"La otra historia de quienes vivieron en tiempos de Jesús y fueron, actores fundamentales del gran Maestro del Amor"
Este judío que padeció y se arrepintió al lado de Jesús, tuvo su historia y lo que muchos no saben, fue él y Gistas, el otro ladrón, que conocieron a Jesús de niño, a María y José, cuando en un camino, Tito evito que le robaron. Convenciendo a Gistas, que los dejara continuar a cambio de un cinturón que él mismo le dio. Los ladrones habían tenido la oportunidad de conocer a Jesús de niño y tuvieron una de las primeras profecías. El niño Jesús, les advirtió a ambos, que serian crucificados y cuando eso sucediera, él estaría con ellos en la cruz. Sorprendidos los dos ladrones, María y José por estas palabras, continuaron su peregrinar sin mayores problemas, gracias a Tito, que se apiado de ellos.
Ese soy yo
(Capitulo I)
Una y otra vez me preguntaba lo
mismo. Como si la tortura que mí cuerpo soportaba
no hubiese sido suficiente, ahora, la tortura en mi mente, no me daba tregua.
No eran los látigos de aquel romano,
los que arrancaban alaridos en mi boca.
No eran los golpes del despiadado soldado, los que hicieron apretar mis
dientes, por el intenso dolor del tan robusto hombre que sobre mí, descargaba toda
su ira.
El dolor me había hecho perder el conocimiento
más de una vez, pero las certeras patadas en mis piernas, me hacían recobrar el
conocimiento, para que continuar padeciendo la flagelación desmedida y
despiadada.
Expertos torturados los romanos,
conquistadores y asesinos como ninguno, habían llegado un día a estas tierras
lejanas, áridas, montañosas y con una lengua tan distinta a la de ellos que con
el frío acero se hicieron entender rápidamente.
Padecimos bajo el poder soberano de ésta
gran nación belicosa e hipócrita. Pero
no son los responsables de mi dolor… porque mi dolor era del alma, del
espíritu. Mi dolor era un grito
silencioso.
No eran tiempos para hacerse el
héroe. No era el momento para revueltas
populares como algunos líderes políticos y religiosos creían apropiado. Era el momento de callar, de escuchar, de
aprender y de corregir errores.
Estábamos cubiertos por ese manto rojo
de legiones extranjeras, regando nuestra sangre por cada ciudad que intentaba
levantarse del yugo invasor.
Estábamos cubiertos por un manto negro,
oscuro y cegador de nuestros malos pensamientos y emociones violentas, que de
la misma manera se expandía por todas las regiones de nuestra amada tierra,
antigua, conflictiva, de profetas y demonios.
Así de contrariada era nuestra nación.
Como si ella misma fuera la materialización del interior dual y
paradójico de esta raza humana. Lo bueno
y lo malo, se manifestaba en todas sus formas y nosotros, los que debíamos
aprender.
Insultos, escupitajos, burlas y
palabras obscenas lanzaban a mi paso mientras cargaba con mí responsabilidad
sobre los hombros. Una carga pesada y
merecida.
Tampoco el odio de las personas, que
muchos me conocían, eran quienes quebraban mis emociones más íntimas. Solo era yo mismo quien me torturaba. Solo yo era quien se había equivocado y no
encontraba consuelo.
Mis piernas me temblaban. Mis ojos estaban secos de tanto llorar. Mi rostro duro como una roca, habiendo
quedado grabado, mi padecimiento, mi fustigación, horror y espanto.
Si era consuelo, aquellos de la
revuelta fueron aun, más castigados que mi compañero y yo. Aquel hombre, que nada malo había hecho,
soportó el odio extremo y la experiencia consumada de los torturadores. Aquel hombre digno y honorable cargó en su
cuerpo, con la culpa de todos nosotros y ciertamente no merecía ni una
bofetada, ni siquiera el más inocente de todos los insultos existente que un pequeño
niño podía decir.
Por un momento, creía que la salvación
estaba cerca. Estábamos por salir por la
puerta de la torre de Antonia, que da al oeste.
