a las efervescencias químicas. Los sabios dijeron a este respecto que, en la
Conjunción, se producían violentas tormentas, grandes tempestades, y que las
olas de su mar ofrecían el espectáculo de un «áspero combate». Algunos representaron esta reacción por una
lucha a muerte entre animales diferentes: águila
y león (Nicolás Flamel), gallo y zorra (Basilio Valentin), etc. Pero, a nuestro entender, la mejor
descripción -y, sobre todo, la más iniciadora- es la que nos dejó el gran
filósofo Cyrano Bergerac del espantoso duelo que sostuvieron ante sus ojos la Rémora y la Salamandra. Otros -y son los más numerosos- buscaron los elementos
de sus figuras en el génesis primario y tradicional de la Creación;
describieron éstos la formación del compuesto filosofal asimilándola a la del
caos terrestre, producto de las conmociones y de las reacciones del fuego y del
agua, del aire y de la tierra.
Aunque
más humano y más familiar, no por ello el estilo de Nótre-Dame es menos noble
ni menos expresivo. Las dos naturalezas están representadas en él por
niños agresivos y camorristas que, al venir a las manos, no escatiman los
puñetazos. En lo más fuerte del
pugilato, uno de ellos deja caer un pote, y el otro, una piedra (Iám. XXV).
Imposible describir con mayor claridad y sencillez la acción del agua póntica sobre la materia grave:
este medallón honra al maestro que lo concibió.
De esta serie de temas con que terminaremos la
descripción de las figuras del pórtico central, se infiere claramente que la
idea rectora tuvo como objetivo la agrupación de los puntos variables en la
práctica de la solución. Efectivamente, ella nos basta para identificar el
procedimiento seguido. La disolución del oro alquímico por el Disolvente
Alkaest caracteriza el primer sistema; la del oro vulgar por nuestro mercurio indica el segundo. Mediante ella, realizamos el mercurio animado.
Por último,
una segunda solución, la del Azufre -rojo o blanco- por el agua filosófica,
constituye el objeto del duodécimo y último bajo relieve. Un guerrero deja caer
su espada y se detiene, sobrecogido, ante un árbol al pie del cual aparece un cordero, el árbol muestra tres
enormes frutos redondos, y, entre sus ramas, aparece la silueta de un pájaro.
Volvemos a encontrar aquí el árbol solar que
describe el Cosmopolita en la parábola del Tratado
de la Naturaleza, el árbol del cual hay que extraer el agua. En cuanto al
guerrero, representa al artista que acaba de cumplir el trabajo de Hércules que es nuestra preparación. El cordero atestigua que aquél supo elegir
la estación favorable y la sustancia adecuada; el pájaro indica la naturaleza
volátil del compuesto «más celeste que terrestre». Después, sólo tendrá que
imitar a Satumo, el cual, dice el Cosmopolita, «tomó diez partes de esta agua,
y seguidamente cogió el fruto del árbol solar y lo puso en esta agua... Porque
esta agua es el Agua de vida, que
tiene poder de mejorar los frutos de este árbol, de manera que, en lo sucesivo,
no habrá ya necesidad de plantarlo ni de injertarlo, porque ella podrá, con su
solo olor, dar a los otros seis árboles su misma naturaleza». Además, esta
imagen es una representación de la famosa expedición de los Argonautas, ya que
vemos en ella a Jasón junto al Vellocino de Oro y e1 árbol de preciosos frutos
del Jardín de las Hespérides.
En el curso de este estudio, hemos tenido ocasión de
lamentar no sólo las deterioraciones producidas por estúpidos inconoclastas,
sino también la completa desaparición del polícromo revestimiento que antaño
poseía nuestra admirable catedral. No
nos queda ningún documento bibliográfico capaz de ayudar al investigador y de
remediar, siquiera en parte, el daño de los siglos. Sin embargo, no tenemos necesidad de
compulsar viejos pergaminos, ni de hojear en vano antiguas estampas: Nótre-Dame
conserva dentro de ella misma el prístino colorido de su pórtico central.
Guillermo de París, cuya perspicacia no nos cansaremos
de alabar, supo prever el considerable perjuicio que el tiempo habría de
infligir a su obra. Como maestro
precavido que era, hizo reproducir minuciosamente los motivos de los medallones
en los vitrales del rosetón central. El
cristal viene así a completar la piedra, y, gracias al auxilio de la materia
frágil, el esoterismo recobra su pureza primitiva.
Aquí descubriremos el sentido de los puntos dudosos de
la estatuaria. Por ejemplo, en la
alegoría de la Cohobación (primer
medallón), el vitral nos presenta, no un jinete vulgar, sino un príncipe
coronado de oro, con vestidura blanca y medias rojas; de los dos niños que
riñen, uno es de color verde, y el otro, de un gris violeta; la reina que
derriba al Mercurio lleva corona blanca, camisa verde y manto de púrpura. Incluso nos sorprende encontrar aquí ciertas
imágenes desaparecidas de la fachada, como la del artesano, sentado a una mesa
roja, que extrae grandes monedas de oro de un saco; o la de la mujer de verde
corpiño y brial escarlata, que se alisa la cabellera ante un espejo; o la de
los Gemelos, del zodíaco inferior, uno de los cuales tiene el color del rubí, y
el otro, el de la esmeralda; etcétera.
¡Qué profundo tema de meditación nos ofrece la
ancestral Idea hermética, en su armonía y en su unidad! Petrificada en la fachada, cristalizada en el
círculo enorme del rosetón, pasa del mutismo a la revelación, de la gravedad al
entusiasmo, de la inercia a la expresión viva.
Borrosa, material y fría bajo la cruda luz del exterior, surge del cristal
en haces de colores y penetra en las naves, vibrante, cálida, diáfana y Pura
como la Verdad misma.
Y el
alma no puede librarse de cierta turbación en presencia de esta otra antítesis,
todavía más paradójica: «¡la antorcha
del pensamiento alquímico iluminando el templo del pensamiento
cristiano!»
VI
Dejemos
el pórtico principal y pasemos al pórtico norte o de la Virgen. En el centro
del tímpano, y en la cornisa de en
medio, observad el sarcófago, accesorio de un episodio de la vida de
Cristo. Veréis en él siete círculos: son
los símbolos de los siete metales planetarios.
El sol indica el oro, y Mercurio, el azogue;
Venus es al bronce, lo que Saturno al plomo;
la Luna es imagen de la plata; Júpiter, del estaño,
y Marte, del hierro (1).
El círculo central aparece decorado de una manera particular, mientras que
los otros seis se repiten a pares, cosa que jamás se produce en los motivos
puramente ornamentales del arte ojival.
Más aún: esta simetría se extiende desde el centro hacia las extremidades,
tal como enseña el Cosmopolita. «Contempla el cielo y las esferas de los
planetas -dice ese autor (2)- y verás que Saturno
es el más alto de todos, al cual sucede
Júpiter, y después Marte, el Sol, Venus, Mercurio y, por último, la Luna. Considera ahora que las virtudes de los
planetas no suben, sino que descienden; incluso la experiencia nos enseña que
Marte se convierte fácilmente en Venus, y no Venus en Marte, pues ella es la
esfera más baja. De la misma manera,
Júpiter se transmuta fácilmente en Mercurio, porque Júpiter está más alto que
Mercurio; aquél es el segundo a partir del firmamento, éste es el segundo
encima de la Tierra; y Saturno es el más alto, y la Luna la más baja; el Sol se
mezcla con todos, pero nunca es mejorado por los inferiores. Advertirás, pues, que hay una gran
correspondencia entre Saturno y la Luna, en medio de los cuales está el Sol,
como también entre Mercurio y Júpiter, y Marte y Venus, todos los cuales tienen
el Sol en el medio.»
La concordancia de
mutación de los planetas metálicos entre sí aparece, pues, señalada, en el
pórtico de Nótre-Dame, de la manera más formal.
El motivo central simboliza el Sol; los florones de los extremos
representan Saturno y la Luna; después vienen, respectivamente, Júpiter y
Mercurio; y, por último, a los lados del Sol, Marte y Venus.
Pero hay algo todavía más curioso. Si analizamos la singular hilera que parece
unir las circunferencias de los rosetones, veremos que está formada por una
sucesión de cuatro cruces y tres báculos, uno de los cuales es de espiral
sencilla, y los otros, de doble voluta.
Obsérvese, de pasada, que si se tratase de un propósito ornamental, los
atributos hubieran debido ser, necesariamente, en número. de seis o de ocho, a
fin de obtener una simetría perfecta; sin embargo, no es así, y la
circunstancia de que uno de los espacios, el de la izquierda, permanezca vacío,
acaba de demostrar que se quiso dar al conjunto un sentido simbólico.
Las cuatro cruces representan, al igual que en la notación,
espagírica, los metales imperfectos; los báculos de doble es-piral, los dos
metales perfectos, y el báculo sencillo, el mercurio, semimetal o semiperfecto.
Pero, si apartamos los ojos del tímpano y bajamos mirada hacia
la parte izquierda del basamento, dividido cinco nichos, observaremos unas
curiosas figuritas en el pacio existente entre las pequeñas arcadas.
He aquí, yendo desde fuera hacia el pie derecho, el perro y las dos palomas (Iám. XXVII), que hallamos descritos en la animación del
mercurio exaltado; el perro de Corasceno,
del que hablan Artephius y Philaléthe, al cual hay que saber separar del
compuesto en estado de polvo negro, y las Palomas
de Diana, otro enigma desesperante bajo el cual se ocultan la
espiritualización y la sublimación del mercurio filosofal. El cordero,
emblema de la edulcoración del principio arsenical de la Materia; el hombre doblado, magnífica representación
del apotegma alquímico solve et coagula, el
cual enseña a realizar la conversión elemental volatilizando lo fijo y fijando
lo volátil (Iám. XXVIII):
Si lo fijo sabes
disolver,
Y lo disuelto volatilizar,
Y lo volátil fijar luego en polvo,
tienes motivo de
consolación.
En esta parte del pórtico hallábase esculpido antaño el
jeroglífico principal de nuestra práctica: se trataba del Cuervo.
Figura principal del blasón hermético, el cuervo de Nótre-Dame
había ejercido, desde siempre, una atracción muy viva sobre los alquimistas; y
es que una antigua leyenda lo designaba como única señal de un depósito
sagrado. Decíase, en efecto, que
Guillerino de París, «el cual -dice Victor Hugo ha sido sin duda condenado por
haber agregado tan infernal frontispicio al santo poema que canta eternamente
el resto del edificio», había escondido la piedra filosofal en uno de los
Pilares de la inmensa nave. Y el lugar
exacto de este escondrijo misterioso venía precisamente determinado por el
ángulo visual del cuervo...
De esta manera, pues, según la leyenda, el pájaro simbólico
señalaba antaño, desde fuera, el lugar ignorado del pilar secreto en que se
hallaba encerrado el tesoro.
En la cara externa de los pilares sin imposta que sostienen el
dintel y el arranque de las dovelas, se hallan representados los signos del
zodíaco. En primer lugar, empezando por
abajo, encontramos Aries, después, Tauro,
y, en lo alto, Géminís. Son los meses primaverales que señalan el
comienzo del trabajo y el tiempo adecuado para las operaciones
Sin duda, objetarán algunos que e1 zodíaco puede no tener una
significación oculta y representar únicamente la zona de las
constelaciones. Es posible. Pero, en este caso, tendríamos que encontrar
el orden astronómico, la sucesión cósmica de las figuras zodiacales, en modo
alguno ignorada por nuestros antepasados.
Sin embargo, Leo sucede a Géminis, usurpando el lugar de Cáncer, que ha sido desterrado al pilar
opuesto. El imaginero, quiso, pues, indicar, valiéndose de esta hábil transposición, la conjunción del fermento filosófico –o León- con el compuesto mercurial, unión que debe producirse hacia
el final del cuarto mes de la primera Obra. Observamos también,
bajo este pórtico, un pequeño relieve cuadrangular sumamente curioso. Sintetiza y
expresa la condensación del Espíritu
universal, el cual forma, en cuanto se materializa, el famoso Baño de los astros, en el cual el sol y la luna químicos deben
bañarse, cambiar la naturaleza y rejuvenecerse. Vemos en él a un niño que cae de un crisol
grande como una cuba y sostenido por un arcángel en pie, nimbado, con un ala
extendida, y que parece pegar al inocente.
Todo el fondo de la composición lo ocupa un cielo nocturno y
constelado. Reconocemos en este tema una
simplificación de la alegoría de la Degollación
de los Santos Inocentes, tan cara
a Nicolas Flamel y que pronto veremos en un vitral de la Sainte-Chapelle.
Sin entrar detalladamente en la técnica de la operación -cosa
que ningún autor se ha atrevido a hacer-, diremos no obstante, que el Espíritu universal materializado en los
minerales bajo el nombre alquímico de Azufre,
constituye el principio y el agente eficaz de todas las tinturas metálicas.
Pero este Espíritu, esta sangre roja
de los niños, sólo puede obtenerse descomponiendo lo que la Naturaleza
había antes reunido en ellos. Es, pues, necesario que el cuerpo perezca, que sea
crucificado y que muera, si se quiere extraer el alma, vida metálica y Rocío celeste, que
aquél tenía encerrada. Y de esta
quintaesencia, trasvasada a un cuerpo puro, fijo, perfectamente cocido, nacerá
una nueva criatura, más resplandeciente que cualquiera de aquéllas de quienes
procede. Los cuerpos no tienen acción los unos sobre los otros; sólo el
espíritu es activo y eficaz.
Por esto los Sabios, conocedores de que la sangre
mineral que necesitaban para animar el cuerpo fijo e inerte del oro no era más
que una condensación del Espíritu universal, alma de toda cosa; sabedores de que esta condensación en forma húmeda,
capaz de penetrar y hacer vegetativos los cuerpos mixtos sublunares, sólo podía producirse de noche, a favor de las
tinieblas, del cielo Puro y del aire tranquilo; sabedores, en fin, de que la
estación durante la cual se manifestaba aquélla con
mayor actividad y abundancia correspondía a la primavera terrestre;
por todas estas razones combinadas, los Sabios le dieron el nombre de Rocío de Mayo. Así, Thomas Corneille (3)
no nos sorprende cuando asegura que los grandes maestros de la Rosa Cruz eran
llamados Hermanos del Rocío Cocido*, significación
que ellos Mismos daban a las iniciales de su orden: F. R. C. Quisiéramos poder
decir algo más sobre este tema de extraordinaria importancia y mostrar cómo el Rocío de Mayo (Maya era madre de Hermes)
-humedad vivificadora del mes de María,
la Virgen madre- se extrae fácilmente de un cuerpo particular, abyecto,
despreciado y cuyas características hemos ya descrito; pero existen límites
infranqueables... Rozamos aquí el más alto secreto de la Obra y deseamos
cumplir nuestro juramento. Ahí está el Verbum dimissum de Trevisano, la Palabra perdida de los francmasones
medievales, la que todas las Hermandades herméticas esperaban descubrir de
nuevo y cuya búsqueda constituía el fin de sus trabajos y la razón de su
existencia (4).
(4) Entre los más célebres centros
de iniciación de esta clase, citaremos las órdenes de los lluminados, de los Caballeros
del Águila negra, de las Dos Águilas, del Apocalipsis; los Hermanos iniciados
de Asia, de Palestina, del Zodíaco;
las Sociedades de los Hermanos
negros, de los Elegidos Coëns, de
los Mopses, de las Siete-Espadas, de los Invisibles, de los
Príncipes de la Muerte., los Caballeros del Cisne, instituidos por Elías, los Caballeros
del perroy del Gallo, los Caballeros de la Tabla redonda, de la Jineta, del Cardo, del Baño, de la Bestia muerta, del Amaranto, etc..
Post tenebras lux. No lo olvidemos. La luz sale de las tinieblas; está difusa en la
oscuridad, en la negrura, como el día lo está en la noche. De la oscuridad del Caos fue extraídas la luz y sus radiaciones reunidas, y si, el día
de lá Creación, el Espíritu divino se movía sobre las aguas del Abismo
-Spiritus Dominiferebatur super aquas-, este
espíritu invisible no podía ser al principio distinguido de la masa acuosa y se
confundía con ella.
En fin, recordemos que Dios empleó seis días en realizar su Gran Obra; que la luz fue separada el
primer día, y que los días siguientes se determinaron, como los nuestros, por
intervalos regulares y alternativos de oscuridad y de luz.
A medianoche, una Virgen madre,
produce este astro lumínoso,
en este momento milagroso
llamamos a Dios hermano nuestro.
VII
Volvamos sobre
nuestros pasos y detengámonos ante la fachada sur, llamada todavía pórtico de
Sainte-Anne. Éste nos ofrece un solo motivo, pero su interés es considerable,
por cuanto describe la práctica más breve de nuestra Ciencia y merece, a este
respecto, un lugar en la primera fila de los paradigmas lapidarios.
«Mira -dice Grillot de Givry (l)-, esculpido en el pórtico
derecho de Nótre-Dame de París, el obispo de pie sobre el aludel en que se
sublima, encadenado en el limbo, el mercurio filosofal.
Él te enseña de dónde proviene el fuego sagrado,
y el hecho de que el capítulo, siguiendo una tradición secular, mantenga esta
puerta cerrada todo el año, te indica que aquí está el camino no vulgar, ignorado por la multitud y reservado al pequeño
número de los elegidos de la Sabiduría (2).»
Pocos alquimistas se avienen a admitir la posibilidad de dos caminos, uno breve y fácil, llamado vía seca, y otro más largo y más
ingrato, llamado vía húmeda. Esto puede deberse a la circunstancia de
que muchos autores tratan exclusivamente y está tapiada,- el Papa la abre a golpes de martillo cada veinticinco
años, o sea, cuatro veces al siglo.
del procedimiento más
largo, ya porque ignoran el otro, ya porque prefieren guardar silencio a
enseñar sus principios. Per nety se
niega a creer en esta duplicidad de medios, mientras que Huginus de Barma
afirma, por el contrario, que los maestros antiguos, los Geber, los Lulio, los
Paracelso, tenían, cada uno de ellos, un procedimiento que les era propio.