Debajo del techo abovedado y en penumbra. Llegamos hasta el límite que nos conducía al
exterior, cuando una muchedumbre visiblemente enfurecida nos cortó el paso y
con claras intenciones de agredir a estos romanos fuertemente armados. Uno de ellos me miró, lo reconocí al
instante, era un zelota amigo de Barrabás y muy bueno para encolerizar a las
masas con su ronca voz y físico igual o más voluptuoso, que los infantes legionarios.
Parecía la oportunidad que estaba
esperando, pero mi estado físico no me permitía ni siquiera seguir hablando, ni
un ruego más de piedad para los romanos, que nada les importaba mi destino
final.
Apiñados los revoltosos en los márgenes
de la torre de Antonia, parecía que la liberación estaba cerca, el momento de recobrar mi libertad era
cuestión de piedras, golpes y espadas, sin embargo, no era eso lo que quería,
no era la violencia lo que ya me motivaba.
Solo quería paz, solo quería vivir una vez más los últimos días que tan
importantes habían sido para mí y para mi espíritu, las palabras alentadoras y
reconciliadoras de ese hombre que detrás de mí, caminaba injustamente a una
muerte segura.
Los tres, estábamos atados con una
larga soga, una soga que nos unía los
tobillos. Si uno escapaba, los otros
debían hacer lo mismo. Si uno caía, el
resto caía igual. No había manera de
separarnos.
Bajé mi vista, no me animé a mirar a ese
revolucionario zelota que era tan agresivo como los mismos romanos, lo único
que los diferenciaba, era la vestimenta y el idioma, pero en espíritu,
semejante en agresividad.
Un tal Longino como pude escuchar, se
interpuso delante de mí y enfrentó a los revoltosos con una seguridad y una
potente voz, logró menguar lo que creía era el intento de rescatarnos. Nada de eso sucedió y mi frustración se sumó
a mis dolores.
Salimos y una escasa muchedumbre nos
siguió. También lo hizo el viento que
comenzaba a soplar y a molestar a nuestros ojos.
El polvo se levantaba con fuerza y se pegaba a mis heridas recientemente
abiertas.
Traté de cubrir mi rostro girando al
lado opuesto pero la fuerza de los vientos era más que molesta, dando un
dramatismo adicional a la penosa marcha de mi muerte.
Caminamos a nuestro destino final,
marchábamos a la colina dolorosa.
Aquella que ninguno osaba subir, ni de cerca querían pasar y yo, el
estúpido privilegio de perecer en ella.
Mi mente no dejaba de preguntarme. Mi mente no me daba tregua y no hallaba
respuesta a todos mis errores. Mucho
antes de ser atrapado, no conciliaba el suelo, como si supiera que los días los
tenía contados. ¿Por qué me
equivoqué? ¿Por qué no corregí mi vida
si en hora buena un profeta predicó el arrepentimiento de corazón y
espíritu? ¿Por qué? ¿Por qué?
Porque estábamos todos emocionados con
el sueño de la libertad. Porque la
ilusión de una nación libre e independiente corría por las calles y alimentaba
el espíritu combativo de todos nosotros.
Una euforia silenciosa y oculta se expandía por todos los subsuelos,
cuevas y montañas donde los zelotas afirmaban que la libertad estaba
cerca. Que el orgullo de nuestra nación estaba
a punto de escribir una página más en nuestra sagrada historia. Esto, nos hacía inflamar el pecho, nos ponía
de pie, nos hacía sentir orgulloso de quienes éramos. El grito de libertad no se escuchaba, se
sentía en nuestro íntimo ser.
Pero todo esto, no era más que una
ilusión, una falsedad semejante a la romana.
Nada de todo lo que decían era para tener en cuenta. Simplemente el poder iba a pasar de mano y
nosotros, seguiríamos pagando impuesto, seguiríamos siendo pobres y yo… un
maldito ladrón.
Con esfuerzo me desplazaba. Tenía la ropa impregnada en un olor
repugnante, ya que mis cadenas y captores, eran ajenos a mis necesidades
fisiológicas. Incluso a mí, me fastidiaba. Todos mis fluidos mojaron mis vestiduras, mis
manos inmovilizadas, no me permitieron hacer lo que necesitaba luego de haber
sido torturado y arrojado, a una de las tantas prisiones oscuras que tenía el
templo.