Químicamente, nada se opone a que un método a base de la vía
húmeda pueda ser reemplazado por otro que utilice reacciones secas, llegándose
con ambos al mismo resultado. Herméticamente, el emblema que nos ocupa
constituye una prueba de ello. Otra
prueba la encontramos en la Enciclopedia del siglo XVIII, donde se afirma que
la Gran Obra puede lograrse por dos caminos, uno llamado vía húmeda, más
largo y más practicado, y otro, vía seca, mucho menos apreciado. En éste, hay que
«cocer la Sal celeste, que es el
mercurio de los Filósofos, con un cuerpo metálico terrestre, en un crisol y a
fuego simple, durante cuatro días».
En la segunda parte de una obra atribuida a Basilio Valentin
(3), pero que se diría más bien debida a la pluma de Señor Zadith, el autor
parece referirse a la vía seca cuando escribe que, «para llegar a este Arte, no
se requiere gran trabajo ni esfuerzo, y los gastos son pequeños, y los
instrumentos de poco valor. Pues este Arte puede ser aprendido en menos de doce horas,
y, en el espacio de ocho días, llevado a la perfección, cuando tiene
en sí su propio principio».
Philaléthe, en el capítulo XIX del Introitus, nos dice, después de hablar del camino largo, que afirma
es enojoso y bueno solamente para las personas ricas: «Pero, siguiendo nuestro camino, no se necesita más de una semana; Dios ha reservado esta
vía rara y fácil para los pobres despreciados y para sus santos cubiertos de
abyección.» Y también Lenglet-Dufresnoy en sus Observaciones a este capítulo, opina que este camino emplea el doble mercurio filosófico. De este modo
-añade-, la Obra se realiza en ocho días,
en vez de los casi dieciocho meses que se requieren con el primero
de los caminos.»
Este camino abreviado, pero cubierto por tupido velo, ha sido
llamado por los Sabios Régimen de
Satumo. La cocción de la Obra, en
vez del empleo de un vaso de vidrio, requiere únicamente la utilización de un
simple crisol. «Resolveré tu cuerpo en un vaso
de tierra donde lo enterraré», escribe un autor célebre (4), quien añade
más adelante: «Haz un fuego en tu vaso, es decir,
en la tierra que lo tiene encerrado.
Este breve método, sobre el cual te hemos liberalmente instruido, me
parece el camino más corto y la
verdadera sublimación filosófica para alcanzar la perfección de esta grave
labor.» De este modo podría explicarse esta máxima fundamental de la Ciencia:
un solo vaso,
una sola materia, un solo hornillo.
Cyliani, en el Prefacio de su libro (5), relata los dos procedimientos en
estos términos:
«Creo que debo advertir aquí que jamás hay que olvidar que
sólo se necesitan dos materias del mismo origen, una volátil y la otra fija;
que hay dos caminos, la vía seca y la
vía húmeda. Yo sigo este último,
preferentemente, por deber, aunque el
primero me sea muy conocido: se hace con una materia única.»
Henri de Lintaut aporta igualmente un testimonio favorable a
la vía seca cuando escribe: «Este secreto sobrepasa a todos los secretos del
mundo, pues podéis en poco tiempo,
sin gran cuidado ni trabajo, alcanzar una gran proyección, sobre la cual ved a
Isaac el Holandés que habla de ello más ampliamente» Desgraciadamente, nuestro autor no es más
prolijo que sus colegas. «Cuando pienso,
escribe Henckel, que el artista Elías, citado por Helvetius, pretende que la
preparación de la piedra filosofal se empieza y se termina en cuatro días de tiempo, y que ha mostrado
efectivamente esta piedra todavía adherida a los cascos del crisol me parece que no sería tan absurdo poner en
duda si lo que los alquimistas llaman muchos meses no serán otros tantos días,
lo cual sería un espacio de tiempo muy reducido; y no habrá un método en el
cual toda la operación consista únicamente en mantener largo tiempo las
materias en mayor grado de fluidez, cosa que se obtendría mediante fuego muy
vivo, alimentado por la acción de fuelles; pero este método no puede ejecutarse
en todos los laboratorios, además, tal vez no todos lo encontrarían
practicable» El emblema hermético de
Notre-Dame, que, ya en siglo XVII, había llamado la atención del sagaz de
Laborde, ocupa el entrepaño del pórtico, desde el estilóbato al arquitrabe, y
está detalladamente esculpido sobre los tres lados del pilar empotrado. Es una alta y noble estatua de San Marcelo,
tocado con la mitra, bajo un dosel con torre desprovista, a nuestro entender,
de toda significación secreta. El obispo está en pie sobre un nicho oblongo y
finamente tallado, con cuatro columnitas y un admirable dragón bizantino, todo
ello sostenido por un zócalo guarnecido con un friso y unido al basamento por
una moldura. Sólo el nicho y el zócalo
tienen un verdadero valor hermético (lám. XXX).
Desgraciadamente, este pilar, tan magníficamente decorado, es
casi nuevo: apenas doce lustros nos separan de su restauración, pues ha sido
reconstruido y... modificado.
No queremos discutir aquí la procedencia de tales reparaciones, ni
pretendemos sostener la necesidad de dejar crecer descuidadamente, la lepra del
tiempo sobre un cuerpo espléndido; sin embargo, como filósofos, sólo podemos el
desenfado de los restauradores cuando se trata de creaciones ojivales. Si convenía reemplazar al obispo por la intemperie
y rehacer su base arruinada, la cosa era sencilla: bastaba con copiar el
modelo, con reproducirlo fielmente. Poco
hubiera importado que contuviese una significación oculta: la imitación servil
la habría conservado. Pero quisieron hacerlo mejor y, si conservaron los rasgos
del santo obispo y del bello dragón, en cambio adornaron el zócalo con follajes
y cenefas románicos, en vez de las roelas y las flores que allí veíanse antaño.
Esta segunda edición,
revisada, corregida y aumentada, es ciertamente más rica que la primera; pero
el símbolo ha quedado truncado; la ciencia, mutilada; la llave, perdida, y el
esoterismo, extinto. El tiempo corroe,
gasta, disgrega y desmorona la piedra caliza; su limpieza resulta perjudicada,
pero el sentido permanece. Entonces
surge el restaurador, el curandero de piedras; con unos cuantos golpes de
cincel, amputa, cercena, oblitera, transforma, convierte una ruina auténtica en
un arcaísmo artificial y brillante, hiere y cura, suprime y añade, poda y
desfigura en nombre del Arte, de la forma o de la simetría, sin la menor
preocupación por la idea creadora. ¡Gracias a esta prótesis moderna, nuestras
damas venerables permanecerán eternamente jóvenes!
¡Ay! ¡Al tocar la envoltura, dejaron escapar el alma!
Id a la catedral,
discípulos de Hermes, a ver el emplazamiento y la disposición del nuevo pilar,
y seguid después la pista del original.
Cruzad el Sena, entrad en el museo de Cluny, y tendréis la satisfacción
de encontrarlo allí, junto a la escalera de acceso al frigidario de las Termas
de Juliano. Allí fue a parar el bello
fragmento.
Este itinerario no es actualmente
valedero, ya que, hace unos seis años, el pilar simbólico, objeto de tan
justificada veneración, volvió a Nótre-Dame, a un lugar no muy apartado del que
ocupó durante más de cinco siglos. Lo hallamos,
en efecto, en una pieza de alto techo y con arcos de medio punto de la torre
norte, la cual, tarde o temprano, será convertida en museo, y tiene su pareja
en el lado sur, a su mismo nivel y al otro lado de la plataforma del gran
órgano.
De momento, pues, no
resulta ya tan fácil satisfacer la curiosidad, sea del género que fuese, del
visitante; el cual se verá, no obstante, impulsado hasta el nuevo refugio de la
escultura imitativa. Pero, ¡ay!, le
espera una triste sorpresa, que consiste en la amputación, infinitamente
lamentable, de casi todo el cuerpo del dragón, reducida ahora a su parte
anterior, aunque Provista aún de sus dos patas.
El monstruoso animal,
con la gracia de un enorme lagarto, estrechaba el atanor, dejando en sus llamas
al pequeño rey triplemente coronado, que es el hijo de sus obras violentas
sobre la muerte adúltera. Sólo es
visible el rostro del niño mientras que sufre los «lavados ígneos» de que habla
Nicolas Flamel. Aquí aparece fajado y
vestido según la moda medieval, como podemos verlo todavía en la figurita de
porcelana del diminuto «bañista» que se suele introducir en la galette del día de Reyes.
Este enigma del
trabajo alquímico, solucionado de una manera exacta -al menos en parte- por
François Cambriel, valióle a éste el ser citado por Champfleury en sus
Excéntricos, y por Cherpakof en sus Locos
literarios. ¿Mereceremos el mismo honor?
Observaréis en el zócalo cúbico, y en su lado derecho dos
roeles en relieve, macizos y circulares; son las materias o naturalezas metálicas -sujeto y
disolvente- con 1as que se debe empezar la Obra. En la cara principal, estas sustancias,
modificadas por las operaciones preliminares, no aparecen ya representadas en
forma de disco, sino como rosas de pétalos soldados. Hay que admirar, de paso, sin reserva alguna,
la habilidad con que el artista supo expresar 1a transformación de los
productos ocultos, libres de los accidentes externos y de los materiales
heterogéneos que los envolvía en la mina.
En el lado izquierdo, los roeles, convertidos en rosetas, adoptan la
forma de flores decorativas de pétalos soldados, pero con el cáliz
visible. Aunque muy corroídas y casi
borradas, es fácil, empero, descubrir en ellas el rastro del disco central. Siguen representando los mismos objetos pero
después de adquirir otras cualidades; el gráfico del cáliz indica que las
raíces metálicas han sido abiertas y se hallan dispuestas a manifestar su
principio seminal. Tal es interpretación
esotérica de los pequeños motivos del zócalo. El nicho nos dará la explicación
complementaria.
Las materias preparadas y unidas en un solo compuesto
deben sufrir la sublimación o última purificación ígnea. En esta operación, las partes que se consumen con el
fuego quedan destruidas, las materias terrosas pierden su cohesión y se
disgregan, mientras que los principios puros, incombustibles, se elevan en una
forma muy diferente de la que presentaba el compuesto. Ahí está la Sal de los Filósofos, el Rey coronado de
gloria, que nace en el fuego y debe regocijarse en la boda subsiguiente,
a fin, dice Hermes, de que las ocultas se hagan
manifiestas. Rex ab igne veniet, ac conjugio gaudebit et occulta
patebunt. En el nicho, vemos únicamente la cabeza de este rey, emergiendo de las
llamas purificadoras. En el estado actual, sería imposible afirmar que la
esculpida sobre la frente de la figura pertenece a una corona; igualmente
podríamos ver en él una especie de bacinete o capacete, dado el volumen y el
aspecto del cráneo. Pero, por fortuna,
poseemos el texto de Esprit Gobineau de Montluisant, cuyo libro fue escrito «el
miércoles 20 de mayo de 1640, víspera de la gloriosa Ascensión de Nuestro
Salvador Jesucrito» (10), y que nos dice positivamente que el rey lleva una triple corona.
Después de la elevación de los principios puros y coloreados
del compuesto filosófico, el
residuo se halla ya en condiciones de proporcionar la sal mercurial, volátil y fusible, a la cual dieron a menudo los antiguos autores el epíteto
de Dragón babilónico.
El artista creador
del monstruo emblemático realizó una verdadera obra maestra, y, aunque mutilado
-el plumaje de la izquierda está roto-, no deja por ello de constituir un
notable fragmento estatuario. El
fabuloso animal emerge de las llamas, y su cola parece salir del ser humano
cuya cabeza envuelve en cierto modo.
Luego, en un movimiento de torsión que le hace curvarse contra la
bóveda, estira las potentes garras para sujetar el atanor.
Si examinamos la
ornamentación del nicho, observaremos unas acanaladuras agrupadas, ligeramente
huecas, curvilíneas en la parte superior y planas en la base. Las de la pared izquierda van acompañadas de
una flor de cuatro pétalos separados, que representa la materia universal,
cuaternaria, de los elementos primeros, según
la doctrina de Aristóteles difundida en la Edad Media. Inmediatamente debajo, el dúo de las naturalezas que trabaja el alquimista y
de cuya reunión resulta el Saturno de
los Sabios, denominación anagramática de
naturas. En el intercolumnio
frontal, cuatro acanaladuras decrecientes, siguiendo la oblicuidad de la rampa
flameada, simbolizan el cuaternario de los elementos
segundos - por últirno, a cada lado del atanor, y bajo las garras mismas
del dragón, las cinco unidades de la quintaesencia,
que comprenden los tres principios y las dos naturalezas, más su
totalización bajo el número diez, «en el que todo fine y se termina.». L.-P.
François Cambriel sostiene que la multiplicación del Azufre -blanco o rojo- no
aparece indicada en el jeroglífico estudiado; nosotros no nos atreveríamos a
pronunciarnos de manera tan categórica.
En efecto, la multiplicación sólo puede realizarse con ayuda del
mercurio, que desempeña el papel de paciente en la Obra, y mediante cocciones o
fijaciones sucesivas. Es, pues, en el
dragón, imagen del mercurio, donde deberíamos buscar el símbolo representativo
de la nutrición y de la progresión del Azufre o del Elixir. Pues bien, si aquel autor hubiera tenido más
cuidado en el examen de las particularidades decorativas, con toda seguridad
habría observado:
1.º Una franja longitudinal que,
partiendo de la cabeza, sigue la línea de las vértebras hasta la extremidad de
la cola.
2.º Dos franjas análogas, colocadas
oblicuamente, sobre cada ala.
3.º Dos franjas más anchas,
transversales, que ciñen la cola del dragón, al nivel del plumaje la primera, y
la otra encima de la cabeza del rey.
Todas estas franjas están adornadas con círculos llenos y que se tocan
en un punto de su circunferencia.
En cuanto a su significación, nos la darán los círculos de las franjas
caudales: el centro aparece claramente indicado en cada uno de ellos. Ahora bien, los hermetistas saben que el rey
de los metales es representado por el signo solar; es decir, por una
circunferencia, con o sin punto central. Nos parece, pues, acertado pensar que
si el dragón está profusamente cubierto de símbolos áuricos -incluso los
muestra en las garras de su pata derecha-, ello se debe a que es capaz de
transmutar copiosamente; mas sólo puede adquirir este poder mediante una serie
de cocciones ulteriores con el Azufre
u Oro filosófico, lo cual constituye
las multiplicaciones.
Tal es, expuesto con la mayor claridad que nos ha sido
posible, el sentido esotérico que hemos creído descubrir en el hermoso pilar de
la puerta de Sainte-Anne. Tal vez otros,
más eruditos o más sabios, ofrecerán una interpretación mejor, pues no
pretendemos imponer a nadie la tesis que dejamos expuesta. Bástenos con decir que ésta concuerda, en
general, con la de Cambriel. En cambio,
no compartimos en modo alguno la opinión de este autor al querer extender, sin
ninguna prueba, el simbolismo del nicho a la propia estatua.
Ciertamente, resulta siempre penoso tener que censurar un
error manifiesto, y más enfadoso todavía sacar a relucir ciertas afirmaciones
para destruirlas en bloque. Sin embargo,
debemos hacerlo, mal que nos pese. La
ciencia que estudiamos es tan positiva, tan real y tan exacta como la óptica,
la geometría o la mecánica, y sus resultados, tan tangibles como los de la
química. Si el entusiasmo y la fe íntima
le sirven de estimulantes y de valiosos auxiliares; si intervienen, por una
parte, en la dirección y en la orientación de nuestras investigaciones,
debemos, sin embargo, evitar sus desviaciones, subordinarlos a la lógica, al
razonamiento, y someterlos al criterio de la experiencia. Recordemos que sólo los trucos de los falsos
y codiciosos alquimistas, las prácticas insensatas de los charlatanes y la
inepcia de escritores ignaros y sin escrúpulos, han arrojado el descrédito
sobre la verdad hermética. Es preciso
ver claro y decir bien; ni una palabra que no haya sido pensada, ni una idea
que no haya pasado por el tamiz del juicio y de la reflexión. La Alquimia requiere una depuración;
librémosla de las máculas con que incluso sus Partidarios la han ensuciado a
veces: después será más robusta y más
sana, sin perder ni un ápice de su encanto y de su misteriosa atracción.
François Cambriel, en la página 33 de su libro, se expresa en
estos términos: «De este mercurio resulta la Vida, representada por el obispo
que está encima de dicho dragón... Este obispo se lleva un dedo a la boca, para decirles a los que van a verle y a
enterarse de lo que representa..., ¡callaos, no digáis una palabra ... !»
El texto va acompañado de un grabado, sacado de un pésimo
dibujo -lo cual tendría poca importancia- ostensiblemente alterado -lo cual es
mucho más grave-. En él aparece san
Marcelo sosteniendo un báculo corto como el banderín de un guardabarrera; lleva
la cabeza cubierta con una mitra de ornamentación cruciforme, y, formidable
anacronismo, ¡el discípulo de Prudencio lleva barba! Un detalle gracioso: en el dibujo de frente,
el dragón tiene la boca de perfil y muerde el pie del pobre obispo, el cual,
por otra parte, parece preocuparse muy poco por ello. Tranquilo y sonriente, se limita a cerrarse
los labios con el índice, en el. ademán de un obligado silencio.
La comprobación es
fácil, puesto que poseemos la obra original, y la superchería queda de
manifiesto al primer golpe de vista. El
santo, de acuerdo con la costumbre medieval, va completamente afeitado; su
mitra, muy sencilla, carece de todo adorno; el báculo, que sostiene con la mano
izquierda se clava, por su extremo inferior, en las fauces del dragón.
En cuanto al famoso
ademán de los personajes del Mutus Liber y
de Harpócrates, es enteramente fruto de la desmedida imaginación de
Cambriel. San Marcelo fue representado
impartiendo la bendición, en una actitud llena de nobleza, inclinada la frente,
doblado el antebrazo, la mano al nivel del hombro y alzados los dedos medio e
índice.