Nadie se apiadaba y mucho menos de mi compañero
mayor que yo en edad. Su boca no cesaba
de maldecir cada vez que podía. No puedo
culpar a mi compañero de andanzas. De
joven elegí seguirlo, de mayor intenté apartarme, pero este espíritu rebelde y
libre que alimentaba mi ser, no me lo permitió.
Más de una vez intenté re hacer mi vida, como la de
cualquier otro individuo, pero no quería perder mi mentirosa libertad. Me engañaba solo. Nadie me obligó. Por eso, no lo culpo por tomar el camino
corto, la decisión fue mía y de nadie más.
Y esta ansia de combatir me inundó por completo, quise ser un héroe como
muchos otros jóvenes defendiendo un ideal, un movimiento que quería expresarse
con la espada y no con la tolerancia.
No fui el único joven que levantó la
bandera de la rebeldía, me sumé a lo que me restó. Nada gané.
Solo pagué y ahora el arrepentimiento me llegó tarde.
Cada vez más cerca, luego de un breve
descanso por el lado norte de la ciudad, la colina ya estaba a la vista y mucha
gente seguía nuestros pasos como si fuera un show y nosotros los protagonistas
con un final infeliz.
Mi compañero de pronto cayó por su
debilidad y al estar atado a él, me fui
de boca sin poder evitar estrellar mi rostro en el árido camino, lleno de
piedras y con el polvo que seguía agitándose por el viento caprichoso, mostraba
mi peor suciedad. Con un golpe certero
en sus piernas, se vio obligado a incorporarse, no sin antes insultar al
soldado que lo había golpeado y eso le mereció, otro golpe adicional con la
dura lanza en la espalda.
Me incorporé. Contrario a mi desafortunado escolta, callé
mi boca, baje mi vista, respiré tan profundo como pude y evité odiar a mis
verdugos. No ganaba nada, solo más y más
castigo adicional e innecesario.
Pálido, sin fuerzas y aterrado, seguí
con mí peregrinar obligado.
No emití así, comentario alguno,
inmerso en mi culpa, continuaba cuesta arriba, ya que la pendiente ahora sí, nos
conducía a la dolorosa colina, que como peñasco redondeado despuntaba de la
geografía reinante.
Cada vez más agotado, mis pasos eran
más lentos y penosos. Escuchaba el
llanto de muchas mujeres que nos seguían.
A muchas las conocíamos, en verdad, todos nos conocíamos, o por lo menos
de vista eran reconocibles. En los
pueblos ninguno era extranjero cada uno sabía quien era quién, por eso mi
certeza que estas mujeres no se lamentaban por mí. Nadie derramó si quiera una bendita lágrima. No lo merecía y eso me produzco más dolor
emocional que los golpes de los extranjeros.
Comprendí que nada había hecho en mi vida. Ni una semilla había sembrado en esta tierra elegida
por Dios.
Acompañado por quienes debían asegurar
mi muerte, mi soledad era la única compañera en mi vida y esta era mi más
cruenta frustración. Esta soledad era la
que intenté vencer en estos últimos, dramáticos e históricos días. Pero nada había conseguido. Nada había abrazado. Nada había amado. Lo intenté, pero no supe como hacerlo. Divorciarme de la soledad era lo que más
ansiaba hacer, mucho más que apoyar la causa de los zelotas y de Barrabás, pero
no supe como hacerlo. No supe comprender
como amar a una mujer. No entendí lo que
era el amor porque nadie me lo había enseñado.
Solo un hombre, solo un humilde entre los humildes logró abrir mi
corazón con palabras simples y poderosas.
Este hombre que atado a mí y a mi compañero de aventuras caminábamos a
la muerte innegable.
Como dije, no eran los golpes lo que
más dolor me provocaban, sino, el dolor del alma por no entender, el dolor por
no saber, el dolor por no cambiar, el dolor por no saber cómo amar. No supe cómo hacerlo.
Un pequeño sendero natural, rodeaba la
colina espantosa. No había sido escarpada por la mano del hombre sino por la naturaleza misma y fue por allí donde
subimos.
Llegamos a la cima. Llegamos al lugar donde la vida culmina y desde
donde todo se ve y todos nos ven. El
sitio era ideal para el ejemplo a quienes transgredían la ley romana.
El viento no cesaba y el mediodía se
estaba poniendo gris. Igual que mi alma.
Algo decían los infantes. No comprendía su idioma pero si, sus gestos y
sus burlas que eran constantes en ellos, como si fuéramos seres inferiores a
ellos.
Me tumbaron al suelo. Nada de amabilidad, todo era con crueldad y
yo era, una persona, una que vivió equivocada pero el trato, semejante como a
los animales despreciables. Así eran ellos
con nosotros, ni piedad antes de morir nos dispensaban.
Boca arriba contemplé el hermoso día
gris, el último de mi vida terrenal y los llantos de las mujeres que nos
escoltaron se mezclaron en mi corazón con los gritos histérico de mi compañero
que no cesaba de insultar cuando no tuvo mejor idea, que salivar a uno de los
romanos y amenazarlo con el pesado madero.
Un certero golpe de lanza fue directo a su frente. Tan violento, que cayó desplomado con total inconsciencia,
como vivió siempre.
Voltee mi cabeza para ver lo que
sucedía y lo que observé, paralizó mi corazón.
Uno de los soldados, quién llevaba una bolsa, la extendió en el suelo
polvoriento y quedaron al descubierto clavos metálicos muy largos, muy pero muy
largo. Respiré lo más hondo posible,
pude escuchar y sentir a mi corazón latir más fuerte y frecuente. Esos clavos eran para nosotros, algunos de
esos clavos eran para mí. Ya sabíamos
todos para que servían y solo verlos, nos llenaba de terror.
Volví a mirar al cielo, no había sol
pero mi mente lograba tranquilizase un poco.
Buscaba a Dios entre las nubes, buscaba un consuelo que apaciguara mi
alma, mi dolor y mi flagelación. Pero no
vi a nadie. Nadie emergió en las
alturas, ni los ángeles de la Torá.
Nada. Nada. Nada había y otras lágrimas, de las que ya pensaba
que no tenía más, brotaron de mis ojos pero no llegaron al suelo, porque el
polvo en mi rostro las absorbió.
De pronto un ruido fuerte escuché, miré
por curiosidad y el romano se preparaba con un gran martillo a asestar el
segundo golpe. Estaba clavando la muñeca
de mi compañero al madero, pero su estado de inconciencia lo ayudó para no
sufrir tan salvaje castigo.
Apresurándose, se dispuso a terminar su labor con la otra extremidad y
golpe tras golpe, su cuerpo quedó fijo en la madera y uno de los dedos de cada
mano se contrajo por la acción muscular.
Con un trabajo en conjunto, los
infantes pese a los gritos de las mujeres y de un público morboso, izaron a mi
amigo y la madera. Poseía el travesaño
un orificio en el medio y se incrustó en el palo viejo, gastado y vertical
destinado para nosotros.
Yo, estaba rendido. Estupefacto.
Perplejo por lo que me iba a sucederme en un instante. Resignado a mi fin, miré a aquel hombre
inocente, aquel, cuyas palabras fueron dulces a mis oídos. Miré a ese hombre de barba y cabello largo
que por sus heridas no era reconocible por nadie, pero sabíamos todos quién
era.
Lo miré. Me miró.
Tan entregado me encontraba que tomé su ejemplo y no la de mi violento
amigo. Parecíamos corderos cediéndonos
al sacrificio. Ese hombre que predicó la
paz y el amor, estaba tan agotado y dolorido como yo. Uno de sus ojos casi cerrado por las heridas
que había recibido, inflamado y lleno de sangre, no obstante, sabía que él me
miraba y cierta paz, me transmitió.
Escuché que se acercaban. Ataron mis brazos fuertemente al madero y los
clavos ya estaban en la mano del romano, el martillo también.
Apreté mis dientes, cerré mis ojos,
contuve la respiración una vez más y mis
músculos se tensaron al extremo y lo inevitable sucedió. Mi grito fue cerrado, el dolor intenso y
faltaban aun más golpes. Uno tras otro,
como pedazo de cuero que se clava a la madera me trataron. Como una cosa era clavado, yo para ellos, no
era una persona, era nada.