Resulta muy difícil
creer que dos observadores pudieron ser juguete de una misma ilusión. ¿Emanó
esta fantasia del artista, o le fue
impuesta por el texto? La descripción y
la ilustración presentan una concordancia tal que nos permite dar escaso
crédito a las cualidades de observación manifestadas en este otro fragmento del
mismo autor:
«Al pasar un día ante la iglesia de Nótre-Dame de París,
examiné con mucha atención las bellas
esculturas que adornan las tres puertas, y vi en una de estas tres puertas un
jeroglífico de los más hermosos, en el cual jamás había reparado, y durante varios días seguidos fuí a
consultarlo para poder dar el detalle de todo lo que representaba, cosa que
conseguí. El lector podrá convencerse de
ello por lo que sigue, y mejor aún si se
traslada personalmente a aquel
lugar.»
Una actitud, en
verdad, que no carece de audacia ni desfachatez. Si el lector de Cambriel acepta su
invitación, no encontrará en el entrepaño de la puerta de Sainte-Anne más que
el exoterismo legendario de san Marcelo.
Verá allí al obispo dando muerte al dragón al tocarle con su báculo, tal
como cuenta la tradición. Que simbolice,
como máximo, la vida de la materia, es una opinión personal que el autor es muy
libre de expresar; pero que realice de hecho el tacere de Zoroastro, es falso y siempre lo ha sido.
Tales despropósitos son lamentables e indignos de un espíritu
sincero, probo y recto.
VIII
Edificadas por los Frimasons
medievales para asegurar la transmisión de los símbolos y de la doctrina
hermética, nuestras grandes catedrales ejercieron, desde su aparición,
considerable influencia sobre gran número de muestras más modestas de la
arquitectura civil o religiosa.
Flamel gustaba de revestir de emblemas y de jeroglíficos las
construcciones que levantaba por doquier.
El abate Villain nos informa de que el pequeño pórtico de
Saint-Jacques-laBoucherie, que el Adepto hizo ejecutar en 1389, estaba lleno de
figuras. «En la jamba occidental de la puerta -dice-, vemos un angelito esculpido
que tiene en las manos un círculo de piedra; Flamel había hecho incrustar en él
un disco de mármol negro con un filete de oro fino en forma de cruz ... »
(1). Los pobres debían también a su
generosidad dos casas que hizo construir para ellos en la calle del
Cometiérede-Saint-Nicolas-des-Champs, la primera en 1407, y la otra en
1410. Estos inmuebles presentaban, según
afirma Salmon, «gran cantidad de figuras grabadas en las piedras, con una N y
una F góticas a cada lado». La capilla
del hospital Saint-Gervais, reconstruida a su costa, no tenía nada que envidiar
a las otras fundaciones. «La fachada y la puerta de la nueva capilla -escribe
Albert Poisson (2)- estaba cubiertas de figuras y de inscripciones a la manera
acostumbrada de Flamel.» El pórtico de Sainte-Geneviéve-des-Ardents, emplazado
en la calle de la Tixeranderie, conservó su interesante simbolismo hasta
mediados del siglo xviii; en esta época, la iglesia fue convertida en vivienda,
siendo destruidos los ornamentos de la fachada.
Flamel levantó también dos arcadas conmemorativas en el Chamier des
Innocents, una en 1389 y la segunda en 1407.
Refiere Poisson que se veía en la primera, entre otras placas
jeroglíficos, un escudo que el Adepto «parece haber imitado de otro atribuido a
santo Tomás de Aquino». El célebre
ocultista añade que figura al final de la Annonía
Química de Lagneau. Véase a
continuación la descripción que hace de él:
«El escudo está dividido en cuatro partes por una cruz; ésta
lleva en el medio una corona de espinas que encierra en su centro un corazón
sangrante del que surge una caña. En uno
de los cuarteles, vemos la inscripción IEVE en caracteres hebraicos, en medio
de una profusión de rayos luminosos, debajo de una negra nube; en el segundo
cuartel, una corona, en el tercero, la tierra está cargada de copiosas mieses,
y el cuarto aparece ocupado por globos de fuego.»
Esta relación, de acuerdo con el grabado de Lagneau, nos
permite sacar la conclusión de que éste hizo copiar su imagen de la arcada del
osario. No hay en ello nada imposible,
puesto que, de cuatro placas, quedaban tres del tiempo de Gohorry -es decir,
hacia el año 1572- y que la Armonía Química fue editada por Claude Morel en
1601. Sin embargo, hubiera sido
preferible atenerse al escudo tipo, bastante diferente del de Flamel y mucho
menos oscuro. Existía aún en la época de
la Revolución, en una vidriera de la capilla de Saint-Thomas-d'Aquin, del
convento de los dominicos. La iglesia de
los Dominicos -que moraban y se habían establecido allí alrededor del año 1217-
debió su fundación a Luis IX. Estaba
emplazada en la calle de Saint-Jacques colocada bajo la advocación de San Jaime
el Mayor.
Las Curiosidades de París, editadas en 1716 por Saugrain, denominado el Viejo, añaden
que, al lado de aquella iglesia, se hallaban las escuelas del Doctor angélico.
El escudo, llamado de Santo Tomás de Aquino, fue dibujado y
pintado con gran precisión en 1787 y, según consta en el propio vitral, por un
hermetista apellidado Chaudet. Gracias a
este dibujo, podemos describirlo (Iám.
XXXI).
El escudo francés, acuartelado, tiene como remate un segmento
redondeado que lo domina. En esta pieza
complementaria, vemos un matraz de oro boca abajo, rodeado de una corona de
espinas de sinople sobre campo de sable.
La cruz tiene tres esferas de azur en la punta y en los brazos diestro y
siniestro, con un corazón de gules con ramo de sinople en el centro. Unas lágrimas de plata caen del matraz sobre
este corazón, y se reúnen y fijan en él.
Al cuartel superior derecho, dividido en una parte de oro con tres
astros de púrpura y otra de azur con siete rayos de oro, se opone en la punta
izquierda una tierra de sable con espigas de oro sobre campo tostado. En el cuartel superior izquierdo, una nube
violeta sobre campo de plata, y tres flechas de este mismo color, con plumas de
oro y apuntando al abismo. En la punta
derecha, tres serpientes de plata sobre campo de sinople.
Este bello emblema es tanto más importante para nosotros
cuanto que revela los secretos relativos o la extracción del mercurio y a su
conjunción con el azufre, puntos oscuros de la práctica, sobre los cuales han
preferido todos los autores guardar un silencio religioso.
La Sainte-Chapelle, obra maestra de Pierre de Montereau,
maravillosa urna de piedra erigida, de 1245 a 1248, para guardar las reliquias
de la Pasión, presentaba también un conjunto alquímico muy notable. En la actualidad, si bien lamentamos
vivamente la reparación del pórtico primitivo, en el que los parisienses de
1830 podrían admirar, con Victor Hugo, «dos ángeles, uno de los cuales tiene la
mano en un vaso, y el otro en una nube», nos cabe aún la satisfacción de Poseer
intactas las vidrieras sur del espléndido edificio. Sería difícil encontrar en otra parte una
colección más importante que la de la Sainte-Chapelle sobre las fórmulas del esoterismo
alquímico. Emprender, hoja por hoja, la
descripción de semejante bosque de cristal, sería tarea ardua y suficiente para
llenar varios volúmenes. Nos
limitaremos, pues, a ofrecer una muestra extraída del quinto vano, primer
crucero, y que se refiere a la Degollación de los Santos Inocentes, cuya
significación dejamos explicada más arriba (Iám. XXXII).
No nos cansaremos de recomendar a
los amantes de nuestra antigua ciencia y a cuantos sienten curiosidad por lo
oculto, el estudio de los vitrales simbólicos de la capilla alta; encontrarán
mucho que observar en ellas, así como en el gran rosetón, incomparable creación
de color y de armonía.
AMIENS
A semejanza de París, Amiens nos ofrece un notable conjunto de
bajo relieves herméticos. Circunstancia
singular y digna de mención es que el pórtico central de Nótre-Dame de Amiens
-Pórtico del Salvador- es casi fiel reproducción, no sólo de los motivos que
adoman el pórtico de París, sino también por el orden que siguen. Sólo ligeros detalles los diferencian: en
París, los personajes sostienen discos; aquí, escudos. En Amiens, el emblema del mercurio es
presentado por una mujer; en París, por un hombre. En ambos edificios, los mismos símbolos, los
mismos atributos, y parecidos trajes y actitudes. No cabe duda de que la obra hermética de
Guillermo el Parisiense ejerció verdadera influencia en la decoración del gran
pórtico de Amiens.
Por lo demás, la obra maestra
picarda, magnífica entre todas, sigue siendo uno de los más puros documentos
que nos haya legado la Edad Media. Su
conservación permite a los restauradores respetar la mayor parte de los temas;
y de este modo, el admirable templo debido al genio de Robert de Luzarches, de
Thomas y Renault de Cormont, conserva en la actualidad todo su esplendor
original..
Entre las alegorías propias del
estilo de Amiens, citaremos en primer lugar la ingeniosa representación del fuego de rueda. El filósofo, sentado
y con el codo apoyado en la rodilla derecha parece meditar o vigilar (lám. XXXIII).
Sin embargo, este trébol de cuatro hojas, muy característico
según nuestro punto de vista, ha sido interpretado por algunos autores de
manera muy diferente, Jourdain y Duval, Ruskin (The Bible- of Amiens), el abate Roze y, después de ellos, Georges
Durand (1), creyeron descubrir su sentido en la profecía de Ezequiel, el cual,
dice G. Durand, «vio cuatro animales alados, como los vio más tarde san Juan, y
unas ruedas introducidas la una dentro de la otra. Lo que aquí se representaba es la visión de
las ruedas. Tomando ingenuamente el
texto al pie de la letra, el artista redujo la visión a su expresión más
simple. El profeta está sentado en una
roca y parece dormitar apoyado en la rodilla derecha. Delante de él, aparecen dos ruedas de
carruajes, y esto es todo».
Esta versión contiene dos errores. El primero delata un estudio incompleto de la
técnica tradicional, de las fórmulas que observaban los latomi en la ejecución de sus símbolos., El segundo, más craso,
proviene de una observación defectuosa.
En efecto, nuestros imaginemos tenían la costumbre de aislar
o, al menos, de subrayar sus atributos sobrenaturales por medio de un cordón de
nubes. Tenemos una prueba evidente de
ello en la cara de los tres contrafuertes del pórtico; en cambio, aquí, no
observamos nada parecido. Por otra parte, nuestro personaje tiene los ojos
abiertos; no está, pues, dormido, sino que parece vigilar, mientras se
desarrolla cerca de él la lenta acción del fuego
de rueda. Por si esto fuera poco, es
bien sabido que, en todas las representaciones góticas de apariciones, el
iluminado está siempre de cara al fenómeno; su actitud, su expresión, revelan
invariablemente sorpresa o éxtasis, ansiedad o beatitud; lo cual tampoco se da
en el caso que nos ocupa. Las dos ruedas
no son, ni pueden ser más que una imagen, de significación oscura para el
profano, encaminada expresamente a velar una cosa muy conocida, tanto del
iniciado como de nuestro personaje. Por esto no vemos a éste absorto en
preocupaciones de este género, sino velando y vigilando, paciente, pero un poco
cansado.
Terminados los penosos trabajos
de Hércules, su labor ha quedado reducida al ludus puerorum de los textos, es decir, a mantener encendido el
fuego, cosa que una mujer podría hacer fácilmente y con éxito mientras hila el
copo.
En cuanto a la doble imagen del jeroglífico, debemos
interpretarlo como signo de las dos revoluciones que deben actuar sucesivamente
sobre el compuesto para asegurarle un alto grado de perfección. A menos que se prefiera ver en ella la
indicación de las dos naturalezas en la conversión,
la cual se consigue también mediante una cocción suave y regular. Esta última tesis fue sostenida por Pernety.
En realidad, la cocción lineal
y continua exige la doble rotación de una misma rueda, movimiento
imposible de expresar en piedra y que explica la necesidad de dos ruedas
trabadas de madera que forman una sola.
La primera rueda corresponde a la
fase húmeda de la operación -denominada elixación-,
en la cual el compuesto permanece fundido, hasta la formación de una
película ligera, que, al aumentar poco a poco en espesor, gana en
profundidad. El segundo período,
caracterizado por la sequedad -o
asación-, comienza a la segunda vuelta de la rueda, se realiza y se
termina cuando el contenido del huevo, calcinado,
aparece granulado o pulverulento, en forma de cristales, de arena o de ceniza.
El comentarista anónimo de una obra clásica dice, a propósito
de esta operación, que es verdaderamente el sello de la Gran Obra, que «el filósofo hace cocer
a un calor dulce y solar, y en un solo vaso, un solo vapor que se espesa poco a poco». Pero, ¿cuál ha de
ser la temperatura del fuego exterior adecuada a esta cocción? Según los autores modernos, el calor
inicial no debería superar la temperatura del cuerpo humano. Albert Poisson fija la base de 50º, con
aumentos progresivos hasta unos 300º centígrados. Philaléthe, en sus Reglas, afirma que «el grado de calor que podrá tener del plomo
(327º) o del estaño en fusión (232º), e incluso más fuerte, o sea, tal que los vasos puedan aguantarlo sin romperse,
debe ser considerado un calor templado. Por ahí –dice- empezaréis vuestro grado
de calor propio para el reino en que la naturaleza os ha dejado». En su decimoquinta regla, Philaléthe insiste
en esta importante cuestión; después de advertir que el artista debe operar
sobre cuerpos minerales y no sobre sustancias orgánicas, se expresa así.
«Es preciso que el agua de nuestro lado hierva con
las cenizas del árbol de Hermes; os exhorto a hacerla hervir noche y día sin cesar, a fin de que, en las
obras de nuestro mar tempestuoso, pueda subir la naturaleza celeste y
descender la terrestre.
Pues os aseguro que, si no la hacemos: hervir, no podremos llamar jamás a nuestra obra una cocción, sino una digestión»
Junto al fuego de rueda,
señalaremos un pequeño motivo esculpido a la derecha del mismo pórtico y el
cual afirma G,I. Durand que es una copia
del séptimo medallón de París. He aquí
lo que dice este autor:
«Messieurs Jourdain y
Duval llamaron Inconsta este vicio opuesto a la Perseverancia; pero nos parece
que la palabra Apostasía, propuesta por el abate Roze, conviene más al tema
representado. Es un personaje de cabeza
descubierta, imberbe y tonsurado, clérigo o monje, vest traje que le llega a
mitad de las piernas, provisto de capucha, y que sólo difiere del que lleva el
clérigo del grupo de la Cólera en el cinturón que lo ciñe. Arrojando a un lado el calzón y los zapatos,
una especie de botas de media caña, parece alejarse de una bella iglesuca de
ventanas largas y estrechas, de campanario cilíndrico y puerta en arco que se
percibe a lo lejos» (Iám. XXXIV). En una llama Durand: «En el pórtico principal
de Nótre-Dame de París, el apóstata deja sus vestiduras dentro de la iglesia;
en el vitral de la propia iglesia, se encuentra fuera y tiene claramente la
actitud del hombre que huye. En
Chartres, se ha desnudado enteramente y sólo aparece cubierto con la camisa.
Ruskin observa que, en las miniaturas de los siglos XII y XIII, el loco infiel
es siempre representado descalzo.»
En cuanto a nosotros,
no encontramos la menor correlación entre el motivo de París y el de
Amiens. Mientras aquél simboliza el
comienzo de la Obra, éste, por el contrario, expresa su terminación. La iglesia es más bien un atanor, y su
campanario, que contradice las reglas más elementales de la arquitectura, el horno secreto
que encierra el huevo filosofal.
Este horno está provisto de aberturas a través de las cuales observa el
artífice las fases del trabajo. Se
olvidó un detalle importante y muy característico: nos referimos al arco de
bóveda vaciado en el basamento. Pues es
difícil admitir que una iglesia puede estar construida sobre bóvedas visibles,
de modo que parece descansar sobre cuatro pies.
No es menos aventurado asimilar a una prenda de vestir la masa ligera
que el artista señala con el dedo. Estas
razones nos han llevado a pensar que el motivo de Amiens es fruto del
simbolismo hermético y representa la cocción, así como el aparato ad hoc.
El alquimista señala, con la mano derecha, el saco del carbón, y el
abandono del calzado muestra hasta qué punto hay que llevar la prudencia y el
silencio en este trabajo oculto. En
cuanto al ligero indumento del artífice en el motivo de Chartres, se explica
por el calor desprendido del horno. En el cuarto grado de fuego, operando por la vía seca, se
hace necesario mantener una temperatura próxima a los 1.200º, indispensable
también en la proyección.
Nuestros modernos obreros de la industria metalúrgica visten también a
la sencilla manera del alquimista de Chartres.
En verdad que nos complacería mucho saber la razón por la cual sienten
los apóstatas la necesidad de despojarse de sus vestiduras al alejarse del
templo. Precisamente hubiera debido
dársenos esta razón, si se quería mantener y explicar la tesis formulada por
los citados autores.
Ya hemos visto que, en Nótre-Dame de París, el atanor torna
igualmente la forma de una torrecilla levantada sobre bóvedas. Huelga decir que era imposible,
esotéricamente, reproducirlo tal como era en el laboratorio. Se limitaron, Pues, a darle una forma
arquitectónica, sin suprimir, empero, sus características, capaces de revelar
su verdadero destino. En él encontramos
las partes constituyentes del hornillo alquímico: cenicero, torre y
cúpula. Desde luego, los que hayan
consultado las estampas antiguas -y en particular los grabados en madera de la Pírotecnia que Jean Liébaut insertó en
su tratado (4)- no se dejarán engañar por las apariencias.
Los hornos son representados en forma de
torreones, con sus glacis, sus almenas y sus troneras. Algunas combinaciones de estos aparatos
llegan a tomar el aspecto de edificios o de pequeñas fortalezas de los que
salen picos de alambique y cuellos de retorta.
Contra el pie derecho del pórtico principal volvemos a
encontrar, en un trébol de cuatro hojas empotrado, la alegoría del gallo y la zorra, tan apreciada por Basílio Valentín. El gallo está posado
en una rama de roble, que la zorra
trata de alcanzar (Iám. XXXV). Los profanos verán en ello el tema de una
fábula muy popular en la Edad Media, la cual, según Jourdain y Duval, sería
prototipo de la del cuervo y la zorra.