Temblé por el dolor, mi cuerpo reaccionó a los clavos y a los
impactos. Quise pedir piedad pero solo
más gritos salieron de mi boca y el llanto de las mujeres acompañaron mí
padecimiento. No tenían los verdugos
cuidado con mi trato, nada lo hacían con delicadeza, como el carnicero
despellejando su presa, así me sentía, un animal del campo que a nadie le
importaba, solo a esas mujeres que sí, se apiadaban de mi y no me venían a ver.
Me alzaron. Clavado en el madero como cuero, me
depositaron en el palo largo, alto y sin piedad, cuando hicieron coincidir el
orificio, dejaron caerme hasta encastrar toscamente mi madera que ya era parte
de mí.
Mis ojos se cerraron por un
tiempo. El dolor me había hecho perder
la conciencia un breve tiempo, pero los gritos iracundos de mi compañero me
trajeron a la realidad nuevamente.
Ahora, estábamos los tres crucificados.
En medio, estaba este buen hombre, su pecado fue…
amar.
A su lado estaba yo, que mi pecado fue robar.
Mi cabeza me pesaba, por eso mi vista miraba el suelo
y las burlas de los romanos era una constante.
Pero más era el peso de mis culpas y mis pecados. ¿Que finalidad era ser bueno? Si aquel que enseñó la bondad entre los
hombres padecía igual que yo, en esta cruz y bajo tantos tormentos.
¿Da igual ser un pecador o un predicador?
No!!!
Yo cargaba con mis culpas en mi alma.
Él cargaba todas nuestras culpas… pero su alma ganaba
la paz.
Eran mis últimos suspiros. Eran mis últimos pensamientos. Eran mis últimas palabras. Estaba a punto de morir.
No supe como hacer mi vida. No supe como amar, como arar, ni
sembrar. Un corazón estéril que nadie
pudo cultivar, por eso no conocí el amor, sin embargo, aquí estaba padeciendo
el fin de mi equivocada vida. Una vida
de ladrón queriendo pedir perdón.
Si hubo un momento en mi existencia más apropiada, era
esta.
Mi compañero no tenía paz. Odio solo expresaba su boca.
Increpó a este buen hombre que escuché
en el monte de los Olivos. Insultó a
este gigante que curó y sanó a ciegos, leprosos, endemoniados y le arrebató a la Muerte a Lázaro que hacía
tres días había abandonado la existencia terrenal. Desafió a este gigante que
de niño, cuando su familia huyó a Egipto, lo cruzamos en el camino y evité que
fuera robado y fue entonces que él, a tan temprana edad, profetizó mi muerte
con la suya en la cruz de los romanos.
Hoy, ese refugiado hizo que se cumpla su palabra.
¿Cómo no iba a creer en él? ¡En este gigante entre pecadores!
¿Cómo no iba a ser uno de sus seguidores? ¡Si abrió mi corazón en mis últimos días,
sembrando la semilla del amor!
¿Cómo no iba a creer en este pastor de
ovejas, en este pescador de hombres y en este sembrador de corazones estériles?
¿Cómo no iba a creer en este profeta
que se llama Jesús?
Luego que Gistas terminara de blasfemar
contra el Maestro. Levanté mi rostro con
gran esfuerzo. Tomé aire suficiente pese
a mi enorme dificultad, pues quería hablar.
Quería reprender a Gistas por sus palabras inapropiadas contra alguien
que nada había hecho, solo predicar. Mis
ojos bañados en sangre y coagulada por la tierra en mi sucio rostro, miré al
maestro, junté fuerzas y sin miedo a Gistas y a los romanos, tomé coraje de
donde nunca lo había hallado y reprobé las palabras de mi agresivo compañero
que me condujo por el sendero equivocado y que yo, no supe cambiar.
- ¿No temes tú mismo a Dios…? – Le dije
a Gistas con gran esfuerzo. - ¿No ves que nuestros sufrimientos… son por
nuestros actos? – Volví a respirar para que mis palabras no solo
llegaran a oídos de Gistas, sino también
a oídos de todos. - ¡Pero… este hombre sufre injustamente…! ¿No sería
preferible que buscáramos el perdón de nuestros pecados…? – No quise detenerme
y continué pese a mi dificultad. - ¿…y la salvación de nuestras almas…?