Pero «no se ve -añade G. Durand- el o los perros que son complemento de
la fábula». Este detalle típico no
parece haber llamado la atención a los autores sobre el sentido oculto del
símbolo. Y, sin embargo, nuestros
antepasados, traductores exactos y meticulosos, no habrían dejado de hacer
figurar a aquellos actores, si se hubiese tratado de una escena conocida de una
fábula.
Tal vez convendría desarrollar aquí el sentido de la imagen, en favor de los hijos de la ciencia,
nuestros hermanos, más de lo que creímos oportuno hacerlo a propósito del mismo
emblema esculpido en el pórtico parisiense. Más adelante explicaremos la
estrecha relación existente entre el gallo
y el roble, que tiene su analogía
en el lazo familiar. De momento, diremos tan sólo que el gallo y la zorra no son más que un mismo jeroglífico que abarca dos estados
físicos distintos de una misma materia.
Lo que primero salta a la vista es el gallo, o porción volátil, y, por
consiguente, activa y llena de movimiento, extraída
del sujeto, el cual tiene el roble por emblema. Aquí está nuestra famosa fuente, cuya agua
clara brota del pie del árbol sagrado, tan venerado por los druidas, y la cual
fue llamada Mercurio por los antiguos filósofos, aunque no tenga el menor
parecido con el azogue vulgar. Pues el
agua que nosotros necesitamos es seca, no
moja las manos y sale de la roca al ser ésta golpeada por la vara de
Aarón. Tal es la significación alquímica
del gallo, emblema de Mercurio para los paganos y de la resurrección para los cristianos. Este gallo, por muy volátil que sea, puede
convertirse en el Fénix- Antes, empero, debe tomar el estado de fijeza
provisional que caracteriza el símbolo del raposo,
nuestra zorra hermética. Es
importante saber, antes de emprender la práctica, que el mercurio contiene en sí todo
lo necesario para el trabajo.
«¡Bendito sea el Altísimo -exclama Geber-, que creó este mercurio y le dio una
naturaleza a la cual nada puede resistirse!
Pues, sin él, por mucho que hiciesen los alquimistas, su labor sería
inútil.» Es la única materia que nos
hace falta. En efecto, esta agua seca, aunque enteramente volátil, puede,
si se descubre el medio de retenerla
largo tiempo al fuego, hacerse lo bastante fija para resistir un grado de calor
que habría sido suficiente para evaporarla en su totalidad. Entonces cambia de emblema, y su resistencia
al fuego y su calidad de pesada hacen que se le atribuya la zorra como símbolo
de su nueva naturaleza. El agua se ha convertido en tierra y el mercurio, en azufre. Sin embargo, esta tierra, a pesar de la bella
coloración que ha tomado en su prolongado contacto con el fuego, no serviría de
nada en su forma seca; un viejo axioma nos enseña que toda tintura seca es inútil
en su sequedad,, conviene, pues, disolver de nuevo esta tierra o esta sal
en la misma agua de la que nació, o, lo que viene a ser lo mismo, en su Propia sangre, a fin de que vuelva
a ser volátil y de que la zorra adquiera
de nuevo la complexión, las alas y la cola del gallo. A través de una
segunda operación, parecida a la anterior, el compuesto se coagulará de nuevo y
volverá a luchar contra la tiranía del fuego; pero, esta vez, en la propia
fusión y no ya a causa de su calidad de seca.
Así nacerá la primera piedra, no absolutamente fija ni absolutamente
volátil, pero sí bastante permanente al fuego y muy penetrante y muy fusible,
propiedades que será necesario aumentar mediante una tercera reiteración de la
misma técnica. Entonces, el gallo, atributo de san Pedro, piedra verdadera y fluyente sobre la que
descansa el edificio cristiano, el gallo
habrá cantado tres veces.
Pues es él, el primer Apóstol, quien posee las dos llaves enlazadas de la solución y la coagulación; él es el símbolo de, la
piedra volátil que el fuego convierte en fija y densa al, precipitarla. Nadie ignora que san Pedro fue crucificado cabeza abajo...
Entre los bellos motivos del pórtico norte, o de Saint-Firmin, casi
enteramente ocupado por el zodíaco y las correspondientes escenas bucólicas o
domésticas, señalaremos dos interesantes bajo relieves. El primero de ellos representa,, una
ciudadela cuya puerta, maciza y con cerrojos, está flanqueada de torres almenadas,
entre las cuales se levantan dos pisos de construcciones; un tragaluz enrejado
adorna el basamento.
¿Será el símbolo del esoterismo filosófico, social, moral religioso que se
revela y se desarrolla a lo largo ciento quince tréboles de cuatro hojas? ¿O
debe más bien, en este motivo del año 1225, la idea madre de la Fortaleza alquímica, recuperada y
modificada por Khunrath en 1609? ¿O será el Palacio,
misterioso y cerrado, del rey de nuestro Arte, de que hablan Basilio
Valentin y Philalèthe? Sea lo que fuere, ciudadela o mansión real, el edificio,
de aspecto imponente y rudo, produce una verdadera impresión de fuerza y de
inexpugnabilidad. Construido para
conservar algún tesoro o para guardar algún secreto importante, parece como si
no se pudiera entrar en él más que poseyendo la llave de las sólidas cerraduras
que lo protegen de toda fractura. Tiene
algo de prisión y de caverna, y la puerta da la impresión de algo siniestro y
amenazador, que nos hace pensar en la entrada del Tártaro:
Los que aquí entráis, perded toda esperanza.
El segundo trébol de cuatro hojas,
colocado inmediatamente debajo de aquél, nos muestra unos árboles muertos, con
sus nudosas ramas torcidas y entrelazadas, bajo un firmamento deteriorado, pero
en el que se distinguen todavía las imágenes del sol, de la luna y de algunas
estrellas lámina XXXVI).
Este
terna hace referencia a las materias primas del gran Arte, planetas metálicos a
los que el fuego, nos dicen los filósofos, ha causado la muerte, y a los que la
fusión ha hecho inertes, sin poder
vegetativo, como los árboles en invierno.
Por esto los Maestros nos han recomendado tantas veces que los
recrudezcamos, proporcionándoles, con
la forma fluida, el agente propio que
perdieron en la reducción metalúrgica.
Pero, ¿dónde encontrar este
agente? Éste es el gran misterio que hemos rozado a menudo en el curso de este
estudio, troceándolo al azar de los emblemas, a fin de que sólo el investigador
perspicaz pueda conocer sus cualidades e identificar su sustancia. No hemos querido seguir el viejo método, por
el cual se decía una verdad, expresada parabólicamente, acompañada de una o de
varias alegaciones espaciosas o adulteradas, para desorientar al lector incapaz
de separar la buena mies de la cizaña.
Ciertamente, se podrá discutir y criticar este trabajo, más ingrato de
lo que pudiera creerse; pero estamos seguros de que jamás se nos podrá acusar
de haber escrito un solo embuste. Según
se afirma, no todas las verdades son buenas para ser dichas; mas, a pesar de
esta máxima, nosotros entendemos que es posible hacerlas comprender empleando
cierta finura en el lenguaje. «Nuestro Arte -decía ya Artephius- es enteramente
cabajístico»: y, efectivamente, la
Cábala nos ha sido siempre de gran utilidad.
Nos ha permitido, sin alterar la verdad, sin desnaturalizar la
expresión, sin falsificar la Ciencia ni perjurar, decir muchas cosas que uno
buscaba en vano en los libros de nuestros predecesores. En ocasiones, ante la imposibilidad en que
nos hallábamos de ir más lejos sin violar nuestro juramento, preferimos el
silencio a las alusiones engañosas, el mutismo al abuso de confianza.
Piénsese, por ejemplo, en
lo que podemos decir aquí, ante el Secreto
de los Secretos, ante este Verbum
dimissum del que hemos hecho ya mención, y que Jesús confió a sus
Apóstoles, según el testimonio de san Pablo:
«yo he sido hecho ministro de la Iglesia por voluntad de Dios,
el cual me ha enviado a vosotros para cumplir SU PALABRA. Es decir, el SECRETO que ha estado oculto desde
todos los tiempos y todas las edades, pero que ahora-, manifiesta a aquellos
que considera dignos.»
¿Qué podemos decir nosotros, sino alegar el testimonio de los
grandes maestros que, también ellos, han tratado de explicarlo?
«El Caos metálico, producto de las manos de la Naturaleza, contiene en
sí todos los metales y no es en modo alguno metal. Contiene el oro, la
plata y el mercurio; sin embargo, no es oro, ni plata, ni mercurio» Este texto es claro. Pero, ¿preferís el lenguaje simbólico? Haymon
nos da un ejemplo de él cuando dice:
«Para obtener el primer agente, hay que trasladarse a la parte
posterior del mundo, donde se oye
retumbar el trueno, soplar el viento, caer el granizo y la lluvia; allí se
encontrará la cosa, si uno la busca»
Todas las descripciones que nos han dejado los filósofos de su
sujeto, o materia prima que contiene
el agente indispensable, son sumamente
confusas y misteriosas. He aquí algunas,
escogidas entre las mejores.
El autor del comentario sobre La
Luz saliendo de las Tinieblas escribe, en la página 108: «La esencia
en la cual, mora el espíritu que
buscamos está injertada y grabada en él, aunque con rasgos y facciones
imperfectos; lo mismo dice Ripleus el Inglés al comienzo de sus Doce Puertas y Aegidius de Vadis en su Diálogo de la Naturaleza, hace ver
claramente, y como en letras de oro que ha quedado, en este mundo, una porción de este primer Caos, conocida, pero despreciada por
alguien, y que se vende públicamente.» Y el mismo autor, añade, en la página
263, que «este sujeto se encuentra en
muchos lugares y en cada uno de los tres reinos; pero, si consideramos la
posibilidad de la Naturaleza, es cierto que sólo la naturaleza metálica debe ser ayudada de
la Naturaleza y por la Naturaleza; así, pues, sólo en el reino mineral, donde reside la simiente metálica, debemos buscar el
sujeto adecuado para nuestro arte.»
«Hay una piedra de
gran virtud –dice a su vez Nicolás Valois (8)-, y es llamada piedra y no es
piedra, y es mineral, vegetal y animal, que se encuentra en todos los lugares y
en todos los tiempos, y en todas las personas.»
Flamel escribe de modo parecido: «Hay una piedra oculta, escondida y
enterrada en lo más profundo de una fuente, la cual es vil, abyecta y en modo
alguno apreciada; y está cubierta de fiemo y de excrementos; a la cual, aunque
no sea más que una, se le dan toda clase de nombres. Porque, dice el sabio Morien, esta piedra que no es piedra está animada, teniendo la
virtud de procrear y engendrar. Esta
piedra es blanca, pues toma su comienzo, origen y raza de Saturno o de
Marte, el Sol y Venus; y si es Marte, Sol y Venus ... »
«Existe -dice Le Breton (10)- un mineral conocido de los
verdaderos Sabios que lo ocultan en sus escritos bajo diversos nombres, el cual
contiene en abundancia lo fijo y lo volátil.»
«Los Filósofos hicieron bien -escribe un autor anónimo (11)-
en ocultar este misterio a los ojos de aquellos que sólo aprecian las cosas por
el uso que les han dado; pues, si conociesen, o si se les revelase abiertamente
la Materia, que Dios se ha complacido
en ocultar en las cosas que a ellos les parecen útiles, las tendrían en mayor estima.» He aquí una idea parecida a
otra de la Imitación (12), con la que pondremos fin a estas citas abstrusas:
«Aquel que estima las cosas en lo que valen, y no las juzga según el mérito o
el aprecio de los hombres, posee la verdadera Sabiduría.» Y volvamos ahora a la
fachada de Amiens.
El maestro anónimo que esculpió los medallones del pórtico de
la Virgen-Madre interpretó de modo muy curioso la condensación del espíritu
universal; un Adepto contempla un raudal de rocío
celeste que cae sobre una masa que numerosos autores consideran que es un
vellón. Sin impugnar esta opinión, es
igualmente verosímil suponer que se trata de un cuerpo diferente, tal como el
mineral designado con el nombre de
Magnesia o de Imán filosófico. Se observará que el agua cae únicamente sobre
el objeto de referencia, lo cual parece expresar la existencia de una virtud de atracción oculta en este
cuerpo, cosa que no sería baladí tratar de establecer (lámina XXXVII).
Creemos que éste es el lugar adecuado para rectificar ciertos
errores cometidos a propósito de un vegetal simbólico, el cual, tomado a la
letra por alquimistas ignorantes, contribuyó. en gran manera a desacreditar la
alquimia y a ridiculizar a sus partidarios.
Nos referimos al Nostoc.
Esta criptógama, conocida por todos los campesinos, se encuentra en
el campo por todas partes, ora sobre la hierba, ora sobre el suelo, en los
campos de labor, al borde de los caminos o en la orilla de los bosques. En primavera, muy de mañana, las encontramos
voluminosas, hinchadas de rocío nocturno.
Gelatinosas y temblorosas -de ahí su nombre de tremelas-, tienen a menudo un color verdoso y se secan con tal
rapidez bajo la accion acción de los rayos solares, que se hace imposible
encontrar su rastro en el mismo lugar en que se mostraban pocas horas
antes. Todas estas características
combinadas -aparición súbita, absorción del agua e hinchazón, coloración verde,
consistencia blanda y pegajosa- permitieron a los filósofos tomar esta alga
como tipo jeroglífico de su materia. Ahora
bien, es sumamente probable que lo que vemos en el trébol de cuatro hojas de
Amiens, absorbiendo el rocío celeste, sea un amasijo de plantas de este género,
símbolo de la Magnesia mineral de los
Sabios. No nos detendremos mucho en los
múltiples nombres aplicados al Nostoc y
que, en la mente de los Maestros, designaban únicamente su principio mineral: Principio vital celeste, Salivazo de Luna, Mantequilla de tierra, Grasa de rocío,
Vitriolo vegetal, Flos Coeli, etc.,
según la considerasen como receptáculo del Espíritu universal, o como materia
terrestre, exhalada desde el centro en estado de vapor y coagulada después por
enfriamiento al entrar en contacto con el aire.
Estos términos extraños, que tienen, sin embargo, su razón de
ser, hicieron olvidar la significación real e inicíática del Nostoc. Esta palabra procede del griego Yve, PvXTog, equivale al latino nox, noctis, la noche. Es, pues, una cosa que nace por
la noche, que tiene necesidad de la noche para desarrollarse y que sólo de
noche puede ser utilizada. De esta
manera, nuestro sujeto queda
admirablemente oculto a las miradas profanas, aunque pueda ser fácilmente
distinguido y manipulado por aquellos que poseen un conocimiento exacto de las
leyes naturales. Pero, ¡cuán pocos, ay,
se toman el trabajo de reflexionar y siguen siendo simples en su razonamiento!
Decidnos, vosotros que tanto habéis laborado ya: ¿qué pretendéis hacer con vuestros hornillos
encendidos, con vuestros numerosos,
variados e inútiles utensilios? ¿Esperáis realizar una verdadera y entera creación?
No, por cierto, puesto que la facultad de crear sólo pertenece a
Dios, único Creador. Entonces, lo que
deseáis provocar en el seno de vuestros materiales es una generación. Pero, en este caso, necesitáis la ayuda de la Naturaleza,
y podéis estar seguros de que esta ayuda os será negada si, por mala suerte o
por ignorancia, no ponéis a la Naturaleza en condiciones de aplicar sus leyes.
¿Cuál es, entonces, la condición Primordial,
esencial, para que pueda manifestarse una generación cualquiera? Responderemos por vosotros: la
ausencia total de toda luz solar,
incluso difusa o tamizada. Mirad a
vuestro alrededor, interrogad a vuestra propia naturaleza. ¿Acaso no observáis que, tanto en el hombre como en los animales, la
fecundación y la generación se producen, gracias a cierta disposición de los
órganos, en una oscuridad completa, hasta
el día del nacimiento? ¿Es en la superficie del suelo -a plena luz-, o
dentro de la tierra -en la oscuridad-, donde pueden germinar y reproducirse las
semillas vegetales? ¿Es el día o es la noche quien vierte el rocío fecundante
que las alimenta y vigoriza? Observad
las setas: ¿no nacen, crecen y se desarrollan en la noche? Y, en cuanto a vosotros mismos, ¿no es acaso
durante la noche, en el sueño nocturno, que vuestro Organismo repara sus
pérdidas, elimina sus residuos y elabora nuevas células y nuevos tejidos para
reemplazar lo que ha quemado, gastado y destruido la luz del día? Incluso los trabajos de digestión, de
asimilación y de transformación de los alimentos en sangre y sustancia
orgánica, se realizan en la oscuridad. ¿Queréis hacer una prueba? Tomad unos cuantos huevos fecundados y
hacedlos empollar en una pieza bien iluminada; al término de la incubación,
todos estos huevos contendrán embriones muertos, más o menos
descompuestos. Si llega a nacer algún
polluelo, será ciego, raquítico, y tardará muy poco en morir. Tal es la influencia nefasta del sol, no
sobre la vitalidad de los individuos constituidos, sino sobre la generación. Y no os imaginéis que
tengamos que limitar a los reinos orgánicos los efectos de esta ley fundamental
de la Naturaleza creada. Incluso los
minerales, a pesar de sus reacciones menos visibles, se encuentran sometidos a
ella lo mismo que los animales y los vegetales.
Sabido es que la obtención de la imagen fotográfica se funda en la
propiedad que poseen las sales de plata de descomponerse
bajo la luz. Estas sales recobran,
pues, su estado metálico inerte, mientras
que, en el laboratorio oscuro, habían adquirido una cualidad activa, viva y
sensible. Dos gases mezclados, el cloro
y el hidrógeno, conservan su integridad mientras son tenidos a oscuras; se
combinan lentamente bajo una luz difusa, y con, una explosión brutal en el
momento en que interviene el sol. Un gran número de sales metálicas en
disolución se transforman o precipitan en más o menos tiempo, a la luz del día.
Así, el sulfato terroso se convierte rápidamente en sulfato férrico, etc.
No
hay que olvidar, pues, que el sol es el destructor por excelencia de todas las
sustancias demasiado jóvenes, demasiado
débiles para resistir su poder ígneo. Y es esto tan cierto, que esta acción
especial ha servido de fundamento a un método terapéutico para la curación de
afecciones externas y para la rápida cicatrización de llagas y heridas. Ha sido este poder mortal del astro sobre las
células microbianas, en primer lugar, y sobre las células orgánicas, a
continuación, lo que ha permitido instaurar el tratamiento fototerápico.
Y ahora, trabajad de
día si así os place; pero no nos echéis la culpa si vuestros esfuerzos acaban
siempre en fracaso. Nosotros sabemos que
la diosa Isis es la madre de todas las cosas, que las lleva a todas en su seno,
y que sólo ella es la dispensadora de la
Revelación y de la Iniciación.
Profanos, que tenéis ojos para no ver y oídos para no oír, ¿a quién
dirigiríais, si no, vuestras plegarias? ¿Ignoráis que sólo puede llegarse hasta
Jesús por la intercesión de su Madre;
sancta Maria ora pro nobis? Y la Virgen es representada, para vuestra
instrucción, de pie sobre la media luna y
siempre vestida de azul, color simbólico del astro de la noche. Podríamos decir mucho más acerca de esto,
pero creemos que ya hemos hablado bastante.
Terminemos, pues, el estudio de los tipos herméticos originales
de la catedral de Amiens, señalando, a la izquierda del mismo pórtico de la Virgen-Madre, un pequeño
motivo angular con una escena de iniciación.
El maestro Señala a tres de sus discípulos el astro hermético del que tanto hemos hablado, la estrella tradicional
que sirve de guía a los filósofos y les revela el nacimiento del hijo del sol (lám. XXXVIII).
Recordemos aquí, a propósito de este astro, la divisa de Nicolas Rollin,
canciller de Felipe el Bueno, que fue
pintada en 1447 en el embaldosado del hospital de Beaune, fundado por él. Esta divisa, presentada a la manera de un
acertijo -Sola*-, daba testimonio de la ciencia de su poseedor mediante el signo característico de la Obra, la
única, la sola estrella.
BOURGES
I
Bourges, vieja ciudad del Berry, silenciosa, recoleta,
tranquila y gris como un claustro monástico, legítimamente orgullosa de su
admirable catedral, ofrece además a los amantes del pasado otros edificios no
menos notables. Entre éstos, el palacio
de Jacques-Coeur y la mansión Lallemant son las más puras gemas de su
maravillosa corona.
Diremos poco del primero, que fue antaño verdadero museo de
emblemas herméticos. El vandalismo se
cebó en él. Sus sucesivos destinos arruinaron la decoración interior, y, si la
fachada no se hubiera conservado en su estado primitivo, nos sería hoy
imposible imaginar, ante las paredes desnudas, las salas maltratadas y las
altas galerías amenazando ruina, la magnificencia original de esta suntuosa
mansión.
Jacques
Coeur, tesorero mayor de Carlos V-H, que la
hizo construir en el siglo xv, tuvo reputación de Adepto experimentado. En efecto, David de Planis-Campy dice que
poseía «el don preciso de la piedra en blanco», o sea, dicho en otros términos,
de la transmutación de los metales viles en plata. Quizá le vino de esto su título de
tesorero. Sea como fuere, debemos
reconocer que Jacques Coeur hizo cuanto pudo por acreditar, mediante una
profusión de símbolos escogidos, su calidad verdadera, o supuesta, de filósofo por el fuego.
Todo el mundo conoce el blasón y la divisa de este
alto personaje: tres corazones ocupando el centro de este emblema, presentado como un jeroglífico: A vaillants cuers riens únpossible. Soberbia máxima, rebosante de energía y
que, si la estudiamos según las reglas cabalísticas, adquiere una significación
bastante singular. En efecto, leemos
cuer con la ortografía de la época, y
obtendremos a un mismo tiempo:
1ro. El enunciado del
Espíritu universal (rayo de luz);
2do. El nombre vulgar de la materia básica trabajada (el hierro)
3ro. Las
tres reiteraciones indispensables para la perfección total de los dos
magisterios (los tres cuers). Estamos, pues, convencidos de que Jacques
Coeur practicó personalmente la alquimia, o, al menos, presenció la elaboración
de la piedra en blanco mediante el hierro «transformado en esencia» y cocido tres
veces.
Entre los jeroglíficos predilectos de
nuestro tesorero, la concha de Santiago, ocupa, lo mismo que el corazón, un
lugar preponderante. Las dos imágenes aparecen siempre reunidas o
dispuestas simétricamente, tal como podemos ver en los motivos centrales de los
círculos tretralobulados de las ventanas, de las balaustradas, de los tableros,
del picaporte, etc. Indudablemente, esta
dualidad de la concha y el corazón puede constituir el jeroglífico del nombre
del propietario, o su firma criptográfica.
Sin embargo, las conchas pectiniformes (pecten Jacoboaeus de los naturalistas) han sido siempre insignia
de los peregrinos de Santiago. Se
llevaban en el sombrero (como podernos observar en una estatua de la abadía de
Westminster), alrededor del cuello o prendidas en el pecho, siempre de modo muy
visible. La Concha de Compostela (Iám. XXXIX), sobre la cual habría mucho que decir,
sirve, en el simbolismo secreto, para designar el principio Mercurio (El Mercurio es el agua
bendita de los filósofos. Las
grandes conchas servían antaño para contener el agua bendita; a menudo las encontrarnos todavía en muchas iglesias
rurales), llamado también Viajero o
Peregrino.
La llevan místicamente todos aquellos que
emprenden la labor y tratan de obtener la estrella (compos stella). Nada tiene,
pues, de sorprendente que Jacques Coeur hiciese reproducir, en la entrada de su
palacio, el icon peregrini tan
popular entre los alquimistas de la Edad
Media. ¿Acaso no describe el propio Nicolas Flamel, en sus Figuras jeroglíficas, el viaje parabólico que emprendió, según
dice, para pedir al «Señor Yago de Galicia», ayuda, luz y protección? Todos los alquimistas se hallan, en sus
comienzos, en igual situación. Tienen que realizar, con el cordón por guía y la concha por
insignia, este largo y peligroso recorrido, una de cuyas mitades es por
vía terrestre y la otra por vía marítima.
Deben ser ante todo peregrinos, y, después,
pilotos.
La capilla,
restaurada y enteramente pintada, es poco interesante. Si exceptuamos el techo de cruzadas ojivas,
donde una veintena de ángeles demasiado nuevos llevan el globo en la frente y
desenrollan filacterias, y una Anunciación esculpida sobre el tímpano de la
puerta, nada queda ya del simbolismo de antaño.
Pasemos, pues, a la pieza más curiosa y mas original del palacio.
En la cámara llamada del Tesoro,
observamos, esculpido en una ménsula, un delicioso grupo ornamental. Se afirma que representa es e1 encuentro de
Tristán e Isolda. No lo desmentiremos,
ya que, por lo demás, el tema no modifica en nada la expresión simbólica que se
desprende de la imagen. El bello poema
medieval forma parte del ciclo de romances de la Tabla Redonda, leyendas herméticas tradicionales que son renovación
de las fábulas griegas. Alude
directamente a la transmisión de los conocimientos científicos antiguos, bajo
el velo de ingeniosas ficciones popularizadas por el genio de nuestros
trovadores picardos.
En el centro del
motivo, un cofrecillo hueco y cúbico se destaca del pie de un árbol frondoso
cuyas hojas disimulan la cabeza coronada del rey Marc. A cada lado, vemos respectivamente a Tristán de Leonís y a Isolda, tocado
aquél con sombrero de rodete y ésta con una corona que se sujeta con la mano
diestra. Estos personajes son
representados en el bosque de Morois, que está tapizado de flores y altas hierbas, y
ambos fijan la mirada en la misteriosa piedra hueca que los separa.
El mito de Tristán de Leonís es copia del de Teseo. Tristán mata en combate a Morlot,- Teseo, al Minotauro.
Aquí encontramos de nuevo el
jeroglífico del León Verde -de
ahí el nombre de Léonois o Léonnais llevado
por Tristán-, que nos enseña Basilio Valentin, en
forma de lucha de dos campeones: el águila
y el dragón. Este combate singular de los cuerpos químicos cuya
combinación produce el disolvente secreto (y el vaso del compuesto), ha
dado tema a una gran cantidad de fábulas profanas y de alegorías
religiosas. Es Cadmo clavando la
serpiente en un roble; Apolo, matando con sus flechas el monstruo Pitón, y
Jasón, matando al dragón de Cólquida; Horus, combatiendo al Tifón del mito
osiriano; Hércules, cortando las cabezas de la Hidra, y Perseo, la de la
Gorgona; san Miguel, san Jorge y san Marcelo, abatiendo al Dragón, copias
cristianas de Perseo, montado en el caballo Pegaso y matando al monstruo
guardián de Andrómeda; es, también, el combate de la
zorra y el gallo, del que ya hemos hablado al describir los medallones
de París; es el del alquimista y el dragón
(Cyliani), de la rémora y la salamandra (de Cyrano Bergerac), de la serpiente roja y la serpiente verde, etc.
Este disolvente
poco común permite la recrudescencia (Término de técnica hermética que significa volver crudo, es decir, volver a un estado anterior al que caracteriza a
la madurez, retrogradar) del
oro natural, su reblandecimiento y el retorno a su primitivo estado en forma
salina, desmenuzable y muy fusible. Es el rejuvenecimiento del rey que señalan todos los autores,
principio de una fase evolutiva nueva, personificada, en el motivo que nos
ocupa, por Tristán, sobrino del rey Marc.
En realidad, tío o sobrino son -químicamente hablando- una misma cosa,
del mismo género y de origen parecido.
El
oro pierde su corona -al perder su color- durante cierto período de tiempo, y se ve desprovisto
de ella hasta que alcanza el grado de superioridad a que pueden elevarle el
arte y la Naturaleza. Entonces hereda
una segunda corona, «infinitamente más
noble que la primera», según afirma Limojon de Asaint-Didier. Por esto vemos destacarse claramente las
siluetas de Tristán y de la reina Isolda, en tanto que el viejo rey permanece
oculto entre la fronda del árbol central, el cual sale de la piedra, como sale
el árbol de Jesé del pecho del Patriarca.
Observemos, además, que la reina es, a un mismo tiempo, esposa del
anciano y del joven héroe, a fin de mantener la tradición hermética que hace
del rey, de la reina y del amante la tríada mineral de la Gran Obra. Por último, señalemos un detalle de cierto
valor para el análisis del símbolo. El
árbol situado detrás de Tristán está cargado de frutos enormes -peras o
higos gigantescos-, en tal abundancia que las hojas desaparecen bajo su
masa. ¡Extraño bosque, en verdad, este del Mort-Roi, y cuán tentados nos sentimos a asimilarlo al fabuloso y
mirífico Jardín de las Hespérides!
II
Pero, más aún que el
Palacio de Jacques Coeur, llama nuestra atención la Mansión Lallemant. Morada burguesa, de modestas dimensiones y de
estilo menos antiguo, tiene la rara ventaja de presentarse a nosotros en un
estado de perfecta conservación. Ninguna
restauración, ninguna mutilación, la han despojado del bello carácter simbólico
que se desprende de una decoración abundante en temas delicados y minuciosos.
El cuerpo del
edificio, construido en una pendiente, muestra el pie de su fachada al nivel de
un piso por debajo del patio. Esta
disposición obliga al empleo de una escalera sin bóveda, ingenioso y original
sistema que permite el acceso al patio interior, en el cual se abre la entrada
de los departamentos.
En el relleno
abovedado, al pie de la escalera, el guardián -cuya exquisita afabilidad es
digna de alabanza- empuja una puerta a nuestra derecha. «Aquí -nos dice- está
la cocina» Es esta una pieza bastante
grande, excavada en el subsuelo, baja de techo y apenas iluminada por una sola
ventana, más ancha que alta y dividida por una columna de piedra. Una chimenea minúscula y nada profunda
constituye la «cocina» propiamente dicha.
En apoyo de su afirmación, nuestro cicerone señala un motivo ornamental
en el arranque de la bóveda, en el cual representa un clérigo empuñando una
mano de almirez. ¿Se trata, efectivamente, de la imagen de un marmitón del
siglo XVI? Nosotros permanecemos
incrédulos. Nuestra mirada va de la
pequeña chimenea -donde apenas se podría asar un pavo, pero que, desde luego,
bastaría para albergar la torre de un atanor- hasta el muñeco ascendido a
cocinero, y recorre en fin toda la cocina, tan triste y sombría de este
luminoso día de verano...
Cuanto
más reflexionamos, más inverosímil nos parece la explicación del guía. Esta sala baja, oscura, separada del comedor
por una escalera y un patio descubierto, sin más aparato que una chimenea
estrecha, insuficiente, desprovista de planchuela de hierro y llar,
difícilmente podría utilizarse para las más simples funciones culinarias. Por el contrario, nos parece sumamente
adecuada para el trabajo alquímico, que excluye la luz solar, como enemiga de
toda generación. En cuanto al
marmitón, conocemos demasiado bien el tino, el cuidado y la exactitud escrupulosa
con que los imaginemos de antaño traducían sus ideas, para calificar de mano de
almirez el objeto que aquél muestra al visitante. No podemos creer que el artista hubiese
desdeñado la representación del mortero, complemento indispensable de aquélla. Por otra parte, la forma misma del utensilio
es característica; lo que sostiene el muñeco en cuestión es en realidad un
matraz de cuello largo, parecido al que emplean nuestros químicos y a los que
llaman también balones, a causa de su panza esférica. Por último, el extremo del mango de la
supuesta mano de almirez aparece hueco y cortado oblicuamente, lo que prueba
sin lugar a dudas que nos hallamos en presencia de un utensilio, ya sea un vaso
o una pequeña redoma.
Esta
vasija indispensable y secretísima recibió nombres diversos, escogidos con la
intención de ocultar a los profanos, no sólo su verdadero destino, sino también
su composición. Los Iniciados nos
comprenderán y sabrán perfectamente a qué vasija nos estamos refiriendo. En general, se la llama
huevo filosófico y León verde.
Por el término huevo, entienden los Sabios su compuesto, colocado en su
vaso adecuado y dispuesto a sufrir las transformaciones que en él provocará la
acción del fuego. Y es realmente, en
este sentido, un huevo, ya que su envoltura, o su cáscara, encierra el rebis
filosofal, formado de blanco y de rojo en una proporción análoga a la del huevo de las
aves. En cuanto al segundo epíteto,
los textos no han dado nunca su interpretación.
Batsdorff dice, en su Hilo de Ariadna, que los filósofos dieron e nombre
de León verde a la vasija utilizada para la cocción, pero no nos explica la
razón. El
Cosmopolita, insistiendo sobre todo en la calidad del vaso y en su necesidad
para el trabajo, afirma que, en la Obra, «sólo hay este León verde que cierra y
abre los siete sellos indisolubles de los siete espíritus metálicos, y que
atormenta a los cuerpos hasta perfeccionarlos enteramente, por medio de la
prolongada y firme paciencia del artista» El manuscrito de F. Aurach (Le Trés précieux Don de
Dieu. Manuscrito de Georges Aurach, de Estrasburgo, escrito y pintado de su
propia mano, el año de Gracia de la Humanidad redimida 1415)
nos muestra un vasija de vidrio, lleno hasta la mitad de un licor verde,
y añade que todo el arte consiste en la adquisición de este único León verde,
cuyo nombre indica incluso su color. Es
el vitriolo de Basilio Valentin. La
tercera figura del Vellocino de Oro es casi idéntica a la imagen de G.
Aurach. Vemos en ella un filósofo
vestido de rojo, cubierto con manto de púrpura y tocado con un gorro verde, que
muestra con la diestra un vasija de vidrio conteniendo un 1íquido verde. Ripley se acerca más a la verdad cuando dice:
«Sólo entra un cuerpo inmundo en nuestro magisterio; los
Filósofos lo llaman ordinariamente León verde.
Es el medio para juntar las tinturas entre el sol y la luna.»
De estos informes se infiere que hay que
considerar el vaso desde el doble punto de vista de su materia y de su forma;
de una parte, en el estado de vaso natural y de otra, como vaso del arte. Las descripciones -poco numerosas y poco
claras- que acabamos de citar hacen referencia a la naturaleza del vaso;
muchísimos textos nos instruyen sobre la forma del huevo- Éste puede ser, a
gusto del artista, esférico u ovoide, con tal de que esté confeccionado con
vidrio claro, transparente y sin ampollas.
Sus paredes requieren un espesor determinado, a fin de resistir las
presiones internas, y algunos autores recomiendan elegir, para este objeto, el
vaso de Lorena (El término vaso de Lorena servía antaño para distinguir el vaso
moldeado del vaso soplado. Gracias al
moldeado, el vaso de Lorena podía tener las paredes muy gruesas y
regulares) En fin, el cuello puede ser
largo o corto, según la intención o la comodidad del artista; lo esencial es
que pueda soldarse fácilmente a la lámpara de esmaltador. Pero estos detalles de la práctica son lo
bastante conocidos para que tengamos que dar explicaciones más extensas.
Por lo que
a nosotros atañe, sólo queremos hacer hincapié en que el laboratorio y el vaso
de la Obra -el lugar en que trabaja el Adepto y aquél en que actúa la
Naturaleza-
son los dos hechos ciertos que impresionan al iniciado al comenzar su visita y
que hacen de la Mansión Lallemant una de las
más seductoras y más raras moradas filosofales.
Siguiendo siempre al
guía, hétenos ahora pisando el embaldosado del patio. Damos unos pasos y llegamos a la entrada de
una loggia vivamente iluminada a través de un pórtico formado por tres
aberturas en arco. Es una sala grande,
de techo surcado por gruesas vigas. Una
serie de monolitos, estelas y otros fragmentos antiguos le dan el aspecto de un
museo arqueológico local. Para nosotros,
no es esto lo más interesante, sino el muro del fondo, donde se halla enclavado
un magnífico bajo relieve de piedra pintada.
Representa a san Cristóbal depositando a Jesús
Niño en la margen rocosa del legendario torrente que acaban de cruzar. En segundo término, un ermitaño sale
de su cabaña, con una linterna en la mano, pues la escena se desarrolla
de noche y avanza en dirección al Niño-Rey.