Totalmente dolorido, hice un alto a mis
palabras, quería decir esto y mucho cosas más, pero mi alma parecía querer
abandonar mi cuerpo No había más energía
en mí. Temblando como en el más frío de
los inviernos, con el sudor gélido corriendo por mi frente y mis axilas, observé
a Jesús, ese buen hombre como José a quien también conocí, el carpintero
bondadoso y tolerante, estaba en un titánico esfuerzo por levantar su
cabeza. Y fue así que alzó su vista y me
miró.
¡Señor! – Le supliqué. - ¡Acuérdate de
mi… cuando entres en tu reino!
Jesús escuchó mis palabras. Entendí que era mi alma la que estaba
hablando y no yo, un vulgar pecador. A
tiempo, me estaba arrepintiendo de mis pecados, de mis andanzas, de mis
fechorías. Estaba confesándome delante
de un Grande entre los grandes. Al lado
de un Rey entre los reyes, que no supieron comprender y a cambio, con tortura y
muerte le estaban pagando. Pero así,
estaba escrito que debía suceder.
¿Era justo pedir la remoción de mis
pecados, cuando tanta buena gente había sobre la tierra?
¿Debía hacerlo?
¡Si!
Porque estaba arrepentido y porque
creía en él como en nadie.
Porque predicó con el ejemplo que pocos
se animaron a seguir y así sea en el último suspiro de mi vida, estaba ya
decidido a cambiar para siempre. No iba
a ser el cuerpo el que mutara sino mi alma la que estaba condenada y este Maestro,
nos había mostrado el sendero del amor.
Sí.
Estaba arrepentido y era el momento de decirlo. Sostuve mi cabeza y mi vista con orgullo
porque noté que Jesús me iba a hablar.
Así lo hizo.
- ¡De verdad… hoy te digo… que algún
día estarás junto a mi… en el paraíso!
La emoción que tuve fue tan grande y
maravillosa, que de alegría volví llorar.
Aquel hombre en quién creía, había dicho que estaría con él, en el
paraíso algún día, y no me importaba cual era ese día, tan solo, que estaría
con él. Tan maravillado estaba, que mis
dolores desaparecieron al instante. Mis
esfuerzos por resistir los tormentos habían logrado un final feliz, de aquellos
que nunca tuve en verdad. El rabí, me
prometió que estaría a su lado, no solo compartiendo la flagelación y la
crucifixión, sino ahora, en la gloría del Paraíso.
El día se estaba consumando, pero
densas nubes cubrían el cielo y el sol no asomaba sus rayos, como si la tierra
estuviese muriendo junto al maestro Jesús.
Había alcanzado por fin la paz. No escuchaba las palabras de los romanos, de
los sacerdotes que nos observaban ni de los curiosos, solo murmullos que no
significaban nada para mí, solo las palabras de Jesús sonando en mi corazón.
Una semilla había sido plantada en un
corazón dolido, que no supo amar y que sí, sabe pedir perdón por mi equivocación.
El día desapareció. Las tinieblas cubrieron la tierra de
Dios. El miedo cundió. Los dientes rechinaron. Los hipócritas y los mentirosos se
miraron. Los romanos se
paralizaron. El viento azotó con más
fuerza que el enfado de mi propio hermano y la tierra se enfureció. Israel se sacudió desde las entrañas mismas y
la profecía se cumplió.
El Hijo de Dios murió y una lanzó lo
atravesó.
El templo de Salomón se estremeció y
se rajó. Sus piedras cayeron y el caos gobernó
en una tierra sin Dios.
Mis piernas rotas. Ya sin fuerza, sin aire, mis ojos se
cerraron, mis músculos se relajaron, mi cuerpo se desplomó y mi corazón se
dispuso a descansar.
Esta es la historia que nadie contó.
Esta es la vida de un consumado
pecador.
Esta es la historia de alguien que se
arrepintió.
Ese soy yo: “Tito, el buen ladrón”