A menudo nos hemos
tropezado con bellas representaciones antiguas de san Cristóbal; ninguna,
empero, ha estado más acorde que ésta con la leyenda. Parece fuera de toda duda que el tema de esta
obra maestra y el texto de Jacques de Voragine contienen el mismo sentido
hermético; esto, además de cierto detalle que no creo que se encuentre en otra
parte. San Cristóbal adquiere, por esta
circunstancia, una importancia capital bajo el aspecto de la analogía existente
entre el gigante que transporta a Cristo y la materia que trae el oro,
desempeñando la misma función en la Obra.
Como nuestra intención es servir al estudiante sincero y de buena fe,
desarrollaremos seguidamente su esoterismo, cosa que habíamos reservado para
este lugar al referirnos a las estatuas de san Cristóbal y al monolito
levantado en el atrio de Nótre-Dame de París.
Pero, a fin de que puedan comprendernos mejor, transcribiremos ante todo
el relato legendario que Amédée de Ponthieu (Amédée de Ponthieu, Légendes du
Vieux Paú. París, Bachelin-Deflorenne, 1867, pág. 106) tomó de Jacques de
Voraine. Subrayaremos adrede
los pasajes y los nombres que aluden directamente al trabajo, a las condiciones
y a los materiales, a fin de que el lector pueda detenerse en ellos,
reflexionar y sacar provecho.
«Antes de ser cristiano, Cristóbal se llamaba Offerus,- era una especie de
gigante, y muy duro de moliera. Cuando
tuvo uso de razón, emprendió viaje, diciendo que quería servir al rey más
grande de 1a tierra. Le enviaron a la
corte de un rey muy poderoso, el cual se alegró no poco de tener un servidor
tan forzudo. Un día, el rey, al oír que
un juglar pronunciaba el nombre del diablo, hizo, aterrorizado, la señal de la
cruz.
“¿Por qué hacéis eso?", preguntó al punto Cristóbal. "Porque temo al diablo", le
respondió el rey. "Si le temes, es
que no eres tan poderoso como él. En
este caso, quiero servir al diablo"
Dicho lo cual, Offerus partió de allí»
Después de una larga
caminata en busca del poderoso monarca, vio venir en su dirección una nutrida
tropa de jinetes vestidos de rojo; su jefe, que era negro, le dijo: "¿A
quién buscas?" -"Busco al diablo para servirle." -"Yo soy
el diablo. Sígueme" Y hete aquí a Offerus incorporado a los
seguidores de Satán. Un día, después de
mucho cabalgar, la tropa infernal encuentra una cruz a la orilla del camino; el
diablo ordena dar media vuelta.
"¿Por qué has hecho eso?", le preguntó Offerus, siempre
deseoso de instruirse. "Porque temo
la imagen de Cristo........ Si temes la imagen de Cristo, es que eres menos
poderoso que él; en tal caso, quiero entrar al servicio de Cristo. Offerus Pasó solo por delante de la cruz y
continuó su camino. Encontró a un buen
ermitaño y le preguntó dónde podría ver a Cristo. "En todas partes", le respondió el
ermitaño. "No lo entiendo -dijo
Offerus-; pero, si me habéis dicho la verdad, ¿qué servicios puede prestarle un
muchachote robusto y despierto como yo?" -"Se le sirve -respondió el
ermitaño- con la oración, el ayuno y la vigilia". Offerus hizo una mueca. "¿No hay otra manera de serle
agradable?" preguntó. Comprendió el
solitario la clase de hombre que tenía delante y, tomándole de la mano, le
condujo a la orilla de un impetuoso torrente, que descendía de una alta montaña,
y le dijo: "Los pobres que cruzaron estas aguas se ahogaron; quédate aquí,
y traslada a la otra orilla, sobre tus fuertes hombros, a aquellos que te lo
pidieren. Si haces esto por amor a
Cristo, El te admitirá como su servidor." -"Sí que lo haré, por amor
a Cristo", respondió Offerus. Y
entonces se construyó una cabaña en la ribera, y empezó a transportar de noche
y de día a los viajeros que se lo pedían»
Una noche, abrumado
por la fatiga, dormía profundamente; le despertaron unos golpes dados a su puerta
y oyó la voz de un niño que le llamaba tres veces por su nombre. Se levantó, subió al niño sobre su ancha
espalda y entró en el torrente. Al
llegar a su mitad, vio que el torrente se enfurecía de pronto, que las olas se
hinchaban y se precipitaban sobre sus nervudas piernas para derribarle. El hombre aguantaba lo mejor que podía, pero
el niño pesaba como una enorme carga; entonces, temeroso de dejar caer al
pequeño viajero, arrancó un árbol para apoyarse en él; pero la corriente seguía
creciendo y el niño se hacía cada vez más pesado. Offerus, temiendo que se ahogara, levantó la
cabeza hacia él y le dijo: "Niño, ¿por qué te haces tan pesado? Me parece como si transportase el
mundo." El niño le respondió: "No solamente transportas el mundo,
sino a Aquel que hizo el mundo. Yo soy
Cristo, tu Dios y Señor. En recompensa
de tus buenos servicios, Yo te bautizo en el nombre de mi Padre, en el mío
propio y en el del Espíritu Santo; en adelante, te llamarás
Cristóbal" Desde aquel día,
Cristóbal recorrió la tierra para enseñar la palabra de Cristo.»
Esta narración basta
para demostrar con qué fidelidad el artista observó y reprodujo los menores
detalles de la leyenda.
Pero hizo todavía
más. Bajo la inspiración del sabio
hermetista que le había encargado la obra (Por ciertos documentos que se
conservan en los archivos de la Mansión Lallemant, sabemos que Jean Lallemant pertenecía a la
Hermandad alquímica de los Caballeros de
la Tabla Redonda) colocó al gigante con los pies dentro del agua y lo
vistió con un lienzo ligero anudado sobre el hombro y ceñido con un ancho
cinturón al nivel del abdomen. Este
cinturón es lo que da a san Cristóbal su verdadero carácter esotérico. Lo que vamos a decir aquí sobre él, es cosa
que no se enseña. Pero, aparte de que la
ciencia de esta guisa revelada no deja por ello de ser menos tenebrosa,
entendemos que un libro que no enseñara nada sería inútil y vano. Por esta razón, nos esforzaremos en desnudar
el símbolo lo más posible, a fin de mostrar a los investigadores de lo oculto
el hecho científico escondido bajo su imagen.
El cinturón de Offerus aparece
pespunteado a rayas entrecruzadas, semejantes a las que presenta la superficie
del disolvente cuando ha sido canónicamente preparado. Tal es el Signo que todos los filósofos admiten
para señalar, exteriormente, la virtud, la perfección y la extraordinaria
pureza intrínsecas a su sustancia mercurial.
Hemos dicho antes en varias ocasiones, y lo
repetiremos aquí, que todo el trabajo del arte consiste en animar este mercurio
hasta que aparezca revestido del
indicado signo. Y los autores antiguos llamaron a este signo, Sello de
Hermes, Sal de los Sabios (empleando Sal por Sello) -cosa que ha llevado
la confusión a la mente de los investigadores-, marca y huella del
Todopoderoso, firma de Este, y también Estrella de los Magos, Estrella polar,
etcétera. Esta disposición geométrica subsiste y aparece
con mayor claridad cuando se ha puesto el oro a disolver en el mercurio para
volverlo a su primitivo estado, el de oro joven o rejuvenecido; en una palabra,
oro niño. Por esta razón, el mercurio -fiel servidor y Sello de la
tierra- recibe el nombre de Fuente de Juventud. Los filósofos hablan, pues, con toda claridad
cuando enseñan que el mercurio, una vez efectuada la disolución, lleva el niño,
el Hijo del Sol, el Pequeño Rey (Roitelet), como una verdadera madre, ya que,
efectivamente, el oro renace en su seno. «El viento -que es el mercurio alado y volátil- lo ha llevado en su vientre», nos dice Hermes en su
Mesa de Esmeralda.
Esto sentado,
volvemos a encontrar la versión secreta de esta verdad positiva en la Galette
de Reyes, que suele comerse en familia el día de la Epifanía, fiesta célebre
que evoca la manifestación de Jesucristo niño a los Reyes Magos y a los
gentiles. Según la Tradición, los Magos
fueron guiados hasta la cuna del Salvador por una estrella, la cual fue, para
ellos, el signo anunciador, la Buena Nueva de su nacimiento. Nuestra Galette está signada como la propia
materia, y contiene en su pasta el niñito conocido popularmente con el nombre
de bañista. Es el Niño Jesús, llevado
por Offerus, el servidor o el viajero, es el oro en su baño, el bañista; el
haba, el zueco, la cuna o la cruz de honor, y es el pez «que nada en nuestro mar
filosófico», según la propia expresión del Cosmopolita. Notemos que, en las basílicas bizantinas,
Cristo aparecía a veces representado como las Sirenas, con la cola de pez. Así podemos verlo en un capitel de la iglesia
de Saint-Brice, en Saint-Brisson-sur-Loire (Loiret). El pez es el jeroglífico de la piedra de los filósofos en su
estado primitivo, porque la piedra, como el pez, nace en el agua y vive en el
agua. Entre las pinturas
de la estufa alquímica ejecutada en 1702 por P.-H. Plan, vemos un pescador con
caña sacando del agua un hermoso pez.
Otras alegorías recomiendan pescarlo con ayuda de una red o de una
malla, lo cual es imagen exacta de las mallas formadas por hilos cruzados y
esquematizados en nuestra galettes de la Epifanía. Señalemos, no obstante, otra forma
emblemática más rara, pero no menos luminosa.
En casa de una familia amiga, donde fuimos invitados a comer el pastel
de Reyes, vimos, no sin cierto asombro, en la corteza, un roble con las ramas
extendidas, en vez de los rombos que en ella figuran de ordinario, el bañista
había sido sustituido por un pez de porcelana, y este pez era un lenguado
(sole) (lat, Sol, sofis, el sol). Pronto
explicaremos la significación hermética del roble, al hablar del Vellocino de
Oro. Añadamos también que el famoso pez
del Cosmopolita, llamado por él Echineis, es el ursino (echinus), el osezno, la
osa menor, constelación en que se encuentra la estrella polar. Las conchas de ursinos fósiles, que se
encuentran en abundancia en todos los terrenos, presentan una cara radiada en
forma de estrella. Por esto Limojon de
Saint-Didier recomienda a los investigadores que orienten su rumbo «mirando a
la estrella del nota».
Este pez misterioso es el
pez real por excelencia; el que lo encuentra en su porción de pastel es
investido con el título de rey y agasajado como a tal. Antiguamente, se daba el nombre de pez real
al delfín, al esturión, al salmón y a la trucha, porque, según decían, eran
especies reservadas para la mesa del rey.
En realidad, esta denominación tenía únicamente carácter simbólico, ya
que el hijo primogénito de los reyes, el heredero de la corona, llevaba siempre
el título de Delfín, nombre de un pez, y, mejor aún, de un pez real es, por lo
demás, un delfín lo que los pescadores en barca del Mutus Liber tratan de
capturar con sedal y con anzuelo. Son
igualmente delfines los peces que observamos en diversos motivos ornamentales
de la Mansión Lallemant: en la ventana de en medio de la torrecilla angular, en
el capitel de una columna, y también en la parte superior de una pequeña credencial,
en la capilla.
El Ictus griego de las catacumbas romanas tiene el mismo
origen. Martigny reproduce, en efecto,
una curiosa pintura de las catacumbas que representa un pez nadando en las olas
y llevando sobre el lomo una cesta, que contiene unos panes y un objeto rojo,
de forma alargada, que es tal vez un vaso lleno de vino. La cesta que lleva el pez constituye el mismo
jeroglífico representado en la galette de Reyes, ya que está confeccionada con
mimbres entrecruzados. Para no
extendernos más en estos parangones, nos limitaremos a llamar la atención de
los curiosos sobre la cesta de Baco, llamada Cista que llevaban las cistóforas
en las procesiones de las bacanales y «en la cual –nos dice Fr. Noel- estaba encerrado cuanto había de más
misterioso.»
Incluso la pasta de la galette está
de acuerdo con las leyes del simbolismo tradicional. Esta pasta es hojaldrada, y nuestro pequeño
bañista está inserto en ella a la manera de las señales de los libros. Aquí tenemos una interesante confirmación de
la materia representada por el pastel de Reyes.
Sendivogius nos da -a conocer que el mercurio preparado tiene el aspecto
y la forma de una masa pedregosa, desmenuzable y hojaldrada. «Si la observáis
bien -dice-, advertiréis que toda ella forma como hojas» En efecto, las láminas cristalinas que
componen su sustancia se encuentran superpuestas como las hojas de un libro,
por esta razón, ha recibido los epítetos de tierra hojosa, tierra de hojas,
libro de las hojas, etcétera. Así, vemos
la primera materia de la Obra expresada simbólicamente por un libro, ora
abierto, ora cerrado, según que haya sido trabajada o simplemente extraída de
la mina. En ocasiones, cuando este libro
se representa cerrado -lo cual indica la sustancia mineral en bruto-, no es extraño verle cerrado con siete cintas; son las marcas de las siete operaciones sucesivas que
permiten abrirlo, al romper cada una de ellas uno de los sellos que lo
mantienen cerrado. Tal es el Gran
Libro de la Naturaleza, que encierra en sus páginas la revelación de las
ciencias profanas y la de los misterios sagrados. Su estilo es sencillo y su lectura fácil, a
condición, empero, de que uno sepa dónde encontrarlo -lo cual es muy difícil-
y, sobre todo, de que sepa abrirlo, lo cual es todavía más laborioso.
Visitemos
ahora el interior del palacio. En el
fondo del patio, ábrase la puerta, en arco de medio punto, que da acceso a los
departamentos. Hay allí cosas muy
bellas, y el amante de nuestro Renacimiento encontrará en ellas sobrados
motivos de satisfacción. Crucemos el
comedor, cuyo techo artesonado y cuya alta chimenea, con las armas de Luis XII
y de Ana de Bretaña, son otras tantas maravillas, y atravesemos el umbral de la
capilla, Verdadera joya, cincelada y labrada con amor por adorables artistas,
esta pequeña y alargada pieza apenas tiene nada de capilla, si exceptuamos la
ventana de tres arcos dentados, siguiendo el estilo ojival. Toda la ornamentación es profana, y todos sus
motivos han sido tomados de la ciencia hermética. Un soberbio bajo relieve pintado, ejecutado a
la manera del san Cristóbal de la loggia, tiene por tema el mito pagano del
Vellocino de Oro. Los artesones del
techo sirven de marcos a numerosas figuras jeroglíficos. Una linda credencial del siglo XVI plantea un
enigma alquímico. Ni una escena
religiosa, ni un versículo de salmo, ni una parábola evangélica; sólo el verbo
misterioso del Arte sacerdotal... ¿Es posible que se haya oficiado en este
gabinete de aspecto tan poco ortodoxo, pero tan adecuado, en cambio, por su
mística intimidad, para la meditación y la lectura, es decir, para la oración
del filósofo? ¿Capilla, estudio u oratorio?
No sabemos contestar a esta pregunta.
El bajo relieve del
Vellocino de Oro, primera cosa que se advierte al entrar, es un hermoso paisaje
sobre Piedra, realzado por el color, pero débilmente iluminado, y lleno de
detalles curiosos cuyo estudio dificulta la pátina del tiempo. En el centro de un círculo de rocas cubiertas
de musgo, y de paredes verticales, un bosque formado principalmente por robles
yergue sus troncos rugosos y extiende su fronda. En varios claros, percibimos diversos
animales de difícil identificación -un dromedario, un buey o una vaca, una rana
en lo alto de una roca, etc.- que animan el ambiente salvaje y poco atractivo
del lugar. En el suelo herboso, crecen
flores y cañas del género fragmita.
A la derecha, el
pellejo del cordero aparece colocado sobre un saliente de la roca y custodiado
por un dragón cuya amenazadora silueta se recorta sobre el cielo. El propio Jasón estaba representado al pie de
un roble; pero esta parte de la composición, sin duda poco adherente, se
despegó del resto.
La
fábula del Vellocino de Oro es un enigma completo del trabajo hermético que
debe llevar a la obtención de la Piedra Filosofal. En el lenguaje de los Adeptos, se llama Vellocino de Oro a la materia preparada para la
Obra, así como el resultado final.
Lo cual es totalmente exacto, ya que estas
sustancias sólo se diferencian por su pureza, su fijeza y su madurez. Piedra de los Filósofos y Piedra Filosofal
son, pues, cosas semejantes, en su especie y en su origen; pero la primera es cruda, mientras que la
segunda, derivada de aquélla, está perfectamente cocida y ablandada. Los poetas griegos nos refieren que «Zeus se
alegró tanto del sacrificio hecho por Frixo en su honor, que quiso que aquellos
que tuvieran el Vellocino viviesen en la abundancia mientras lo conservaran en
su poder, y que todo el mundo estuviera autorizado para intentar su conquista»
Podemos asegurar, sin
temor a equivocarnos, que son poco numerosos los que hacen uso de esta
autorización. Y no es que sea tarea
imposible, ni entrañe peligro extraordinario -pues quienes conocen al dragón
saben también cómo vencerle, sino que existe una gran dificultad en la
interpretación del simbolismo. ¿Cómo establecer una concordancia satisfactoria
entre tantas imágenes diversas y tantos textos contradictorios? Sin embargo, es el único medio que poseemos
para reconocer el buen camino entre todos los callejones sin salida y los
atolladeros infranqueables que nos salen al paso y que tientan al neófito
impaciente por seguir su marcha. Por
esto no nos cansaremos jamás de exhortar a los discípulos a que dirijan sus
esfuerzos a la solución de este punto oscuro -aunque material y tangible-, eje
alrededor del cual giran todas las combinaciones simbólicas que estudiamos.
Aquí, la verdad
aparece velada bajo dos imágenes distintas, la del roble y la del cordero, las
cuales sólo representan, como acabamos de decir, una misma cosa bajo dos
aspectos diferentes. En efecto, el roble
fue siempre adoptado por los viejos autores para designar el nombre vulgar del
sujeto inicial, tal como lo encontramos en la mina. Y es por un poco-más-o-menos, cuyo
equivalente corresponde al roble, que los Filósofos nos instruyen sobre esta
materia. La frase que utilizamos puede
parecer equívoca; lo lamentamos, pero no podríamos expresarnos mejor sin
traspasar determinados límites. Sólo los
iniciados en el lenguaje de los dioses comprenderán sin ningún esfuerzo, porque
ellos poseen las llaves que abren todas las puertas, ya se trate de ciencias,
ya de religiones. Pero, entre los
presuntos cabalistas, judíos o cristianos, más ricos en vanidad que en saber,
¿cuántos Melampo, Tiresias, o Tales hay, capaces de comprender estas cosas? Ciertamente, no es por ellos, cuyas
combinaciones ilusorias no conducen a nada sólido, positivo ni científico, por
quienes nos tomamos el trabajo de escribir.
Dejemos, pues, en su ignorancia, a estos doctores de la cábala y
volvamos a nuestro tema, caracterizado herméticamente por el roble.
Nadie
ignora que el roble muestra a menudo sobre sus hojas unas pequeñas excrecencias
redondas y rugosas, en ocasiones perforadas, que reciben el nombre de agallas (lat.
gana). Ahora bien, si reunimos tres
palabras de la misma familia latina: gallia, Gallit, gallus, obtendremos
agalla, Galia, gallo. El gallo es emblema
de la Galia y atributo de Mercurio, como dice expresamente Jacob Tollius
(1l); corona el campanario de las iglesias francesas, y no sin razón Francia ha
sido llamada Hija primogénita de la Iglesia.
Sólo hay que dar un paso más para descubrir lo que los maestros del arte
tan celosamente ocultaron. Prosigamos. No sólo nos
proporciona el roble la agalla, sino que nos da también el kermes, el
cual tiene, en la Gaya Ciencia, la misma significación que Hermes por
permutación de las consonantes iniciales. Ambos términos tienen idéntico sentido: el de
Mercurio. Sin embargo, así como
la agalla nos da el nombre de la materia mercurial en bruto, el quermes (en
árabe girmiz, que tiñe de escarlata) caracteriza la sustancia preparada. Es importante no confundir estas cosas, para
no extraviarse al pasar a los ensayos. Recordad, pues,
que el mercurio de los filósofos, es decir, su materia preparada, debe poseer
la virtud de teñir, y que sólo adquiere esta virtud mediante
preparaciones previas.
En cuanto al sujeto
grosero de la Obra, unos lo llaman Magnesia lunar,
otros, más sinceros, lo denominan Plomo de los Sabios, Satumia vegetable. Philaléthe, Basilio
Valentin y el Cosmopolita le dan el nombre de Hijo
o Niño de Saturno. Con estas
denominaciones, refiéranse, ora a su propiedad magnética y de atracción del azufre,
ora a su calidad de fusible y a su fácil licuefacción. Para todos ellos, es la Tierra Santa (Terra
Sancta): y, en fin, este mineral tiene por jeroglífico celeste el signo astronómico del Cordero (Aries), Gala
significa, en griego, leche, y el mercurio es llamado
también Leche de Virgen (lac virginis).
Si prestáis, pues, atención, hermanos míos, a lo que hemos dicho sobre
la galette de Reyes, y si sabéis por qué los egipcios divinizaron al gato, no
podréis tener ya ninguna duda sobre el sujeto que debéis elegir; su nombre
vulgar se os aparecerá con toda claridad.
Entonces poseeréis ese Caos de los Sabios «en el cual se encuentran en
potencia todos los secretos ocultos», según afirma Philaléthe, y que el artista
hábil tarda muy poco en hacer activos. Abrid -es
decir, descomponed- esta materia, tratad de aislar su porción pura, o su alma
metálica, según la expresión consagrada, y obtendréis el Quermes, el Hermes, el mercurio tintóreo que lleva en sí el oro místico,
de la misma manera que san Cristóbal lleva a Jesús, y el cordero su propio
vellón.
Entonces comprenderéis por qué el Vellocino de Oro está suspendido del
roble, a la manera de la agalla y del quermes, y podréis decir, sin faltar a la
verdad, que el roble hermético hace de madre al mercurio secreto. Comparando leyendas y símbolos, se hará la
luz en vuestro espíritu y comprenderéis la estrecha afinidad que une al roble
con el cordero, a san Cristóbal con el Niño-Rey, al Buen Pastor con la oveja,
versión cristiana del Hermes crióforo, etc.
Pasado el umbral de
la capilla, colocaos en el centro de ésta; levantad los ojos, y podréis admirar
una de las más bellas colecciones de emblemas que puedan encontrarse. El techo, compuesto de artesones dispuestos
en tres hileras longitudinales, está sostenido, hacia la mitad de su extensión,
por dos columnas cuadradas, adosadas a los muros y que presentan cuatro
acanaladuras en su cara anterior.
La de la derecha, mirando a la única ventana que ilumina la reducida
estancia, muestra entre sus volutas un cráneo humano, provisto de dos alas y
sostenido por una peana de hojas de roble. Expresiva imagen de una generación nueva,
brotada de la putrefacción, consecutiva a la muerte, que sufren los cuerpos
mixtos cuando han perdido su alma vital y volátil. La muerte del cuerpo produce una coloración
azul oscura o negra, propia del Cuervo, jeroglífico del caput mortuum de
la Obra. Tal es
el signo y la primera manifestación de la disolución, de la separación de los
elementos y de la regeneración futura del azufre, principio colorante y fijo de
los metales. Las dos alas están
colocadas allí para enseñarnos que, al huir la parte volátil y acuosa, se produce la dislocación de las partes y se rompe la
cohesión. El cuerpo, mortificado, cae en negras cenizas que tienen el aspecto del
polvo de carbón. Después, bajo la acción
del fuego intrínseco desarrollado por esta disgregación, la ceniza, calcinada,
pierde sus impurezas groseras y combustibles, y entonces nace una sal pura, a
la cual colorea poco a poco la cocción, revistiéndola del poder oculto del fuego.
El capitel de la
izquierda nos muestra un vaso decorativo cuya boca está flanqueada de dos
delfines. Una flor, que parece salir del
vaso, se abre en una forma que recuerda la de las lises heráldicas. Todos estos símbolos hacen referencia al disolvente,
o mercurio común de los filósofos, principio contrario al del azufre cuya
elaboración emblemático hemos visto en el otro capítulo.
En la base de estos
dos soportes, una gran corona de hojas de roble, cruzada verticalmente por un
haz de idéntico follaje, reproduce el signo gráfico correspondiente, en el arte
espagírico, al nombre vulgar del sujeto.
Corona y capitel realizan, de esta suerte, el símbolo completo de la
materia prima, ese globo que las imágenes de Dios, de Jesús y de algunos
grandes monarcas sostienen en la mano.
Lejos de nuestra intención analizar detalladamente
todas las imágenes que adornan los artesones de este techo modélico en su
género. Su tema, muy extenso, requeriría
un estudio especial y nos obligaría a frecuentes repeticiones. Nos limitaremos, pues, a describirlas
rápidamente y a resumir el significado de las más originales. Entre éstas, señalaremos ante todo el símbolo
del azufre y de su extracción de la materia prima, cuyo gráfico figura, según
acabamos de decir, en cada una de las columnas empotradas. Es una esfera armilar, colocada sobre un
fogón encendido y que tiene un gran parecido con uno de los grabados del
tratado del Azoth. Aquí, el brasero
ocupa el lugar de Atlas, y esta imagen de nuestra práctica, sumamente
instructiva por si misma, nos dispensa de todo comentario. No lejos de allí, vemos representada una
colmena común, de paja, rodeada de sus abejas; tema este frecuentemente
reproducido, particularmente en la estufa alquímica de Winterthur. Ved ahí -¡singular motivo para una capilla!-
un niño que orina a chorro en uno de sus zuecos. Más allá, el mismo niño, arrodillado junto a
un montón de lingotes planos, sostiene un libro abierto, mientras yace a sus
pies una serpiente muerta ¿Debemos detenernos o proseguir? Vacilamos.
Un
detalle, situado en la penumbra de las molduras, determina el sentido del
pequeño bajo relieve; en la pieza más alta del conjunto figura el sello
estrellado del rey mago Salomón. Abajo, el Mercurio, arriba, el Absoluto. Procedimiento sencillo y completo que no
permite más que un camino, no exige más que una materia, no requiere más que
una operación «Aquel que sabe hacer la Obra con sólo
el mercurio ha encontrado todo lo que hay de más perfecto» Tal es, al
menos, lo que afirman los más célebres autores.
Es la unión de los dos triángulos del fuego
y del agua, o del azufre y del mercurio reunidos en un solo cuerpo, lo que
engendra el astro de seis puntas, jeroglífico de la Obra por excelencia y de la
Piedra Filosofal realizada.
Al lado de esta imagen, otra nos presenta un antebrazo en llamas, cuya
mano hace unas grandes castañas,- no lejos de ésta, el mismo jeroglífico,
saliendo de la roca, sostiene una antorcha encendida; aquí, ved el cuerno de
Amaltea, desbordante de flores y de frutos, que sirve de percha a una gallina o
a una perdiz, pues el ave en cuestión no está muy determinada; pero, que el
emblema sea la gallina negra o la perdiz roja, no altera en absoluto el
significado hermético que encierra. Ved
ahora un vaso volcado, escapado de la boca de un león decorativo que lo
sostenía en equilibrio: es una versión original del solve et coagula de
Nótre-Dame de París. Un segundo tema,
poco ortodoxo y bastante irreverente, le sigue de cerca: un niño tratando de
romper un rosario sobre su rodilla. Más
lejos, una gran concha, nuestra concha, tiene encima una masa fija y sujeta a
ella por filacterias espirales. En el
fondo del artesón donde se halla esta imagen, se repite quince veces el símbolo
gráfico, permitiendo la identificación exacta del contenido de la concha. El mismo signo -como sustituto del nombre de
la materia- vuelve a aparecer no lejos de allí, esta vez en tamaño grande y en
el centro de un horno encendido. En otra
figura, vemos de nuevo al niño -creemos que representa el papel del artista-
con los pies en la concavidad de la famosa concha y arrojando ante sí otras
conchas menudas, salidas, al parecer, de la grande. Observamos también el libro abierto decorado
por el fuego; la paloma aureolada, radiante y flamígera, emblema del Espíritu;
el cuervo ígneo, posado sobre un cráneo al que picotea, figuras reunidas de la
muerte y la putrefacción; el ángel «que hace rodar el mundo» a la manera de una
peonza, tema recogido y desarrollado en un librito titulado Typus Mundi (13),
obra de varios padres jesuitas; la calcinación filosófica, simbolizada por una
granada sometida a la acción del fuego en un vaso de orfebrería; encima del
cuerpo calcinado, distinguimos la cifra 3 seguida
de la letra R, que indican al artista la necesidad de las tres reiteraciones
del mismo procedimiento, a la cual hemos aludido ya en varias ocasiones. Por último, la imagen siguiente representa el
ludus puerorum comentado en el Toison dor de Trismosin y presentado de manera
idéntica: un niño hace caracolear su caballo de madera, con el látigo en alto y
el semblante gozoso.
Con esto damos por
terminada la enumeración de los principales emblemas herméticos esculpidos en
el techo de la capilla, pongamos fin a este estudio con el análisis de una
pieza muy curiosa y singularmente rara.
Empotrada en el muro, cerca de la ventana, una pequeña
credencial del siglo XVI atrae las miradas, tanto por la belleza de su
decoración como por el misterio de un enigma considerado indescifrable. Jamás -afirma nuestro guía- logró ningún
visitante dar su explicación. Esta
laguna proviene sin duda de que nadie comprendió la finalidad que se proponía
el simbolismo de toda la decoración, ni qué ciencia se ocultaba detrás de sus
múltiples jeroglíficos. El hermoso bajo
relieve del Vellocino de Oro, que habría podido servir de guía, no fue
considerado en su verdadero sentido, sino que siguió siendo, para todos, una
obra mitológica en que la imaginación oriental anduvo desbocada. Sin embargo, nuestra credencial lleva en sí
misma la marca alquímica cuyas particularidades hemos descrito en esta
obra. En efecto, en los pilares
empotrados que sostienen el arquitrabe de este templo minúsculo, descubrimos,
inmediatamente debajo de los capiteles, los emblemas consagrados al mercurio
filosofal, la concha de Santiago o pilita de agua bendita, rematada por las
alas y el tridente, atributo, este último, del dios del mar, Neptuno. Siempre la misma indicación del principio
acuoso y volátil. El frontón está
constituido por una gran concha decorativa que sirve de apoyo a dos delfines
simétricos Y atados en el centro por la cola.
Tres granadas llameantes completan la ornamentación de esta credencial
simbólica.
En cuanto al enigma
propiamente dicho, se compone de dos términos: RERE y RER, que parecen
desprovistos de sentido y que se repiten tres veces sobre el fondo cóncavo del
nicho.
Gracias a esta sencilla disposición, descubrimos, desde el
primer momento, una valiosa indicación: la de las tres reiteraciones de una
sola y misma técnica, oculta bajo la misteriosa expresión RERE, RER. Ahora bien, las tres granadas ígneas del frontón
confirman esta triple acción de un procedimiento único, y, dado que representan
el fuego materializado en la sal roja que es el azufre filosofal,
comprenderemos fácilmente que sea necesario reiterar tres veces la calcinación
de este cuerpo para realizar las tres obras filosóficas, según la doctrina de
Geber. La primera operación conduce ante todo al
Azufre, o medicina del primer orden; la segunda, en todo semejante a la
primera, proporciona el Elixir, o medicina del segundo orden, que se diferencia
del Azufre en la cantidad y no en la naturaleza; por último, la tercera
operación, ejecutada como las dos primeras, nos da la Piedra fijosofal medicina
del tercer orden, la cual contiene todas las virtudes, cualidades y
perfecciones del Azufre y del Elixir multiplicadas en poder y alcance. Si se nos pregunta, por añadidura, en qué
consiste y cómo se ejecuta la triple operación cuyos resultados hemos expuesto,
remitiremos al investigador al bajo relieve del techo donde se ve una granada asándose en determinado
vaso.
Pero ¿como descifrar el enigma de unas palabras desprovistas
de sentido? De una manera muy sencilla,
RE, ablativo del nombre latino res, significa la cosa, considerada en su
materia; y, como la palabra RERE es la suma de RE, una cosa más RE, otra cosa,
podemos traducirla por dos cosas en una, o bien por una cosa doble. De esta manera, RERE equivale a RE BIS. Abrid cualquier diccionario hermético, hojead
cualquier obra de alquimia, y veréis que la palabra REBIS, empleada muy a
menudo por los Filósofos, define su compost, o compuesto a punto de sufrir las
sucesivas metamorfosis bajo la acción del fuego. En resumen, RE, una materia seca, oro
filosófico,- RE, una materia húmeda, mercurio filosófico,- RERE o REBIS, una
materia doble, a la vez húmeda y seca, una amalgama de oro y mercurio
filosóficos, combinación que ha recibido de la Naturaleza y del arte una doble
propiedad oculta y exactamente equilibrada.
Quisiéramos poder explicar con la misma claridad el segundo
término, RER, pero no nos está permitido desgarrar el velo del misterio que
encubre. Sin embargo, a fin de
satisfacer, en la medida de lo posible, la legítima curiosidad de los hijos del
arte, diremos que estas letras contienen un secreto de capital importancia y
que hace referencia al vaso de la obra.
RER sirve para cocer, para unir radical e indisolublemente, para
provocar las transformaciones del compuesto RERE. ¿Cómo daros los datos
suficientes sin cometer perjurio? No
creáis lo que dice Basilio Valentin en sus Doce llaves, y guardaos muy bien de
tomar sus palabras al pie de la letra cuando afirma que «quien tenga la materia
encontrará sin duda una vasija para cocerla».
Nosotros afirmamos, por el contrario -y podéis creer en nuestra sinceridad-,
que es imposible lograr el menor éxito en la Obra si no se tiene un
conocimiento perfecto de lo que es el Vaso de los Filósofos y de cual es la
materia con la que hay que confeccionarlo. Pontano confiesa que, antes de
conocer este vaso secreto, había realizado sin éxito, más de doscientas veces,
el mismo trabajo, utilizando las materias adecuadas y convenientes, y siguiendo
el método correcto. El artista debe hacer él mismo su vaso: es una máxima del
arte. Por consiguiente, no intentéis nada antes de recibir toda la luz sobre
esta cáscara del huevo, calificada de secretum
secretorum por los maestros de la Edad Media.
¿Qué es pues, RER? Ya hemos visto
que RE significará una cosa, una materia; R, que es la mitad de RE, significará
una mitad de cosa, de materia. RER equivale, pues, a una materia aumentada con
la mitad de otra o de la suya propia. Advertid que no se trata aquí de
proporciones, sino de una combinación química independiente de las cantidades
relativas. Para comprenderlo mejor, pongamos un ejemplo y supongamos que la
materia representada por RE sea el rejalgar o sulfuro natural de arsénico. R,
mitad de RE, podrá ser, pues, el azufre de rejalgar o su arsénico, los cuales
son parecidos o diferentes según consideremos el azufre y el arsénico
separadamente o combinados en el rejalgar. De manera que RER será obtenido con
el rejalgar, añadiéndole azufre, el
cual es considerado como constitutivo de la mitad del rejalgar, o bien
arsénico, considerado como la otra mitad del mismo sulfuro rojo.
Añadiré unos consejos: buscad ante todo RER,
es decir, el vaso. RERE os será después, fácilmente cognoscible. La Sibila, al
serle preguntado qué era un filósofo, respondió: Es aquél que sabe hacer el
vaso. Aplicaos a fabricarlo según nuestro arte, sin preocuparos demasiado de los procedimientos de elaboración del
vidrio. La industria del alfarero os sería más instructiva; ved las láminas
de Piccolpassi y encontraréis una que representa una paloma con las patas atadas a una piedra. ¿Acaso no hay que
buscar y encontrar el magisterio, según el excelente consejo de Tollius, en una
cosa volátil? Pero si no poseéis ningún
vaso para retenerla, ¿cómo impediréis
que se evapore, que se disipe sin dejar el menor residuo? Haced, pues, vuestro vaso, y, después,
vuestro compuesto; tapad aquél herméticamente de manera
que el espíritu no pueda escaparse; calentadlo todo según arte, hasta la
completa calcinación. Volved a poner la porción pura del polvo obtenido en vuestro
compuesto, y encerradlo bien en el mismo vaso. Repetid la
operación por tercera vez, y no nos deis las gracias. La acción de gracias debe dirigirse
únicamente al Creador. Nada reclamamos
para nosotros, simple jalón en el gran camino de la Tradición esotérica; no
queremos vuestro agradecimiento sin vuestro recuerdo; sólo deseamos que os
toméis por otros el mismo trabajo que nosotros nos hemos tomado por vosotros.
Nuestra visita ha terminado. Para nuestra admiración, pensativa y muda,
interroga una vez más a esos maravillosos y sorprendentes paradigmas, cuyo
autor fue tanto tiempo ignorado por los nuestros. ¿Existe en alguna parte un
libro escrito por su mano? Nada parece
indicarlo. Sin duda, siguiendo el
ejemplo de los grandes Adeptos de la Edad Media, prefirió confiar a la piedra,
más que al pergamino, el testimonio irrebatible de una ciencia inmensa, de la
que poseía todos los secretos. Es, pues,
justo y equitativo que reviva entre nosotros, que su nombre salga por fin de la
oscuridad y brille, como un astro de primera magnitud, en el firmamento hermético.
Jean Lallemant, alquimista y caballero
de la Tabla Redonda, merece ocupar un sitio alrededor del santo Grial, y
comulgar en él con Geber (Magister magistrorum) y con Roger Bacon (Doctor
admirabilis). Igual, por la extensión de
su saber, al poderoso Basilio Valentin y al caritativo Flamel, les supera por
dos cualidades, eminentemente científicas y filosóficas, que llevó al más alto
grado de perfección: la modestia y la sinceridad.
LA CRUZ CÍCLICA DE HENDAYA
Pequeña ciudad fronteriza del país vasco, Hendaya agrupa sus casitas al pie
de los primeros contrafuertes pirenaicos.
Se halla encuadrada por el verde océano, el ancho Bidasoa, brillante y
rápido, y los herbosos montes. La
primera impresión que produce el contacto con aquel suelo áspero y rudo es más
bien penosa, casi hostil. En el
horizonte marino, la punta que Fuenterrabía, ocre bajo la cruda luz, hunde en
las aguas glaucas y reverberantes del golfo, rompe apenas la austeridad natural
del bravío paisaje. Salvo el estilo
español de sus casas, el tipo y el idioma de sus habitantes, y el atractivo
particularísimo de una playa reciente, erizada de orgullosos palacios, Hendaya
no tiene nada capaz de retener la atención del turista, del arqueólogo o del
artista.
Al salir de la estación, un camino agreste flanquea la vía del
ferrocarril y conduce a la iglesia parroquias, situada en el centro de la
población. Sus muros desnudos,
flanqueados por una torre maciza, cuadrangular y truncada, se yerguen sobre un
atrio levantado a la altura de unos pocos escalones y circundado de árboles de
tupida fronda. Es un edificio vulgar,
pesado, reformado, carente de interés.
Sin embargo, cerca del lado sur del crucero y disimulada bajo las masas
verdes de la plaza, se levanta una modesta cruz de piedra, tan sencilla como
curiosa. Se hallaba antiguamente en el
cementerio comunal, y hasta 1842 no fue trasladada al lugar que ocupa
actualmente junto a la iglesia. Así, al
menos, nos lo afirmó un anciano vasco que había desempeñado, durante largos
años, las funciones de sacristán. En
cuanto al origen de esta cruz, es totalmente desconocido, y nos fue imposible
obtener el menor dato sobre la época de su erección. Sin embargo, fundándonos en la forma de la
base y de la columna, no creemos que pueda ser anterior a las postrimerías del
siglo XVII o a principios del XVIII. Sea
cual fuere su antigüedad, la cruz de Hendaya constituye, por la decoración de
su pedestal, el monumento más singular del milenarismo primitivo y la más rara
expresión simbólica del quiliasmo que jamás hayamos visto. Sabido es que esta doctrina, aceptada primero
y combatida después por Orígenes, san Dionisio de Alejandría y san Jerónimo,
aunque la Iglesia no la hubiese condenado, formaba parte de las tradiciones
esotéricas de la antigua filosofía de Hermes.
La ingenuidad de los bajo relieves y su basta ejecución nos
hacen pensar que estos emblemas lapidarios no fueron obra de un profesional del
cincel y del buril; pero, abstracción hecha de la estética, debemos reconocer
que el oscuro artífice de estas imágenes encamaba una ciencia profunda y
verdaderos conocimientos cosmográficos.
En el brazo transversal de la cruz -una cruz griega descubrimos la
inscripción acostumbrada, chocantemente esculpida en relieve y en dos líneas
paralelas, con las palabras casi soldadas y cuya disposición, que respetamos,
es la siguiente:
O C R U X A V E S
P E S U N I C A
Ciertamente, la frase es fácil de descifrar, y su sentido,
bien conocido: O crux ave spes unica.
Sin embargo, traduciéndola a guisa de novato, no comprenderíamos muy
bien con qué habíamos de quedamos, si con el pie o con la cruz, y aquella
invocación resultaría sorprendente.
Deberíamos, en verdad, llevar nuestro desenfado y nuestra ignorancia
hasta el desprecio de las reglas elementales de la gramática, pues el
nominativo masculino pes requiere el adjetivo unicus, que es del mismo género,
y no el femenino única. Parecería, pues,
que la deformación de la palabra spes, esperanza, en pes, pie, por ablación de
la consonante inicial, hubiese sido resultado involuntario de una falta
absoluta de práctica en nuestro lapicida.
Pero ¿explica realmente la inexperiencia una rareza semejante? No podemos admitirlo. En efecto, la comparación de los motivos
ejecutados por la misma mano y de la misma manera, demuestra una evidente
preocupación por la colocación normal, un gran cuidado en la disposición y el
equilibrio de aquéllos. ¿Por qué había de ser realizada la inscripción menos
escrupulosamente? Un examen atento de
ésta nos permite afirmar que sus caracteres son claros, si no elegantes, y que
no están imbricados (Iám. XLVII). Sin duda, nuestro artífice los diseñó
primeramente con tiza o carbón, y este boceto descarta necesariamente cualquier
idea sobre un error sufrido durante la talla.
Ahora bien, como este error existe, hay que sacar la consecuencia de que
fue un error aparente. Y deliberado. Y
la única razón que podemos invocar es que se trata de un signo puesto adrede,
disimulado bajo el aspecto de una torpeza inexplicable y destinado a despertar
la curiosidad del observador. Diremos,
pues, que, en nuestra opinión, el autor dispuso de este modo el epígrafe de su
obra turbadora, a sabiendas y voluntariamente.
El estudio del pedestal nos había iluminado, y sabíamos ya de
qué manera, y con qué llave, debíamos leer la inscripción cristiana del
monumento; pero deseábamos mostrar a los investigadores el gran auxilio que,
para la resolución de las cosas ocultas, son capaces de prestarnos el sentido
común, la lógica y el razonamiento.
La letra S, que adopta la forma sinuosa de la serpiente,
corresponde a la ji (X) de la lengua griega y toma de ella su significación
esotérica. Es el rastro helicoidal del
sol llegado al cenit de su curva a través del espacio, al producirse la
catástrofe cíclica. Es una imagen
teórica de la bestia del Apocalipsis, del dragón que vomita, en los días del
Juicio Final, fuego y azufre sobre la creación macrocósmica. Gracias al valor simbólico de la letra S,
desplazada adrede, comprendemos que la inscripción debe expresarse en lenguaje
secreto, es decir, en la lengua de los dioses o en la de los pájaros, y que
hemos de descubrir su sentido sirviéndonos de las regla de la Diplomática. Algunos autores, y en particular Grasset
d'Orcet, en el análisis del Sueño de Polifilo, publicado por la Revue
Britannique, las han expuesto con bastante claridad para que tengamos que
hablar de ellas. Leeremos, pues, en
fiancés, lengua de los diplomáticos, el latín tal y como está escrito, y
después, empleando las vocales permutantes, obtendremos la asonancia de
palabras nuevas que componen otra frase, cuya ortografía y cuyo orden de
vocales restableceremos, así como su sentido literario. De este modo, recibimos este singular aviso:
Il est écrit que la vie se réfugie en un seul espace (1), y nos enteramos de
que existe una región donde la muerte no alcanzará al hombre, cuando llegue la
época terrible del doble cataclismo. En
cuanto al emplazamiento geográfico de esta tierra prometida, donde los elegidos
presenciarán el retorno de la edad de oro, somos nosotros quienes debemos
buscarlo. Pues los elegidos, hijos de
Elías, se salvarán según las palabras de la Escritura. Porque su fe profunda, su incansable
perseverancia en el esfuerzo, les harán merecedores de su elevación al rango de
discípulos de Cristo-Luz. Llevarán su
señal y recibirán de El la misión de empalmar a la Humanidad regenerada en la
cadena de las tradiciones de la Humanidad desaparecida.
La cara anterior de la cruz -aquella en que los tres horribles
clavos fijaron en la madera maldita el cuerpo dolorido del Redentor- aparece
definida por la inscripción INRI, grabada en su brazo transversal. Corresponde a la imagen esquemática del ciclo
que vemos en la base (lám. XLVIII). Tenemos, pues, aquí, dos cruces simbólicas,
instrumentos del mismo suplicio: arriba, la cruz divina, ejemplo del medio
escogido para la expiación; abajo, la cruz del globo, determinando el polo del
hemisferio boreal y situando en el tiempo la época fatal de esta
expiación. Dios Padre tiene en su mano
este globo rematado por el signo ígneo, y los cuatro grandes siglos -figuras
históricas de las cuatro edades del mundo- representan con el mismo atributo a
sus soberanos: Alejandro, Augusto, Carlomagno y Luis XIV (2). Esto es lo que enseña el epígrafe INRI,
traducido exotéricamente por Iesus Nazarenus Rex Iudeorum, pero que toma
prestada de la CRUZ su significación secreta: Igne Natura Renovatur Integra
Porque es por medio del fuego y en el fuego mismo que pronto será puesto a
prueba nuestro hemisferio. Y, de la
misma manera en que, por medio del fuego, se separa el oro de los metales
impuros, nos dice la Escritura que serán separados los buenos de los malos en
el día grande del Juicio Final.
En cada una de las cuatro caras del pedestal, observamos un
símbolo diferente. Vemos en una de ellas
la imagen del sol; en otra, la de la luna; la tercera nos muestra una gran
estrella, y la última, una figura geoniétrica que, según acabamos de decir, no
es sino el esquema adoptado por los iniciados para caracterizar el ciclo
solar. Es un simple círculo dividido en
cuatro sectores por dos diámetros que se cruzan en ángulo recto. En cada uno de lo sectores figura una A, que
los señala como las cuatro edades del mundo, en este jeroglífico completo del
universo, formado con signos convencionales del cielo y de la tierra, de lo
espiritual y de lo temporal, del macrocosmo y del microcosmo, y donde volvemos
a encontrar, asociados, los emblemas mayores de la redención (cruz) y del mundo
(círculo).
En la época medieval, estas cuatro fases del gran período
cíclico -cuya rotación contigua expresaban los antiguos por medio de un círculo
dividido por dos diámetros perpendiculares- eran generalmente representados por
los cuatro Evangelistas o por su letra simbólica, que era la alfa griega, y,
todavía con mayor frecuencia, por los cuatro animales evangélicos rodeando a
Cristo, figura humana y viva de la cruz.
Es la fórmula tradicional que encontramos a menudo en los
tímpanos de los pórticos románicos.
Jesús aparece sentado, con la mano izquierda apoyada en un libro y la
derecha levantada en ademán de bendecir, y separado de los cuatro animales que
le sirven de acompañamiento por la elipse llamada Almendra mística. Estos grupos, generalmente aislados de las otras
escenas por una guirnalda de nubes, tienen siempre colocadas sus figuras en el
mismo orden, según podemos observar en las catedrales de Chartres (puerta real)
y de Le Mans (puerta occidental) en la iglesia de los Templarios de Luz
(Hautes-Pyrénées), en la Civray (Vienne), en el pórtico de Saint Trophime de
Arles, etcétera (lám. XLIV).
«Había también delante del trono -escribe san Juancomo un mar
de vidrio semejante al cristal; y, en medio del trono y alrededor de él, cuatro
vivientes llenos de ojos por delante y por detrás. El primer viviente era semejante a un león;
el segundo viviente, semejante a un temero; el tercero tenía semblante como de
hombre, y el cuarto era semejante a un águila voladora» (3). Relato que está de acuerdo con el de
Ezequiel: «Vi, pues... una nube densa en torno de la cual resplandecía un
remolino de fuego, que en medio brillaba como bronce en ignición. En el centro de ella había semejanza de
cuatro seres vivientes... Y sus rostros de frente eran de hombre; y los cuatro
tenían de león el lado derecho de la cara; y los cuatro tenían de buey el lado
izquierdo; y los cuatro tenían cara de águila en la parte de arriba»
En la mitología hindú, los cuatro sectores iguales del círculo
dividido por la cruz servían de base a un concepto místico bastante
singular. El ciclo entero de la
evolución humana encarnase en él en forma de una vaca, símbolo de la Virtud,
que apoya las pezuñas en cada uno de los cuatro sectores- que representan las
cuatro edades del mundo. En la primera
edad, que corresponde a la edad de oro de los griegos y es llamada Credagugán o
edad de la inocencia, la Virtud se mantiene firme sobre la tierra; la vaca
descansa sólidamente sobre sus cuatro patas.
En el Tredagugán, o segunda edad, que corresponde a la edad de plata, la
vaca está más débil y se sostiene sólo sobre tres patas. Durante el Tuvabaragugán, tercera edad o edad
de bronce, sólo tiene dos patas. Por
último, en la edad de hierro, que es la nuestra, la vaca cíclica, o Virtud
humana, alcanza el grado supremo de debilidad y de senilidad: se sostiene
difícilmente, en equilibrio, sobre una sola pata. Es la cuarta y última edad, el Calgugán, edad
de miseria, de infortunio y de decrepitud.
La edad de hierro no tiene más sello que el de la Muerte. Su jeroglífico es el esqueleto provisto de
los atributos de Saturno: el reloj de arena vacio, imagen del tiempo cumplido,
y la guadaña, reproducida en la cifra siete, que es el número de la
transformación, de la destrucción, del aniquilamiento. El Evangelio de esta época nefasta es el que
fue escrito bajo la inspiración de san Mateo.
Matthaeus, en griego Mar0a¿og, viene de Ma0?7t-¿a, Ma0?7iua7-og, que
significa ciencia, De esta palabra deriva Maoi7ais., uaO-qaEwg, es@,
conocimiento, de uavocivE¿g, aprender, instruirse. Es el Evangelio según la Ciencia, el último
de todos, pero el primero para nosotros, ya que nos enseña que, salvo un
pequeño número de elegidos, debemos perecer colectivamente. Por esto se dio a san Mateo el atributo del
ángel; porque la ciencia, única capaz de penetrar el misterio de las cosas, de
los seres y de su destino, puede dar al hombre alas con que elevarse hasta el
conocimiento de las más altas verdades y llegar hasta Dios.
CONCLUSIÓN
Scire, Potere, Audere, Tacere
ZOROASTRO
La Naturaleza no abre indistintamente a todos la puerta del
santuario.
Tal vez descubrirá el profano en estas páginas alguna prueba
de una ciencia verdadera y positiva.
Pero no creemos que podamos alardear de convertirle, pues no ignoramos
la tenacidad de los prejuicios y la fuerza enorme del recelo. El discípulo sacará de ellas mayor provecho,
a condición, empero, de que no menosprecie las obras de los antiguos filósofos,
de que estudie con cuidado y penetración los textos clásicos, hasta adquirir la
clarividencia suficiente para discernir los puntos oscuros del manual
operatorio.
Nadie puede aspirar a la posesión del gran Secreto, si no
armoniza su existencia al diapasón de las investigaciones emprendidas.
No basta con ser estudioso, activo y perseverante, si se
carece de un principio sólido y de base concreta, si el entusiasmo inmoderado
ciega la razón, si el orgullo tiraniza el buen criterio, si la avidez se
desarrolla bajo el brillo intenso de un astro de oro.
La ciencia misteriosa requiere mucha precisión, exactitud y
perspicacia en la observación de los hechos; un espíritu sano, lógico y
ponderado; una imaginación viva sin exaltación; un corazón ardiente y
puro. Exige, además, una gran sencillez
y una indiferencia absoluta frente a teorías, sistemas e hipótesis que, fiando
en los libros o en la reputación de sus autores, suelen aceptarse sin
comprobación. Quiere que sus aspirantes
aprendan a pensar más con el propio cerebro y menos con el ajeno. Les pide, en fin, que busquen la verdad de
sus principios, el conocimiento de su doctrina y la práctica de sus trabajos en
la Naturaleza, nuestra madre común.
Por el ejercicio constante de las facultades de observación y
de razonamiento, por la meditación, el neófito subirá los peldaños que conducen
al
SABER.
La imitación ingenua de los procedimientos naturales, la
habilidad conjugada con el ingenio, las luces de una larga experiencia le
asegurarán el
PODER.
Pudiendo realizar, necesitará todavía paciencia, constancia,
voluntad inquebrantable. Audaz y
resuelto, la certeza y la confianza nacidas de una fe robusta le permitirán a
todo
ATREVERSE.
Por último, cuando el éxito haya consagrado tantos años de
labor, cuando sus deseos se hayan cumplido, el Sabio, despreciando las
vanidades del mundo, se aproximará a los humildes, a los desheredados, a todos
los que trabajan, sufren, luchan, desesperan y lloran aquí abajo. Discípulo anónimo y mudo de la Naturaleza
eterna, apóstol de la eterna Caridad, permanecerá fiel a su voto de silencio.
En la Ciencia. en el Bien, el Adepto debe para siempre
CALLAR.
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